EL NACIONAL, Caracas, 04 de Abril de 2002
Oscar Niemeyer
Enrique Beracasa B.
En
días pasados, he tenido la oportunidad de visitar una exposición
retrospectiva dedicada al arquitecto brasileño Oscar Niemeyer,
considerado por algunos como uno de los grandes
renovadores de ese difícil y sutil oficio durante el siglo XX. Nacido
en 1907 en Río de Janeiro, representa ese delicioso cóctel de razas que
tanto le ha dado a nuestro continente, mezcla de antepasados
portugueses, alemanes, árabes y una pizca de indio y de negro que nunca
puede faltar, como bien lo recordaba Miguel Otero Silva. Su ideal,
durante toda su vida, fue la reivindicación de la curva “libre y
sensual”, y el desdén del ángulo recto –ese mismo que hierve a 90
grados, como lo sabe cualquier alumno de primaria bolivariana–,
horroroso invento de la humanidad y de un enfermo mental llamado
Pitágoras.
En
el año 1956, le llegó su hora de gloria, cuando su alto pana Juscelino
Kubitschek, recién electo presidente de Brasil, le encargó nada más y
nada menos que el diseño de una nueva ciudad capital, Brasilia. Es
evidente que las vinculaciones de ambos personajes con la Internacional
Comunista han tenido mucho que ver con esta decisión que engulló varios
millardos de dólares de las reservas de un país en vías de desarrollo, y
a todas luces achacado por cierto delirio de grandeza.
Para
diseñar su proyecto, Niemeyer se planteó el respeto de dos premisas
fundamentales: la primera, que el plano de una nueva ciudad debe influir
para crear un nuevo orden social, basado en los valores que motivan su
diseño; y la segunda, que esa flamante ciudad sirva como modelo de
comportamientos sociales radicalmente nuevos, y que por ende sea un
ejemplo para rescatar al resto del país. O sea, dicho en pocas palabras,
quiso romper brutalmente con la historia y las tradiciones de una
nación, al modificar sus estructuras sociales y sus valores culturales.
Colosal programa, sin duda alguna.
Habiendo
transcurrido ya más de 40 años de la inauguración de la obra, los
resultados saltan a la vista: Brasilia es una ciudad concebida para
automóviles y aires acondicionados, no para seres humanos normales. Las
distancias son gigantescas, y nadie puede caminar, so pena de ser
transformado en el propio churrasco por un sol inclemente. No hay
árboles o matas que den tan siquiera un poco de sombra. La población
está esencialmente compuesta por burócratas y políticos (¿qué más?),
atraídos por la oferta de unos sueldos dobles y de grandes viviendas,
que no piensan sino en largarse a S„o Paulo o a Río de Janeiro en cuanto
llega el fin de semana. Las formas arquitectónicas curvas ya no lucen
naturales ni actuales, y las construcciones han envejecido mal:
chorreados y manchas compiten con los aires acondicionados de ventana
para afear fachadas y estructuras.
En
cuanto a los pobres, que se suponía debían ser los grandes beneficiados
de esta revolución, nada ha cambiado para ellos: apenas consiguen
escasos empleos en la construcción o en la industria, y tienen que
resignarse a sobrevivir en paupérrimas favelas situadas a unos treinta
kilómetros de la capital, que jocosamente han sido bautizadas las anti
Brasilias.
La
moraleja de esta triste y costosa historia es evidente: a la hora de
conseguir un jugoso contrato con las mas altas esferas del gobierno de
turno, no vale el verdadero talento, sino los contactos, compadrazgos y
afinidades ideológicas. Sin importar realmente los resultados.
Algo que se repite a diario en otros países del continente, ¿no?
Ilustración: El Nacional, Caracas, 31/08/04.
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