sábado, 21 de mayo de 2011

¿NOS OLVIDÓ ÉL?


EL NACIONAL - Sábado 21 de Mayo de 2011 Papel Literario/1
Homenaje
Para no olvidar a Juan Nuño
ANA NUÑO

El pasado 5 de mayo se cumplieron 16 años de la muerte de Juan Nuño. Semejante lapso parecerá desmesurado a algunos. Por mi parte, lo que se me antoja tal es la capacidad de olvido de muchos, que hasta anteayer celebraban el haber conocido a Nuño y jaleaban su obra, y hoy parecen aquejados de la dolencia diametralmente opuesta a la que condenaba a un famoso personaje de Borges a no poder olvidar nada.
Como la queja, además de repelente, es inútil --para decirlo con la pulcritud del querido Juan Sánchez Peláez--, habrá que hacer algo para recordar quién fue Juan Nuño y por qué su obra no merece ser consignada sólo a beneficio de inventario. En España la obra de Nuño ha comenzado a circular de nuevo, en Venezuela hay interés por rescatar algunos de sus escritos. Y en 2012, con motivo del 85 aniversario de su nacimiento, el Instituto de Filosofía de la UCV anuncia la organización de un evento académico en torno a su legado filosófico. Ojalá no naufraguen estos proyectos en alguna de las muchas tormentas que sacuden y sacudirán a Venezuela, o sencillamente ante nuestra inveterada costumbre de postergar la acción a las calendas griegas. Mientras, y para conjurar el dejarlo todo al azar y al olvido, un flashback personal
1 sobre Juan Nuño.

Juan Antonio Nuño Montes nació en Madrid, el 27 de marzo de 1927, en una familia de origen y perfil económico modestos. Primogénito de cuatro hermanos, se crió en un ambiente ajeno a actividades e intereses intelectuales o culturales. Tras recibir su primera formación en el Instituto de los Hermanos Maristas, quiso estudiar la carrera de Filosofía en la Universidad Central de Madrid. Un año de frecuentación de esta institución lo llevó a comprender que o abandonaba su sueño filosófico, o bien debería emigrar a tierras más propicias al libre magisterio de su vocación. La filosofía impartida en la década de 1940 en la antecesora de la actual Complutense permitía ciertamente hacerse con los arcanos de la escuela aristotélico-tomista del padre Suárez, pero poco más. Nuño ya entonces era dolorosamente consciente de lo provinciano y mediocre de la vida intelectual en aquella España de la posguerra civil. Hubo un factor añadido, que incidió en su decisión de buscar horizontes menos estrechos: para pasar de curso, además de aprobar los preceptivos exámenes, era recomendable acreditar inscripción en el Movimiento Nacional. Nuño, que había logrado atravesar la adolescencia virgen de adscripción a este aparato de encuadramiento político y social y sus múltiples tentáculos, y ante el panorama de una formación académica rancia y pobretona, decidió emigrar a Venezuela. La elección de este país --en lugar de México o Argentina, donde se había radicado la mayor parte del exilio intelectual y académico español-- obedeció a razones económicas: poco antes, un pariente suyo se había radicado en Caracas, lo que le garantizaba un destierro --en principio-- libre de tropiezos y penurias.

Ese azar familiar resultó providencial. En 1947, el mismo año en que Nuño tomó la decisión de emigrar, Juan David García Bacca (1901-1992) se instalaba en Caracas, procedente de un exilio viejo ya de una década, que lo había llevado a París durante la Guerra Civil y posteriormente a Ecuador y México.

El gran filósofo, pionero en España de la Filosofía de las ciencias (suele olvidarse que García Bacca fue miembro del Círculo de Viena), pasó a integrar, poco después de su llegada a Caracas, el equipo docente de la moderna Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela (UCV), impulsada en 1944 por Mariano Picón Salas y por dos figuras del exilio español, hoy casi del todo olvidadas en su país de origen: el barcelonés Domingo Casanovas y el mallorquín Bartolomé Oliver, quienes ejercieron de decanos de la joven facultad, respectivamente, en 1947-1950 y 1950-1951. El mismo García Bacca, por su parte, ocuparía el decanato en 1958.

Nuño podía, al fin, cursar la carrera filosófica con unos contenidos y en un marco docente definidos con criterios más amplios y actuales. Al obtener la licenciatura en 1951, en la primera promoción egresada de la nueva facultad, recibió una beca de ampliación de estudios que le permitió asistir durante un año a los cursos de Lógica impartidos por David Pears en la Universidad de Cambridge.

Y de 1952 a 1953 se instaló en París, donde cursó estudios de postgrado en la Sorbona, bajo la dirección de Maurice Merleau-Ponty.

