sábado, 14 de mayo de 2011
EN LA INTIMIDAD DEL OLEAJE
EL NACIONAL - Sábado 14 de Mayo de 2011 Papel Literario/1
Narrativa venezolana contemporánea: problemas, tendencias y transformaciones del campo literario
GUSTAVO GUERRERO
Hace ya casi un año, el 24 de abril de 2010, el Papel Literario del diario El Nacional publicaba los re- sultados de una encuesta en la que participamos un puñado de críticos, periodistas, libreros y escritores, y cuyo objetivo era fijar el canon de los libros más importantes de narrativa venezolana editados entre 2000 y 2009. Dos o tres meses antes, a cada uno de los encuestados se nos había pedido una lista de títulos ordenada del uno al diez y se nos dijo, además, que podíamos acompañarla con un breve texto para comentar, desde cualquier perspectiva, lo ocurrido en nuestro campo literario a la largo de esa década. Como la mayoría de los participantes, adosé así a mi lista un corto comentario en el que saludaba el reciente repunte de la narrativa de mi país y me hacía al final algunas preguntas sobre la posibilidad de describir dicho fenómeno a dos niveles distintos: por un lado, relacionándolo internamente con la situación que vive Venezuela; por otro, vinculándolo con la globalización de las industrias culturales y las últimas tendencias de la literatura latinoamericana.
Aunque no dispongo, en realidad, ni del espacio ni del tiempo suficiente para contestar ahora aquellas interrogantes como me gustaría hacerlo, sí quisiera aprovechar los veinte minutos que se me han concedido, para comenzar a esbozar unas respuestas que acaso sirvan de conjeturas o de hipótesis de trabajo abiertas a la discusión.
Recuerdo cuáles fueron mis preguntas: 1. ¿Podemos ver en el actual resurgimiento de la narrativa venezolana una extensión al terreno simbólico del combate de un sector de la sociedad civil contra la anacrónica epopeya que trata de imponerse desde el poder como único relato colectivo posible? 2. ¿Podemos ver en este fenómeno la necesidad de ir en busca de otras instancias de legitimación intelectual y literaria cuando se sabe que el espacio institucional y las instancias de legitimación de que el Estado venezolano dispone en el ámbito de la cultura, se han ido cerrando para aquellos que no participen de su credo político? 3. En fin, ¿estamos asistiendo a la entrada en la madurez de un campo literario que adquiere al fin una cierta autonomía gracias a la ampliación de sus públicos y a la internacionalización de su narrativa última? Voy a arriesgar mis respuestas siguiendo este mismo orden.
1. La primera pregunta ya ha sido contestada de distintas maneras por algunos de nuestros críticos aquí presentes y recientemente ha encontrado además una solución inteligente y honda en un artículo de Miguel Gomes, publicado en el último número de la Revista Iberoamericana de Pittsburgh (Gomes, 2010). Me refiero a su trabajo "Modernidad y abyección en la nueva narrativa venezolana". Allí Gomes reúne bajo la calificación de "fábulas del deterioro" sus análisis temáticos de las últimas novelas de Alberto Barrera, Ana Teresa Torres y Gisela Kozak, no sin advertirnos antes, en su introducción, que habría podido someter al mismo tipo de lectura a otros libros contemporáneos de varios narradores nuestros, como Oscar Marcano, Sonia Chocrón y Antonio López Ortega. Según el crítico, lo que acerca a todos estos autores es una común "estructura del sentimiento" (structure of feeling), en el sentido que Raymond Williams le ha dado a dicha expresión, es decir, un conjunto de experiencias, valores y creencias no enteramente interpretadas intelectualmente, pero que traducen y codifican contenidos afectivos bastante precisos y que, en nuestro caso concreto, se plasmarían en una poética del deterioro asociada a la imagen de la nación. Esta nueva narrativa se inspiraría, en buena medida, en la vieja tradición de lo abyecto dentro de la narrativa urbana de Venezuela y reformularía, actualizándolo, el estilo expresionista de Salvador Garmendia. Desde un punto de vista político, el factor que la caracterizaría, estaría constituido por un doble discurso: por un parte, encontraríamos "la desconfianza hacia la retórica mesiánica, heroica, didáctica que domina la vida pública"; por otra, y como complemento de lo anterior, el deseo de "un proyecto nacional que se traduzca antes en diálogo o matizada búsqueda de sentido que en maniqueísmo, división y contienda" (Gomes, 2010: 835).
