domingo, 30 de diciembre de 2012

LA INQUIETUD GASTRONÓMICA (2)

EL NACIONAL, Caracas, 27 de Octubre de 2001 / Papel Literario
Las escrituras del gusto
Tulio Hernández

A Marianella, Ana María, Antonieta, Alejandro y
 Ricardo, oficiantes del cocinar a la venezolana

Entre los tantos desencuentros que los venezolanos tenemos con nosotros mismos, y con lo que nos define o deja de definirnos como pueblo, sobresalen con especial contundencia las tradiciones culinarias. Tan grande es el desencuentro que, a pesar de la indudable existencia de un extenso repertorio de alimentos que sin duda expresan una especificidad, un orden culinario y una originalidad en sus ingredientes y modos de preparación, respetables analistas sostienen que no existe algo que pueda llamarse con propiedad cocina venezolana, como existe una francesa, italiana, o mexicana.
Otros, en cambio, incluyendo autores extranjeros que se hacen eco de esta posición, sin negar su existencia, prefieren afirmar que la misma es tan pobre, elemental o de escasa tradición que no vale la pena dedicarse a su estudio ni al intento de convertirla en alta cocina. Es lo que se deduce de las opiniones de Elizabeth Lambert Ortiz, autora de El libro de la cocina latinoamericana (EDAF, 1969), quien sin recato se despacha el capítulo afirmando que “la cocina de Venezuela no es demasiado importante, ya que se trata de un país que careció de una civilización india indígena (sic) [y] la base de su cocina es (...) colonial, con préstamos y adaptaciones de otros países latinoamericanos”.
Si revisáramos otros síntomas, por ejemplo, el escaso número de restaurantes que se dedican en Caracas a cultivar una posible y probable cocina nacional, o si comparamos, como lo hizo en tiempos de Guzmán un ilustre visitante, lo que se come en las casas con lo que se ofrece como banquete a los invitados internacionales, efectivamente –aparte de posibles justificaciones: que nuestros platos son de complicada elaboración, que sus preparaciones tienden a ser raciones muy grandes– podríamos concluir que también en el campo de la gastronomía somos un país que en medio del frenesí urbanizador, ocurrido entre los años 30 y 50, extravió el hilo de su discurso.
Para pensar lo contrario
Estas evidencias y consideraciones chocan en cambio, abiertamente, con lo que se percibe en muchos hogares y regiones venezolanas en donde los sabores locales son cultivados con orgullo y forman parte decisiva de sus modos de recibir y agradar a los extraños. Se prestan a más confusión, cuando se incursiona en la bibliografía venezolana existente sobre el tema “cocina y alimentación local” con la certeza de que el número de obras disponibles y la calidad y diversidad de lo publicado conduciría también a una muy diferente apreciación.
Un primer dato de la realidad es cuantitativo. Si nos guiáramos por el número de libros identificados y consultados –más de 60 dedicados a la comida venezolana en su conjunto, a formas específicas de cocina regional o a tendencias internacionales practicadas desde nuestro país– tendríamos que concluir que los venezolanos sienten un especial interés por la cocina en general y por la propia en particular.
Son libros de todo tipo. Estudios rigurosos, realizados con los instrumentos de las ciencias sociales e históricas, como esa referencia ineludible constituida por Historia de la alimentación en Venezuela (Monte Avila Editores, 1988), de José Rafael Lovera. Recetarios resultantes de ambiciosas compilaciones personales convertidos en best sellers ya legendarios, como Mi cocina a la manera de Caracas, de Armando Scannone, que desborda una decena de ediciones. Delirantes y divertidas novelas, armadas alrededor del aprendizaje culinario convertido en experiencia de la picaresca, como Viva la pasta. Las enseñanzas de Don Giuseppe (Venediciones, 1984), de Renato Rodríguez (el mismo autor de aquella novela-desenfreno titulada Al sur del equanil). Amorosas, y no menos rigurosas, incursiones para dar cuenta de la riqueza de gastronomías regionales como La cocina tachirense (Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses, 1998), de Leonor Peña, La vuelta a la Isla en 80 platos de Rubén Santiago (Oasis, s/f) o La cocina zuliana de Marlene Navas (J & Eme Editores, 1997).
Manuales muy precisos para enseñar una técnica determinada, como los libros sobre la preparación del pan de jamón de Claudio Nazoa y Miro Popic o Hallacas: aromas de una tradición de Beatriz Páez de Salamé (Delirrelieve, 1995), o Repostería Práctica Venezolana, de Emma De Barboza (Latina, 1982). Libros con consistencia de objetos de arte que mezclan, como en un buen cruzado, recetas prácticas y reseñas históricas, aderezadas con juicios y agudas percepciones personales, como El pan nuestro de cada día (Fundación Bigott, 1999), de Rafael Cartay. O, para concluir por el momento, con la conciencia clara de no poder enumerarlos todos, con estudios antropológicos ya no de las comidas sino de las condiciones que la han hecho posible a lo largo de la historia nacional, como Fogones y cocinas tradicionales de Venezuela (Cavendes, 1993), de Cecilia Fuentes y Daría Hernández, las mismas autoras de Fiestas tradicionales de Venezuela.
A simple vista constituyen un corpus nada desdeñable. Sobre todo si tenemos en cuenta que no hemos mencionado aún libros como Los placeres de la carne (Ediciones Arte Dos Gráfico, 1997) en el que Enrique Hernández-D’Jesús –fiel a su triple condición de sibarita, poeta y cocinero– insiste en su vocación de convertir la enunciación culinaria en acto poético o el acto poético en fiel acompañante del gastronómico. O, y ahora si refreno la tentación de alargar esta lista, Los cuadernos de la gula, que recopila las crónicas de Ben Ami Fihman, quien inauguró por los años 70 un género periodístico que desbordaba los términos del crítico gastronómico para convertir en relato literario y linterna iluminadora sus visitas a restaurantes de todos los rincones del país. Fihman, sin proponérselo, nos enseñó a descubrir secretos ocultos como las conservas de naranja que oficiaban unas monjitas en secretos hornos coloniales de Ciudad Bolívar o el picadillo de carne oculto bajo las inmensas matas de mango de los restaurantes ubicado en las afueras de Barinas.