Es en estos dos años cuando el joven filósofo se zambulle en sendas corrientes que acabarían marcando su trayectoria, si bien sólo una de ellas, la logicista, acabó convirtiéndose en su auténtica pasión filosófica. Pero en la década de 1950 y hasta entrada la siguiente, un ya combativo y polémico Nuño se sintió especialmente atraído por la vertiente francesa de la escuela de Husserl. Valga decir, por una fenomenología más humanista que la husserliana --y alejada del enmarañado bosque del Ser heideggeriano-- que ponía a su alcance unas herramientas de análisis menos desatentas a la condición existencial del hombre.

Huelga decir que ya entonces Nuño manifestaba escasa inclinación por las ontologías de cualquier cuño.

A su regreso a Venezuela, a fines de 1953, se incorporó al equipo docente del Instituto de Filosofía de la UCV, fundado y a la sazón dirigido por García Bacca, en quien Nuño siempre reconoció a su principal maestro. García Bacca vio entonces en él a su discípulo más aventajado, a tal punto que el joven profesor heredó del maestro la cátedra de Filosofía Antigua. Nuño hubiese podido ceñir su ámbito de intereses profesionales a este honorable coto, que ocupó durante dos décadas. De hecho, desarrolló una carrera académica sin tacha que lo llevó a jubilarse como profesor titular a los 52 años, tras crear (en 1960) y dirigir el Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia del Instituto (1962-1964) --que volvió a dirigir de 1975 a 1979-- y fundar la cátedra de Filosofía Contemporánea y Lógica Matemática (1965). Ya jubilado, instauró los primeros estudios de Postgrado en Filosofía de la UCV, con especialización en Lógica, Análisis del lenguaje y Filosofía de la ciencia.

Su carrera académica lo llevó a convertirse en un "admirable helenista" --la fórmula es de Alejandro Rossi-- y en un magnífico especialista en Platón. Sobre el que dejó, además de El pensamiento de Platón, el importante estudio, más técnico, sobre La dialéctica platónica que constituyó su trabajo de doctorado, bajo la dirección de García Bacca, y apareció publicado con prólogo de José Gaos (1900-1969).

En la década posterior a su regreso a Venezuela, además de su actividad docente --interrumpida durante los últimos dos años de la dictadura de Pérez Jiménez, quien clausuró la UCV-- y de la preparación de su doctorado sobre Platón, Nuño desarrolló una actividad intelectual asimismo marcada por un genuino interés en el marxismo y la obra de Sartre (sobre la que escribió un luminoso libro y de la que acabó siendo un crítico riguroso y escéptico). La punta más visible de este iceberg fue su participación en la creación, en 1960, de la revista Crítica Contemporánea, una de las plataformas de crítica y debate de ideas más influyentes de su momento en Hispanoamérica.

Despuntaba entonces otra vertiente de la actividad intelectual de Nuño, que no sólo no lo abandonaría, sino que acabó siendo su pasión preponderante: aplicar las herramientas del análisis filosófico a fenómenos no filosóficos propiamente dichos, pero que su formación y capacidad lo habilitaban para abordar con la mayor hondura. La tendencia a considerar como no ajenos a los intereses de un filósofo temas o tendencias de actualidad e interés contemporáneos señala una de las más claras divisorias entre el desarrollo de su trayectoria filosófica y su estatus de profesor de filosofía. Y es que, así como descreía en el interés para el pensamiento filosófico de los grandes sistemas ontológicos, Nuño recelaba del confinamiento del ejercicio de su disciplina en el recinto de la especialización académica. Su ideal de filosofía comportaba, ciertamente, el dominio de una técnica, pero de ningún modo admitía reducirse a él. De ahí también sus sucesivos compromisos con causas que poco o nada tenían que ver con las preocupaciones al uso en el mundo académico, y en cambio mucho con la libre asunción de su condición de intelectual: su denuncia de la situación padecida en la URSS por los refuseniks judíos, por ejemplo, o su brillante enfoque del antisemitismo de izquierdas y sus raíces marxistas. También esa concepción abarcadora del ejercicio de su profesión explica el que durante las décadas de 1960 y 1970 ejerciera, con rigor y amenidad parejos, la crítica cinematográfica, publicando regularmente reseñas y ensayos en revistas especializadas y generalistas, como Cine al Día y Summa, que acabó recogiendo en volumen. A despecho de la osadía que siempre entrañan estas comparaciones, no sería inexacto aplicarle a Nuño aquello que Cicerón decía de Sócrates: que había hecho que la filosofía bajara del cielo a la tierra, hasta hacerla entrar por las casas de los hombres. Más humildemente --sin duda, también, más pragmáticamente--, Nuño, ateo irredento y por tanto poco dado a escrutar los cielos, sacó a la filosofía de las aulas y la hizo confrontarse con las ideas y los hombres que pueblan el mundo.