No creo que sea necesario advertir que omito muchos aspectos y matices de la ponderada interpretación de Gomes, que me parece, en líneas generales, bastante acertada tanto en lo que toca a la hermenéutica de las novelas como por lo que respecta a la situación de Venezuela. Pero también siento que esa lectura puede extenderse en varios sentidos a lo largo y ancho de nuestro campo literario.
Porque la poética del deterioro no sólo es rasgo de nuestra narrativa reciente, sino que aparece además con más fuerza y evidencia en la obra de algunos poetas venezolanos de las últimas hornadas como, por ejemplo, Luis Moreno Villamediana.
Recordemos que es autor, entre otros libros, de En defensa del desgaste (2008) y que es dueño de una poesía escatológica, poderosa y original. Habría que subrayar asimismo la importancia de la difusión de esta temática en nuestro campo literario como toma de conciencia del fin de un ciclo histórico signado por el fracaso de los proyectos de modernización, tal y como se ha visto plasmado en otras literaturas latinoamericanas contemporáneas; pero habría que hacer la salvedad de que, en la venezolana, dicha conciencia adquiere una actualidad distinta por el papel crítico y compensatorio que viene a cumplir en una sociedad que tiene que bregar aún con el más tardío de sus proyectos modernos: el de una revolución. Esta, como ya ha escrito Ana Teresa Torres (Torres, 2009: 26-278), se sustenta simbólicamente en un vasto metarrelato épico que, desde 1998, o incluso antes, ha venido a reestructurar nuestra lectura del pasado en clave emancipatoria y al mismo tiempo nos fija un porvenir, postulando una teleología histórica, un providencialismo laico, que nos incitaría a retomar el combate heroico de los padres de la patria y nos obligaría a concluir su misión: construir un país soberano, democrático y moderno.
De un modo bastante oblicuo pero no menos eficaz, la poética del deterioro se alza desde el campo literario como el punto ciego de esta metanarrativa o, digamos, como aquello que este discurso ignora o no puede ver porque lo ha reprimido, como ese algo que aquí se traduce concretamente en la experiencia histórica del siglo XX y en la necesidad de sacar las conclusiones que nos deja a la hora de pensar una agenda de futuros posibles. No creo traicionar a Gomes si afirmo que, aunque luzca paradójico, la poética del deterioro no está hablando desde el exterior del discurso revolucionario sino más bien desde su propio centro, que es un centro vacío, y desde allí le está diciendo cosas que éste no escucha pero que la realidad va volviendo cada día más evidentes. Quizás por ello tenemos tan a menudo la impresión de que, en la Venezuela de hoy, sólo el discurso de la literatura corre el riesgo de ser auténticamente realista y verdaderamente contemporáneo. Hijo de su espacio y su tiempo, no sólo ha hecho el duelo de las utopías revolucionarias del siglo XX sino que ha sabido emprender una relectura crítica de la nación, sus narrativas y sus símbolos, para abrirles las puertas a otras formas de comprensión de nuestra historia y de nuestra identidad.
Esto último nos emparenta con el proceso de otras literaturas latinoamericanas que, en años recientes, han conocido experiencias similares, como, por ejemplo, la mexicana y la cubana. La primera, como es sabido, ha tenido que ir desmontado gradualmente el arraigado metarrelato nacionalista y revolucionario elaborado durante más de medio siglo por el PRI y, en el plano de la reformulación crítica de los imaginarios y las ideas, ha desempeñado un papel determinante en la transición democrática del país. Es aleccionador, es estimulante que sea México, un país donde se discutió como en pocos el tema de la identidad nacional a lo largo del siglo XX, el que haya situado en el corazón de su literatura y su debate intelectual postmoderno la denuncia de la ideología nacionalista en tanto mecanismo de poder que impidió durante mucho tiempo el desarrollo de una democracia auténtica. Antropólogos como Roger Bartra, historiadores como Claudio Lomnitz, críticos literarios como Christopher Domínguez Michael, novelistas ya consagrados como Carlos Fuentes o Sergio Pitol y otros más jóvenes como Jorge Volpi o Álvaro Enrigue, todos fueron aportando a lo largo de las tres décadas que han pasado, los elementos para una crítica del nacionalismo revolucionario mexicano y para un redimensionamiento del concepto de nación.
