EL NACIONAL, Caracas, 20 de Noviembre de 1997
Apocalipsis o revelación
SALVADOR GARMENDIA
Al comienzo del primer milenio, los creyentes vieron llegar el fin de la Creación, según lo anunciado con prolijidad de detalles en la revelación de San Juan. Era la palabra de Dios, aunque rodeada por la oscuridad y el enigma; y ya no había para dónde correr, antes de que las nubes se rasgaran y asomaran las trompetas de los ángeles llamando a reunión. Fue necesario que la gran clueca se sentara encima del nidal, para que hicieran su aparición, en toda esa zona indiferenciada de Aquitania, que hoy se reparten por igual España y Francia, los llamados beatos del siglo VIII; de los cuales, el de Saint-Sever llegó a ser, quizás, el más glamoroso de la nidada. Desde ese momento, el libro bíblico de la destrucción y el caos reapareció cual un Fénix domesticado, bajo una faz diametralmente opuesta. Ya los pacíficos moradores de campos y aldeas podían volver a sus ocupaciones de costumbre: los muertos reposando en sus tumbas, los arados levantando terrones y las armas aguardando, afiladas, en sus armarios, porque todo era asunto de interpretación y exégesis. Donde decía esto, debe decir aquello. Al final, la palabra de Dios es transparente, aunque no deja de ver detrás; porque lo que está al otro lado no es visible. Fue así cómo, por vez primera, la cara de la antigua profecía se resquebrajó por varios lados y permitió que la luz del entendimiento pasara al interior; respaldada, eso sí, por la saludable intención de mantener y preservar la armonía y la tranquilidad del reino terrenal.
Ahora, ¨recuerdan ustedes aquella película El Jorobado de Nuestra Señora de París, donde Charles Lawgthon agrega a su corpulencia natural algunos kilos adicionales de maquillaje? El guionista de esa memorable producción, sin que se le viera nada en la cara, se saltó el tiempo y el espacio y nos presentó a Johannes Gutenberg en su taller, a mucha distancia de su Maguncia original, llevando a cabo una demostración de su revolucionario invento, a los ojos de un rey diminuto y travieso, parecido más bien al bufón de un rey. El pequeño monarca observa las pruebas de la famosa Biblia de cuarenta y dos líneas, a tiempo que por la ventana de la habitación se recorta la fachada principal de Notre Dame. `` Esto, matará a esto'', murmura, y su mirada se dirige de la letra de imprenta al antiguo abecedario de la piedra. Porque se suponía que si los testimonios del saber humano, la ciencia y la filosofía, gracias al nuevo invento, iban a ser liberados de las bibliotecas de los conventos para derramarse en las manos de todos, la Iglesia dominante perdería su vigor, las pailas del infierno iban a enfriarse y el cielo se declararía en quiebra, mientras el Señor se veía obligado a pedir perdón a sus criaturas por no haberles comunicado a tiempo la verdad. Nada semejante sucedió, sin embargo. Ya lo hemos visto. Hoy tenemos más libros que nunca y en cambio vemos que una diversidad avasallante de credos religiosos se propaga sin continencia por todas partes, particularmente en las grandes ciudades, donde estos fenómenos de iluminismo colectivo se generan tal vez con mayor virulencia de la que tuvieron los cismas y apostasías de la Edad Media.
También solía oírse decir, hace unos años, que el cine iba a terminar con el teatro y aunque se trataba de un delito menor el hecho es que después de cien años de la llegada del tren de los Lumiére, el Ateneo de Caracas ofrece al público, todas las noches, cuatro diferentes obras teatrales, en una ciudad donde no había teatro cuando llegó el cine, durante los 20 años. Igualmente, de la televisión se llegó a asegurar que su propagación indetenible terminaría por alterar de tal manera los procedimientos tradicionales de la enseñaza y la pedagogía, que pronto los maestros y profesores iban a verse sustituidos por pantallas y ya no habría más jovencitas habilidosas que subieran el ruedo de sus faldas en clase, como recurso adicional, erotizante, para mejorar la calificación de sus trabajos.