La tercera vertiente de la obra de Juan Nuño ya ha sido mencionada: aquel interés por la lógica que lo condujo al seminario de Pears, el principal especialista de la época en Ludwig Wittgenstein y traductor, junto con Brian McGuinness, del Tractatus. Interés temprano que fue fortaleciéndose, hasta cubrir el horizonte propiamente filosófico de sus actividades profesionales. Llegado a un punto, tuvo la honestidad de reconocer que su formación había sido deficiente en cuanto a dominio de las matemáticas y la lógica formal, y el añadido arrojo --siendo ya un reconocido especialista en Platón-- de reorientar su carrera, sometiéndose a un nuevo periodo de formación doctoral. Así, en 1964 dedicó su primer año sabático a estudiar en Suiza con Iosef Bochenski, discípulo de Lukasiewicz y a la sazón el más influyente historiador y metodólogo de la lógica matemática. Hijo directo de esta etapa es el único manual técnico que escribió Nuño: Elementos de lógica formal. El ejercicio de su nueva y definitiva orientación surtió efectos notables en el ámbito académico: fue él quien introdujo en el ámbito institucional de la Filosofía en Venezuela, entre otras, nada menos que las obras de Ludwig Wittgenstein, Rudolf Carnap, Willard Van Orman Quine y Alfred Tarski.

Los últimos quince años de su vida sobre todo los dedicó Nuño a intervenir con sus análisis, desde diversas tribunas de prensa, en los más variados asuntos. Pero sería un error ver en esta actividad una afición de diletante, añadida a una carrera académica exitosa y ya concluida. Tampoco sería acertado caracterizarla echando mano de las categorías al uso en los medios de comunicación. Nuño no fue un comentarista más o menos especializado en temas específicos, de los que era capaz de abordar un amplio abanico, extrayéndolos de la actualidad política, la Historia, la Literatura o los simples lugares comunes de las opiniones de sus contemporáneos. Pero cualquier lector de esta parte de su obra comprende de inmediato que tiene delante un corpus, a la par que heterogéneo, coherente: conocimientos adquiridos y refinados durante más de treinta años de ejercicio de la Filosofía, aparecen aquí perfectamente aclimatados a una función crítica esencial: contribuir al desvelamiento de las falacias e imposturas --los idola fori, habría dicho Bacon-- que impiden la cabal comprensión del mundo en que vivimos. En última instancia, un objetivo invariablemente perseguido por Nuño en sus tres facetas filosóficas: la de helenista, la de especialista en Lógica, Filosofía del lenguaje y Filosofía de la ciencia, y la de intelectual comprometido con sus coetáneos.

La valoración de la obra de Juan Nuño, se la dejo al también filósofo Alejandro Rossi: "Obra firme, erudita, original, entre lo más recordable de la filosofía en lengua española contemporánea".

2 Del hecho genético de ser hija de Juan Nuño no se desprende forzosamente la consecuencia de que no llegara a conocerlo.

Ya se sabe: nuestros seres más próximos y queridos se nos vuelven invisibles con el trato cotidiano, y la costumbre nos conduce a fijar la imagen que de ellos tenemos en una estampa clara, pero también simplificada. Juan Nuño era mi padre, claro, pero nunca alcancé siquiera a figurármelo principalmente como tal. Todo el mérito, por descontado, es suyo, ya que sin dejar de serlo, también fue, naturalmente, muchas otras cosas. Un amigo, un consejero, un compañero. He dicho "naturalmente" porque era todas esas cosas sin impostación o esfuerzo, y me consta que también lo fue con quienes lograban penetrar en el recinto de su intimidad.

Si la palabra no estuviera tan cargada de connotaciones negativas, diría que Nuño fue ante todo un intelectual a carta cabal. Su modo de estar en el mundo --perdóneseme la tautología-- era precisamente ése: estar en él. No se sentía ajeno a nada de lo que aconteciera a su alrededor y que tuviera un impacto en nuestras vidas: la política, el debate de ideas, la ciencia. La literatura, el cine, la música. De todo ello se nutrió y sobre casi todo escribió, y aun sobre fútbol, una de sus pasiones, nos dejó un iluminador ensayo.


3 Si tuviera que resumir en una sola palabra la impresión que me producía verle y conversar con él, no dudaría un instante: un viaje. Ojo: no una aventura, sino un trayecto deseado y planificado a través de una comarca que se ha decidido recorrer para descubrirla o conocerla mejor. A veces el viaje era real: Juan Nuño adoraba viajar.