Es verdad que las tensiones entre la unidad de lo nacional y la diversidad de lo cultural son un tema bastante más viejo en América Latina y en México: también Jorge Cuesta y Juan Rulfo le dijeron muchas cosas a la Revolución Mexicana que la Revolución Mexicana no quería oír. Pero no es menos cierto que, desde los años ochenta del siglo XX, este tema adquiere una actualidad distinta, ya que la globalización económica y tecnológica, al plantear una redefinición de la autonomía del Estado y de su margen de maniobra política en los más distintos sectores de la sociedad, fue suscitando una crisis general de los referentes tradicionales de la identidad colectiva, al tiempo que abría las puertas a una revalorización de otras formas de identidad que habían sido ignoradas, ocultadas o perseguidas por el proyecto centralista del Estado-nación moderno.
Tal y como ha señalado Jesús Martín-Barbero, hemos asistido a la par a una "liberación de las diferencias" y a un "descentramiento de lo nacional" que reflejan el resquebrajamiento del papel de la nación como totalidad que trasciende a las personas, los grupos y las clases, como comunidad de destino que representa el horizonte último de las prácticas sociales (Martín-Barbero, 2001: 154).
La literatura mexicana vive intensamente este proceso que acompaña la transición hacia la democracia y que, repito, no es muy distinto al que, a mi modo de ver, conoce hoy la literatura venezolana. Porque también en Venezuela se ha ido efectuando, desde distintos frentes, una revisión de la idea de nación y se han ido cuestionando sus fundamentos tradicionales, de cara de cara a un proyecto revolucionario que maneja la identidad nacional, a la manera populista, como una estratagema de exclusión política. Tendría que mencionar aquí los trabajos de muchos de nuestros historiadores sobre el culto a la personalidad de Bolívar, tendría que mencionar los trabajos de muchos de nuestros críticos literarios sobre la cultura nacional y letrada de nuestros siglos XIX y XX, tendría que mencionar, en fin, los numerosísimos ensayos de nuestros escritores, dispuestos en una gama que va desde el ya citado libro de Ana Teresa Torres, La herencia de la tribu (2009), hasta las tres o cuatro cuartillas que ocupan los agudos comentarios de Gustavo Valle sobre el imaginario de los billetes de banco venezolanos (2005). Lo esencial, sin embargo, es comprobar la existencia de una problemática afín que dibuja hoy un arco secreto entre el proceso del campo literario mexicano y el venezolano, y probablemente explica por qué no han sido pocos los intelectuales mexicanos que se han interesado en el caso de Venezuela de un modo muy especial, como no lo han hecho otros latinoamericanos. Sin lugar a duda, han visto en nuestro país la posibilidad de encontrar algunas luces para interpretar su propia historia reciente, como también nosotros podríamos encontrarlas releyendo la historia de México.
La literatura cubana es el otro espejo donde se ven algunos rasgos de nuestro propio campo de una manera tan ostensible que es difícil no advertir en ella la extendida presencia de una poética del deterioro análoga a la nuestra y que recorre las más diversas obras y autores. En efecto, de La nada cotidiana (1995) de Zoé Valdés a Un arte de hacer ruinas (2005) de Antonio José Ponte, la producción de las letras cubanas en los años noventa y dos mil se ha visto dominada en gran parte por las temáticas de la enfermedad, la depresión, la degradación y el desencanto justo en el momento en que la Revolución, tras el final de la Guerra Fría, entra en lo que se ha llamado el "Período Especial" y da un claro giro ideológico hacia un acendrado nacionalismo.
