El Nacional - Domingo 12 de Diciembre de 2004 A/11
Sustancia y maquillaje
Alberto Soria
En las escuelas de cocina y en los restaurantes de cocina banal, habría que poner este cartel: “Más sustancia que decoración”. Si el mensaje llegara a impactar a 10% de los estudiantes y a los cocineros con menos de ocho años de experiencia, se produciría una revolución en la alimentación moderna. Resulta que ahora el maquillaje propio de los centros de estética y las peluquerías, amenaza con convertirse en estandarte de la cocina fusión y de la cocina de vanguardia. Estamos en el umbral de un inusual y rápido proceso de movilidad social — piensa uno— donde habilidades y profesiones disociadas se funden en un sancocho Thai, en el que las técnicas se confunden, los principios desaparecen, y las herramientas se toman prestadas para no devolverlas jamás.
En los sitios de cocina de elegancia superflua —por ejemplo— los cocineros de uniforme le han robado el tubo de aderezos a los perrocalenteros. Para éstos, el cilindro de plástico con salida regulada como lo puede ser el agua en una manguera, les resulta vital: sirve para dar el toque personal, para esconder (gracias a su condición de no transparente) la salsa “envenenada” que le dará sabor y diferencia a la salchicha hervida.
Mucha carne molida de dudosa procedencia ha cobrado vida y espectacularidad gracias al contenido secreto de este recipiente, que no figura en ningún manual serio de cocina, pero sí en el repertorio de perrocalenteros y cocineros posmo. En algunos sitios de la ciudad, esta herramienta de trabajo de diferentes profesiones, tiene madrina famosa.
Nunca falta la infartante modelo que catalogue como extraordinario el perro caliente del puesto de fulano o zutano, sin advertir que la diferencia no está en la salchicha sino en la salsa. En algunas escuelas de cocina el tubo se llena de chocolate o de parchita y con él se “pintan” los platos. Cuando se quiere fotografiarlos o exhibirlos en la televisión, se le dan dos manos de pintura.
En la trinchera del frente a los de tubo de decoración, están los amantes de la naturaleza y otras hierbas. Para éstos, un plato sólo puede salir de la cocina después de ser decorado con lluvias de perejil, orégano, onoto o semillas tostadas. Si ése día el viento sopla del este y el cocinero está inspirado, las semillas orientales decorarán su plato y contaminarán su comida no importa si usted pidió cordero estofado o parguito al horno. A veces pasa que un cocinero con orígenes italianos le da por decorar con chorritos de aceite de oliva repeliendo salpicaduras de vinagre balsámico de Módena.
Por lo general, el tipo dura en el puesto hasta que lo descubre el dueño o el administrador.
En tierra de nadie pero socialmente abajo están los que decoran con lechugas. En la modernidad, la lechuga es una hoja marginal, un recurso de cocinas pobres o antiguas como las que confeccionan rosas con la piel de los tomates.
Los que no decoran son vistos en la vanguardia culinaria con recelo y al final, con respeto.
Hubo una época en la cual imperaba una regla en la cocina:
todo lo que iba en el plato debía ser comestible. Esa era una época en la que, parafraseando a Felipe Fernández, se podía sostener que los platos que cocinamos y comemos a diario contienen todos los ingredientes de nuestro pasado y nuestro presente; nuestra identidad, nuestro lugar en la sociedad y el lugar que nuestra sociedad ocupa en el mundo.
Por eso a veces uno sale de algunos restaurantes, de una boda o una reunión de fin de año, confundido, sin pasado ni presente. Preguntándose adónde va la autoproclamada vanguardia culinaria. O lo que es lo mismo, cuándo los maquilladores de salón sustituyeron a los cocineros.
Fotografía: LB, CC Multiplaza, El Paraíso (Caracas, 18/09/12).
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