Más de una vez le oí decir que su ideal de vida consistía en no tener casa propia y poder vivir en un hotel, preferiblemente en una ciudad desconocida. Al placer de descubrir --y además sin ser descubierto: anónimamente-- sumaba el de compartir sus descubrimientos con amigos y familiares. Pero aun si no se viajaba físicamente a su lado, bastaba con conversar con él para acabar descubriendo algo nuevo. Y no sólo porque sus ideas y reflexiones fueran casi siempre originales o sorprendentes, sino porque hablando con él se sacaban a la luz pensamientos que no habíamos formulado antes, por pereza o falta de debida atención. De un modo aparentemente casual, Nuño llevaba a su interlocutor de la mano hasta un ámbito que podía reconocer como nuevo y a la vez propio. Un ámbito mental, sin duda, pero no por ello menos amable. Sin proponérselo, pues --aunque esto quizá sea cierto sólo a medias--, Nuño aplicaba en su conversación una variante, afortunadamente menos didáctica, de la mayéutica socrática.

Había una contradicción insalvable entre su verdadero carácter y la imagen que de él podían tener quienes sólo lo conocían a través de sus escritos, sobre todo si habían sido objeto de alguna de sus mordaces críticas. Era un hombre genuinamente reservado y dotado de una finísima sensibilidad, lo que le hacía detestables las multitudes en cualquiera de sus formas. Pero era todo salvo un misántropo, y siempre que podía buscaba la compañía de amigos, que procuraba enmarcar en ocasiones placenteras y gratificantes: una buena comida, la visita a un museo, un paseo por un hermoso rincón de la ciudad donde se encontrara. Detestaba sentar cátedra, es decir, reducir a sus interlocutores a la condición de público o comparsas. De ahí le venía también, creo, su detestación de filósofos claramente afectos al monólogo, como Ortega o Heidegger, y su embeleso por pensadores y escritores que ejemplifican la urbanidad del diálogo, de Bertrand Russell a Borges, de Oscar Wilde a Orwell.

Sólo quienes no saben de la verdadera circunspección pueden asombrarse de que alguien reservado también sea un feroz polemista.

Quien no gusta de banderías, sectas y capillas, en realidad, es mucho más libre de formular públicamente sus ideas; no le debe, a la hora de pensar por su cuenta, nada a nadie, y sólo se debe a sus convicciones. Nuño tenía merecida fama de polemista temible, es cierto. Pero había algo más, algo que no sólo infundía respeto, sino que hacía que sus lectores, o muchos de ellos, se sintieran más inteligentes después de haber leído sus comentarios, lúcidos, honestos y, a ratos, acerados. Junto a una prosa magnífica --un castellano límpido, sin afeites retóricos, claro y preciso y a la vez elocuente--, Nuño ponía en práctica esa virtud clásica en autores seguros de sus ideas y maduros en el dominio de sus herramientas, que consiste en apelar a la inteligencia del lector. Nunca incurría en la grave falta ética de suponerle menos luces de las que él tuviera, y por descontado, no buscaba halagarlo alimentando sus prejuicios.

Referiré sólo una anécdota para ilustrar el impacto que tenían en sus lectores caraqueños los artículos de opinión que, en los últimos años de su vida, publicaba semanalmente en varios diarios de la capital venezolana. Sucedió días después de su muerte. Yo había ido a la oficina de correos donde Nuño tenía residenciado su apartado postal, a retirar la correspondencia que se hubiera acumulado. Una empleada se acercó a preguntarme si era yo familiar "del señor Nuño". Sabía de la muerte de mi padre por la prensa: todos los periódicos del país publicaron la noticia, los más importantes en primera plana, y durante semanas acogieron homenajes en forma de comentarios a su obra y testimonios de amigos. Después de darme el pésame, aquella mujer --una empleada de correos, insisto, no una universitaria o una profesional-- pronunció, con palabras simples, el mejor homenaje póstumo con el que puede soñar un pensador: "No sabe cuánto vamos a echarlo de menos".

Por fortuna, podemos mitigar esa nostalgia leyendo y releyendo a Juan Nuño.

(1)Este texto es un fragmento de "Acercamiento a Juan Nuño", prólogo a la reedición en 2007 de El pensamiento de Platón, de este autor, por el Fondo de Cultura Económica (col. Heteroclásica).

2. Alejandro Rossi, "Juan Nuño", Vuelta, México, julio de 1995, p. 52.

3. "Razón y pasión del fútbol", Vuelta, México, nº 116 (julio de 1986), pp. 22-26.

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