Es imposible no citar aquí el nombre de Rafael Rojas como uno de los principales historiadores y ensayistas que han elaborado una soberbia crítica de este nuevo rumbo cultural de la Revolución y de sus consecuencias políticas en sus Tumbas sin sosiego (2006). Pero quisiera insistir asimismo en el papel que ha desempeñado la obra del ya mentado Antonio José Ponte y, en especial, su ensayo El libro perdido de los origenistas (2002) donde consagra unas páginas lúcidas y valientes a cuestionar el mito de Martí y el papel que dicho mito ha jugado como instrumento del poder en el imaginario político cubano.
En consonancia con el cuestionamiento que se ha hecho entre nosotros del culto a la figura de Bolívar, Ponte ve en la crítica a Martí un paso necesario para la formación de un panteón politeísta y abierto que permita repensar la nación cubana de cara al porvenir en términos plurales. Porque es evidente que uno de los problemas mayores que platea el héroe único es el de la fidelidad a un pensamiento único y a un único modelo en la construcción de las identidades colectivas, dos actitudes que no favorecen la emergencia de una nación diversa, respetuosa de las diferencia y multicultural.
En este sentido, y tratando de responder a la pregunta que me hacía al principio, creo que, más allá o más acá de cualquier teoría del reflejo, la articulación entre el reciente repunte de la narrativa venezolana y la situación actual del país se produce, en última instancia, a través de la aparición de una literatura que puede ser leída, en su conjunto, como una alegoría crítica de lo nacional, para jugar con la conocida fórmula de Frederic Jameson. Dicha alegoría no sólo responde al metarrelato único con una multitud de relatos diferentes, no sólo opone a la epopeya colectiva una serie de aventuras individuales, no sólo relee la historia de un modo que muestre que es imposible totalizar su lectura. Además, como en Cuba, constituye el espacio simbólico de un largo duelo, el de nuestro último proyecto modernizador y, como en México, es ya una forma de preparar el país del futuro y de sentar las bases intelectuales de la transición democrática que vendrá.
2. Para tratar de responder a las otras dos preguntas voy a ser un poco más breve. Con la segunda, me interrogaba sobre la posibilidad de vincular el repunte de nuestra narrativa a la necesidad que puedan sentir muchos de nuestros escritores de ir en busca de otras instancias de legitimación intelectual y literaria cuando se sabe que el espacio institucional y las instancias de legitimación de que el Estado venezolano dispone en el ámbito de la cultura, se han ido cerrando para aquellos que se oponen a su credo político. La repuesta me parece bastante obvia. Hace unos cuatro años, haciendo un balance de la situación de nuestro campo literario, Ana Teresa Torres escribía: "En la actualidad, a las principales convocatorias del gobierno (encuentros de escritores, ferias del libro, festivales de poesía) y a los encuentros internacionales que cursan invitaciones oficiales a Venezuela, solamente son requeridos los escritores oficialistas, casi siempre los que forman parte de la nómina burocrática.
Los escritores opositores denuncian públicamente que su participación ha sido excluida; otros, la mayoría, se excluye voluntariamente y su ausencia es notoria en los actos y en las celebraciones de los escritores oficialistas (y a la inversa). Los premios nacionales comienzan a girar sospechosamente entre los incondicionales..." (Torres, 2006: 913-914). Sólo cabe agregar, para completar la respuesta, que dos cambios mayores que se han producido en los últimos treinta años, hacen posible que el escritor encuentre hoy otras fuentes de legitimidad al margen del aparato institucional del Estado. Me refiero al crecimiento del sector editorial privado con el impacto de la globalización y al desarrollo de un público lector local que consume literatura venezolana.
Si, a diferencia de lo que ocurría hace treinta años, Federico Vegas, Alberto Barrera y Francisco Suniaga, por ejemplo, no necesitan de las imprentas de Monte Avila Editores para publicar sus novelas ni dependen ya de los premios nacionales para adquirir un cierto reconocimiento público en tanto y en cuanto escritores, es porque en la actualidad se puede publicar y se puede conseguir un reconocimiento de otras maneras.
De hecho, la distancia entre el reconocimiento institucional, que da el aparato del Estado, y el reconocimiento literario, que dan los lectores y la crítica, se ha ido ensanchando, hasta formar un foso para muchos infranqueable. Pero yo tengo para mí que es una situación que no puede menos que celebrarse porque nos da la medida de la autonomía que ha ido adquiriendo el campo literario venezolano frente al Estado y el poder político, lo cual nos conduce naturalmente a mi tercera pregunta.