Ahora, nos encontramos sin saber todavía muy bien a qué especie de calamidad colectiva estaremos expuestos, a causa de la propagación de las computadoras y sus cada vez más numerosas aplicaciones al trabajo humano. La computadora que derrotó a Karpov estaba programada para realizar millones de operaciones de cálculo en un segundo. Imagino el comentario del paciente operario de un ábaco de madera, en un siglo lejano, al que un mensajero sobrenatural le hiciera conocer los prodigios de un aparato, el cerebro electrónico, que estaba aguardando a la humanidad en algún punto todavía borroso de la historia. `` Es más o menos lo mismo, dirá. Sólo que un poco más rápido que mis esferas'' .
Pero no se trata de estos colosos de la cibernética, que para nosotros son todavía un universo de ficción, sino del ya familiar y rutinario procesador de palabras, del que nos valemos la casi totalidad de los escritores de hoy. Y es oportuno recordar, que en un principio hubo muchos colegas asustadizos que se negaron a adoptar esa herramienta, en la creencia, bastante generalizada, de que la menor intromisión de un elemento extraño en el proceso natural de la escritura, es suficiente para que el impulso creador se descoyunte y se desplome. ``Esa pantalla helada delante de mí!''. Esos caracteres impersonales, esas horribles cajas incoloras que parecen objetos de laboratorio! Por Dios, no! De sólo mencionarlos me quedo vacío e impotente! Y sin embargo, es cosa de retroceder alguans décadas, hasta el momento en que las primeras máquinas de escribir vinieran a ocupar las mesas, para que la melopea cambie de tono. ``Horror! El acto casi perfectamente espiritual de la escritura, sacrificado a un procedimiento mecánico, aborto de la civilización industrial!''. Se olvidaron de que Flaubert, cuando dijo que el estilo es el sudor del pensamiento o de Nietzsche, que recomendaba mojar la pluma en sangre. Ellos sólo admitían el tenue rasgueo de la pluma, al deslizarse sobre la hoja de papel en medio del silencio nocturno. Sólo esa música podía asegurar la necesaria intimidad; el diálogo del poeta consigo mismo. Un hablar de cama y alientos confundidos, que hace posible la comunicación directa con la intimidad humana.
Mientras tanto, la literatura siguió su marcha. Los nostálgicos tuvieron que continuar haciendo su trabajo, porque de eso se vive y muchos terminaron por adaptarse con rapidez a los nuevos procedimientos. El apocalipsis, por lo visto, aún puede esperar. La revelación podría estar a la vuelta de la esquina.
Fedor Dostoievski se quejaba en su diario de no haber tenido tiempo suficiente para corregir debidamente los capítulos de sus obras, que enviaba semanalmente a las revistas. Se disculpaba, asegurándonos que si le hubiera sido posible detenerse mayor tiempo en sus manuscritos, sin el apremio esclavizador de la imprenta, el resultado hubiera sido mucho mejor. No sé si pudiera decirse algo semejante de Balzac porque más de una vez he tenido que detenerme desconcertado en la mitad de uno de sus relatos, para decir: si Honorato lo hubiera pensado mejor, con seguridad no hubiera permitido que algo como esto ocurriera. Pero es que el papel es un intermediario tiránico, que jamás permite volver atrás. Para él, es el borrón o la destrucción completa. El escritor se ve sometido a la resignación. Dejarlo como está y seguir adelante. Con la computadora se invierten los papeles. El autor asume el dominio completo de su texto. La pantalla, esa lámina oscura, imparcial, inexpresiva, devuelve en punciones eléctricas el mensaje que recibe directamente del foco emisor. Los caracteres que allí se configuran carecen del impulso energético que transmite la mano en acción. Son lo que se ha llamado letra muerta. Su permanencia más allá del cristal perdurará hasta que interrumpamos la corriente. Permancerán guardados en la memoria artificial, de donde tendrán que ser llamados, en el momento necesario. Y ya no habrá objeciones vergonzantes frente al texto maduro que se entrega a la imprenta; porque la libertad del escritor dispone en el presente de un campo ilimitado dónde desarrollar sus facultades. Al final, damos por terminado al día y volteamos la página sin cargos de conciencia, sabiendo que el vacío gris e indiferente de la pantalla es una confiable invitacion al reposo.
Ilustración: Sophie Taeuber-Arp
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