miércoles, 25 de mayo de 2011

OBRAR, MEDITANDO


El Nacional, Caracas, 18 de Septiembre de 1999 / OPINION
Teología política para vivir
María Teresa Urreiztieta Valles

En pleno proceso constituyente y en medio del debate entre los buenos y los malos del "Sí" y del "No", se cumplió un infeliz aniversario que quiero recordar por las lecciones que nos dejó sobre el quehacer político en las democracias heridas.

Acaban de cumplirse diez años del asesinato de los jesuitas en El Salvador, ocurrido durante la guerra civil que azotó ese país entre 1981 y 1992. Entre ellos, estaba el rector de la Universidad Simeón Cañas, Ignacio Ellacuría, insigne filósofo y político que supo usar su pensamiento y su palabra como arma fundamental a favor de los más desfavorecidos. Quisiera referirme a dos conceptos que nos dejó su pensamiento y su praxis transformadora, con los que supo interpretar el sufrimiento humano y alzar su voz en medio de un desierto de soberbias políticas que tarde se dieron cuenta de su legado.

Ellacuría nos habla de liberación y salvación. Liberación, como concepto político, se refiere a la denuncia y superación de las estructuras económicas y sociales que generan injusticia, pobreza, exclusión social. Salvación, concepto teológico, se refiere a la salvación del hombre del pecado. ¿Pero de qué pecado estamos hablando? Ellacuría nos propone la idea de la salvación integral: "La salvación cristiana no consiste en la ausencia del pecado, sino en la plenitud de la vida... ya que Dios quiere salvar al hombre de todo aquello que le impida ser hombre". Una idea de salvación que eleva la visión del pecado personal a una dimensión social y política, retándonos a construir un nuevo orden social que esté a la altura del ser humano. Esto inmediatamente lo articula con la liberación. Liberación del hombre de los pecados sociales: pobreza, exclusión, injusticia, olvido, silencio... y muchos otros, entre los cuales está uno de los más graves: el pecado de omisión. Hoy en día hablar de pecado nos es sumamente incómodo pues lleva consigo asociado la carga de la palabra culpa, que nos resulta ilegítima en este fin de siglo postmoderno, por lo que, atendiendo a esta nueva noción de faltas cristianas, preferimos hablar de responsabilidades personales y colectivas.

Al hablar de estas faltas, tenemos que hablar de las responsabilidades de omisión, a propósito de las democracias heridas, como la nuestra. Sobre todo de las faltas de presencia de los seglares en esta hora y en todas las horas pasadas en que a nuestro pueblo le ha faltado el aire. Hablo concretamente de presencia política. Un tema al que a la Iglesia le ha faltado guáramo aupar entre sus más fieles seguidores. ¿Por qué tanta ausencia y silencio cuando más que nunca la realidad de la descomposición política y social nos golpea la cara? ¿Por qué no hablar, decir, proponer, actuar políticamente ante las urgentes demandas de nuestra realidad? ¿Por qué vimos por primera vez a la Iglesia oficial marchar por las calles asustada ante la amenaza de la legalización del aborto y no ha marchado indignada ante el escándalo del deterioro social, la corrupción y la impunidad de los delitos políticos cometidos en las últimas décadas de nuestra democracia en contra de nuestro pueblo? Cuando pienso en mi país, me pregunto qué clase de cristianismo estamos actuando. Quiérase como se quiera significar el actuar: como la representación de un papel o como actuar de hacer, obrar, crear. Obrar para que "todos seamos uno" en dignidad, en justicia, en derechos humanos... Maravillosas utopías que nos recuerdan los títulos de nobleza que Jesús nos dio al llamarnos "sal de la tierra", "piedra de escándalo", "luz de la casa"... en caso que nos decidiéramos seguirle. Y vale seguirle en silencio, claro está, pero sin el grave abandono de lo político que ayude al silencio a obrar.

mtu@email.com

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