lunes, 30 de mayo de 2011

DESTELLO

EL NACIONAL - Jueves 26 de Mayo de 2011 Opinión/10
Castro, 1989
COLETTE CAPRILES

Signo inequívoco del hastío que provoca este régimen que languidece: gente escudriñando en la historia, especialmente en la reciente, en esa que forma parte de la memoria propia (o más bien: aquella que se construye con la memoria de los que la vivimos), y que precisamente es el pedazo de historia que desde el poder se ha pretendido emborronar con más saña, buscando hacerse con una genealogía comprada y prêt-àporter. La ridícula frontera entre una cuarta y una quinta repúblicas se desmorona como un muro de Berlín de cartón.

Muro que, de piedra y fuego, sí estaba siniestramente en su lugar cuando Castro apareció como coprotagonista de la toma de posesión de Carlos Andrés Pérez, en febrero de 1989. De esa visita de Castro no se suele hablar demasiado: el régimen no alcanzaría a explicar la amistad y la comunidad de intereses que unió a estos personajes; y entre quienes saludaron alborozados la ocasión mediante un manifiesto muy firmado figuran, por su parte, no pocos influyentes miembros de la actual oposición política. No abundan entonces los comentarios.

El doctor Luis Enrique Alcalá en su blog (doctorpolitico.com) nos ofrece uno interesante porque va aderezado, además, por el texto de aquel saludo y las rúbricas de sus firmantes. No coincido con la apreciación del autor en este caso, puesto que el doctor Alcalá termina formulando un melancólico reclamo a quienes, en su opinión, no han presentado pública retractación de aquella simpatía.

Más bien creo que hay otras cosas que subrayar en este caso. Por ejemplo, que se trataba de la toma de posesión del primer presidente reelegido en la historia democrática del país. La pesadilla de la reelección se había cumplido, abriendo las esclusas del fortalecimiento del personalismo, y, como resultó evidente luego, a la degradación de los partidos políticos, incapaces de reconstruir su dinámica institucional.

Pero, al mismo tiempo, se trató del mismo individuo que intentó deslastrar al país de un modo de concebir la acción del Estado y sus instituciones que ya había mostrado sus límites. No quedaba mal que su vínculo con el patriarca de la izquierda se pusiera de manifiesto justo en el momento en que se disponía a abandonar la lógica del populismo.

Castro, por su parte, tendría sus razones. Y los acontecimientos de ese año las justifican. No me refiero únicamente al brusco desvanecimiento del bloque soviético, del cual no sabemos si tuvo Castro alguna intuición que le movió a refrescar sus alianzas regionales. Pienso más bien en el caso Ochoa, que unos meses después significaría una crisis gigantesca mostrando la corrupción que sostiene al régimen cubano y la brutal respuesta estalinista correspondiente.

Que algunas élites, especialmente las intelectuales, pudieran para entonces seguir profesando admiración por la figura de Castro es una cuestión que no debería molestar sino a este Gobierno, puesto que demuestra, por una parte, que la izquierda tuvo siempre lugares de poder desde donde manifestarse, y afirma también, por implicación, que no es la izquierda la que gobierna hoy.

Claro que, a la luz de este volver la mirada sobre lo reciente, cabe la rendición de cuentas. El éxito de La rebelión de los náufragos, de Mirtha Rivero, prueba que se está revisando la barata escenografía con la que el chavismo ha decorado su propia trayectoria, esa parábola que toca a su fin, y que hay quienes están dispuestos a extraer de aquellas experiencias algunas lecciones para lo que se avecina. En todo caso, vale el examen de conciencia, aunque no sea en público.

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