EL NACIONAL - Martes 14 de Agosto de 2012 Escenas/2
Ramón Vásquez Brito
ESTO ES LO QUE HAY
ARTES VISUALES
LORENA GONZÁLEZ
La semana pasada nos enteramos con tristeza de la desaparición física del maestro Ramón Vásquez Brito. Oriundo del estado Nueva Esparta se destaca desde muy pequeño por una predilección hacia la vida contemplativa al pasar muchas horas en silencio frente al mar.
Aunque en aquella época no se tenía acceso en «la isla» a las herramientas necesarias para el trabajo con las artes plásticas, el pintor contaba que su padre siempre le inspiró el compromiso pictórico con el paisaje vivido, consiguiendo los materiales que necesitara para comenzar a desarrollarse en lo que sería uno de sus principales oficios de vida: la pintura.
La noticia de su muerte me conmocionó de un modo muy particular. Hace varios años, a pesar de estar sumergida en fervorosas discusiones y problemáticas del arte actual, me encomendaron un texto sobre su obra para la colección editorial de artistas venezolanos que llevó a cabo Iartes. Preocupada por considerarlo distante de mis expectativas para aquel entonces, dudé en aceptar. La editora me convenció. A ello se le unió la coincidencia de un viaje a la isla de Margarita que alivió las inquietudes y propició el destino común. Tomé mi maleta y me fui a buscarlo en medio del mar.
Tal vez una de las cosas que más he agradecido en mi vida fue no detenerme en aquella tonta duda que sentí. Cuando nos encontramos, ya el maestro tenía 84 años de edad y vivía con su hijo mayor en la tierra natal luego de la aventura caraqueña, la docencia en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas, los caminos por la abstracción geométrica, el informalismo, el cubismo, el Premio Nacional del año 1950 con la obra Placidez y la Bienal de Venecia en el año 1962. Esa mañana me recibió con una sosegada amabilidad. Vestido para la ocasión y con un dulce entusiasmo me habló de su vida y sus anécdotas, paseamos por la casa como por los pasillos de un pequeño museo personal, lo que fijó tras cada obra el relato de una nueva etapa de investigación.
Mientras conversábamos colocó algunos discos de cuando fue cantante con el Trío Cantaclaro, experiencia que todos los días a las 7:00 am lo llevó a convertirse en una de las estrellas de la Radiodifusora de Venezuela, ese otro oficio artístico que siempre celebraba y que tanto compartió con la pintura.
En el taller, aunque un poco débil de salud, todavía trabajaba. «Fíjate que sigo pintando. Es que la verdad no puedo vivir sin pintar».
Reíamos con un aromático café entre las manos mientras sonaba el rítmico disco de vinilo. En efecto, al fondo del cuarto y a la vez que nos bañaba una oscilante luz, había un caballete con marcas recientes junto a una mesa llena de herramientas con frascos, tablas, recipientes y pinceles de todos los tamaños. Ambos, tanto la mesa como el caballete, goteaban por las bases los frescos deslices de los colores usados: pinturas que en caída libre rememoraban con sonora insistencia los mismos blancos, verdes, dorados y azules de ese océano infinito, brillante y silente de sus piezas.
Pasión por un elemento ignoto que desde el inicio encaminó los pasos de su vida y que de seguro seguirá vibrando en los vaivenes cromáticos de cada una de sus obras.
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