3. ¿Estamos asistiendo a la entrada en la madurez de un campo literario que adquiere al fin una cierta autonomía gracias a la ampliación de sus públicos y a la internacionalización de su narrativa última? Sí, evidentemente, aunque no disponemos de estadísticas de lectura que permitan medir con precisión el aumento de los públicos en Venezuela, ni sabemos exactamente cuánto en este aumento responde a un verdadero interés de los lectores por la narrativa del país, y cuánto es el resultado de la escasa diversidad de la oferta en librería y de la dificultades creciente de los libreros para importar libros.
Por lo que respecta a la internacionalización de la narrativa venezolana última, hay que señalar que estamos hablando de un fenómeno todavía bastante limitado y que no alcanza la importancia que debería adquirir en nuestro mundo global por toda una serie de razones que no tienen que ver con la calidad o la excelencia literaria. Por un lado, está así la falta de dinamismo de un sector editorial que ha hecho muy poco por extender la circulación internacional de los libros y los autores editados en Venezuela, y que no ha desarrollado la venta internacional de derechos de traducción. Ya es prácticamente un lugar común quejarse de la ausencia de la literatura venezolana en las principales ferias del libro en Latinoamérica y Europa. Pero es de reconocer que tampoco son muchos los escritores venezolanos que han tratado de construirse una carrera internacional migrando a los principales centros editoriales y literarios de nuestro idioma (Barcelona, Madrid, México y Buenos Aires), como sí lo han hecho un buen número de jóvenes autores cubanos, argentinos o colombianos que se llaman, por ejemplo, Juan Gabriel Vázquez, Antonio José Ponte o Rodrigo Fresán. Nuestra literatura diaspórica es todavía muy reducida como para pesar realmente en la escena latinoamericana global. Por otra parte, está el problema del selectivo apoyo del Estado a la hora de promocionar a los autores venezolanos actuales, así como también la ausencia de políticas de difusión internacional de la literatura venezolana que puedan compararse con los programas de apoyo a la traducción que desarrollan países como México, Argentina y España. Este es un punto capital en las estrategias de internacionalización actuales. Si se tiene en cuenta que, dentro del mercado europeo, que es el mercado donde más se traduce hoy, el costo de una traducción puede llegar a representar hasta un 35% del costo total de un libro, se puede entender entonces la extensa difusión que han tenido en los últimos tres o cuatro años en Europa los jóvenes autores mexicanos o argentinos gracias a los programas de subvención de la traducción.
* Aunque creo que este problema de la internacionalización es la asignatura pendiente de la nueva narrativa venezolana, quisiera terminar, sin embargo, con una nota optimista. Bourdieu enseña que una generación literaria no alcanza su madurez hasta que no genera un público propio. A diferencia de lo que ocurría hace treinta años, hoy los narradores venezolanos tienen lectores venezolanos y gracias a ellos cuentan con un capital simbólico y un impacto social infinitamente superior al de sus predecesores. Esto es una conquista mayor y, a mi modo de ver, constituye la transformación más importante que se ha producido en nuestro campo literario porque, como ya lo dije, lo dota una autonomía inédita.
En el otro frente, el exterior, los lectores extranjeros, que ya empiezan a llegar, seguirán creciendo porque la circulación de contenidos va acelerándose a través de la Red y con la desmaterialización del libro probablemente se extienda de un modo que hoy ni siquiera podemos imaginar. Tarde o temprano, escritores globales lo seremos todos. Por el contrario, y aunque luzca paradójico, quizás lo más complicado en el futuro será hacer lo que ya han hecho muchos escritores venezolanos, es decir, conquistar, preservar y ampliar a sus públicos locales. Esta es, para mí, la transformación más importante de nuestro campo literario en los últimos treinta años.
Hoy los venezolanos leen literatura venezolana, estudian literatura venezolana y celebran la literatura venezolana. Creo que ver en ello motivos suficientes para seguir siendo razonablemente optimista sobre el futuro y para saludar otra vez este brillante repunte de nuestra narrativa ultima.
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Alexandra Blanco,
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