Una visión del país
Más allá de lo meramente numérico, el segundo dato importante de este corpus lo constituye el maravilloso, complejo y, en buena medida, sorprendente universo de informaciones y visiones de Venezuela, sus saberes, placeres, festines, caprichos y delirios culinarios que de estos libros en su conjunto se puede extraer. Ya nos lo advertía hace años el escritor francés Jean-Francois Revel en Un festín de palabras, cuando escribió en las primeras páginas de su libro: “Aficionado a los tratados de cocina, he terminado por acumular una respetable cantidad, porque son el reflejo inconsciente de la vida cotidiana y el lugar donde confluyen las costumbres a través de los siglos”.
La cita viene al caso porque entre todos los libros revisados hay uno, Geografía gastronómica venezolana (Tipografìa Garrido, 1954) de Ramón David León que, a pesar de haber sido publicado por primera vez en 1954, brilla todavía solitario como uno de los más grandes testimonios de agudeza, compromiso, goce y buen periodismo que se haya realizado alguna vez en torno no sólo a la cocina, sino a las maneras de comer, creer y cultivar que definían a la Venezuela que le tocó vivir a su autor. Una nación –desgarrada por el paso del universo rural al urbano y por el acelerado proceso de ruptura y discontinuidad cultural– que había entrado al mismo tiempo a la lógica capitalista, al proceso de urbanización acelerada, al american way of life y a la experiencia de recibir en su seno una vasta masa de inmigrantes europeos y árabes que venían a enriquecer, sin duda también a modificar, para hablar en sus términos, la geografía espiritual del país.
Precisamente, y así lo explica José Rafael Lovera en la presentación a la edición más reciente (Línea Editores, 1984), este libro se produce en un momento cuando otros venezolanos, como protesta o a modo de resistencia al abrupto cambio de costumbres que amenazan al país, deciden reivindicar nuestra tradición culinaria a través de otros libros: La cocina de Casilda de Graciela Schael Martínez (Excelsior, 1953); Menú vernaculismos (Edime, 1953), de Aníbal Lisandro Alvarado, y La alegría de la tierra, pequeña apología de nuestra agricultura antigua (Avila, 1952), de Mario Briceño Iragorry.
Lo que hace grandioso al libro de León –una colección de 92 crónicas publicadas a comienzos de los años 50 en el diario La Esfera– es su capacidad de revelación. A la manera de un viajero antiguo o de un moderno cronista de Indias, y con la buena escritura y capacidad de observación de un buen periodista de oficio, el autor nos va poniendo en contacto en cada crónica no sólo con una receta –lo que ya se le agradece– sino con una manera de preparar un plato que está a la vez asociado a los modos de vida de una región, a sus productos locales y, en algunos casos, a un sistema de creencias o tradiciones. Allí están explicados los manjares que mejor conocemos todavía en el presente –hallacas, arepas, casabe, sancochos, cachapas, calalú, corbullón, tarcarí– junto a otros cuya sonoridad los ha convertido en exotismo: el chungute trujillano, el tortuguillo guayanés o el chupe trasandino. Y junto a ellos, las creencias eróticas elaboradas alrededor de las huevas de lisa, o los pecaminosos simulacros de ayuno criollo con el pisillo de chigüire o los carapachos de morrocoy.
De este manera en cada relato, producto de viajes por todos los rincones del país –no hay otra manera de escribir esos textos–, se construye antes que un mero documento gastronómico un testimonio etnográfico lleno de vida real. La sentencia de Ravel sobre el carácter de los tratados de cocina se torna absolutamente tangible y valedera, el tratado de cocina como “lugar donde confluyen las tradiciones a través de los siglos”.
Gratitud de la memoria
La escritura otra vez ha acudido a oficiar de sagrado lugar de la memoria. Adelantándose en el tiempo a las nuevas teorías sobre el patrimonio cultural que valoran la cultura viviente –los saberes populares, la tradición oral o las fiestas tradicionales– tanto como a las piezas arqueológicas o las grandes edificaciones, nuestros escritores han celebrado su trabajo de guardianes de algo que suponían con certeza valioso. La cocina venezolana hecha letra de imprenta se convierte de este modo no en una fuente para cultivar nostalgias –criollismos, folclorismos o nacionalismos que ya no tienen ni cabida ni sentido en una nación plenamente urbana– sino para retomar una calidad de vida, una imaginación particular, un derecho a la diferencia, una memoria que es a la vez afectiva y familiar.
Lo sabían bien los doctos. Tulio Febres Cordero cuando escribió un breve libro sobre cocina merideña a finales del siglo pasado, Cocina criolla o guía del ama de casa (Tip El Lapiz, 1899); Mario Briceño Irragory quien definió a la hallaca como “el pan arcaico que se ofreció de molde para recibir los mil sabores de la mesa eurpoea”; o Arturo Uslar Pietri quien agregó, a propósito del mismo plato: “En la carne de gallina, las aceitunas y las pasas está España en su historia ibérica, romana, griega y cartaginesa”. Son visionarios de un proceso cada vez más rico en donde las gastronomías además de haberse convertido en objeto de investigación y de estudios superiores, es un tema importante dentro de las políticas culturales de los organismos internacionales, un preciado campo para la industria editorial y lo que es más importante uno de los mejores modos universales de recibir y dar afecto.

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