martes, 17 de abril de 2012
NOTAS PARLAMENTARIAS
EL NACIONAL - VIERNES 3 DE SEPTIEMBRE DE 1999 / OPINION
La evidencia de lo obvio
Luis Barragán J. *
Son diversas las perspectivas que llevan a la verdad. La tolerancia es el camino esencial de los cambios que se reclaman sinceros cuando la realidad es asediada por la imaginación, salvaguardándola de los desmanes retóricos que, en el fondo, los niegan.
La institución parlamentaria también es parte del país de los errores y de los aciertos en los que hemos incurrido, incluidos aquellos que se dicen portadores de la verdad absoluta desde el Gobierno y que no admiten la más mínima disidencia, aun de los inocentes seguidores tan atrapados, como los demás, en la recesión, el desempleo y la amenaza inflacionaria. Institución que jamás temió a la protesta de la gente ante sus puertas, ha sabido del ejercicio crítico y autocrítico de todo un sistema cuya transformación no encuentra en el oficialismo las ideas necesarias, la esperanza fiable y la audacia que sólo un proyecto histórico sobrio, coherente y de gran aliento puede dispensar.
El desempeño de la razón, el pluralismo y la controversia, resulta necesario para no traicionar, además, las intenciones de cambio. Un mínimo de protección siempre es urgente para que se manifieste una perspectiva de la verdad, la política, con la libertad deseada y bien puede aproximarse un estudiante que apenas incursiona en el derecho penal, a la naturaleza, sentido y alcances de la inmunidad parlamentaria.
La fragilidad de lo obvio reside en la incomprensión misma de la inmunidad. Muchos lo suponen un privilegio, una carta de nobleza, una patente de corso, cuando se dice de un beneficio procesal temporal y paremos de contar todo lo que la doctrina ha volcado sobre la institución. No obstante, sobran quienes, diciéndose consumados revolucionarios, creen necesario destruirla, pulverizarla, liquidarla, lo que equivaldría a un intento de criminal uniformidad de los espacios públicos, sin inventar la más mínima y debatible fórmula sustitutiva. El empeño de descalificación del Congreso pasa por las súbitas ocurrencias de quienes rinden un exagerado culto a las consignas, sin averiguar cuáles son los antecedentes y propósitos de aquello que nos permite tener un destino común.
La palidez de lo obvio radica en la imposibilidad de evaluar, escrutar, escudriñar lo que dice el Gobierno, aunque contemos formalmente con las herramientas parlamentarias. En otros tiempos, en los deleznables 40 años precedentes, podíamos saber de denuncias e investigaciones parlamentarias que dieran con el fondo de lo ocurrido, fuesen casos como los de Alberto Lovera, las fragatas, la Ibáñez, la partida secreta, los bonos globales. El secuestro de los pasajeros de Avior o el espionaje en el Ejército, admiten una única versión: la oficial. Estas indagaciones no las puede hacer la Asamblea Constituyente, a menos que abandone la construcción de una nueva superlegalidad, aceptado silenciosamente el proyecto presidencial, amén de la innegable y ciega adscripción de la casi totalidad de su membresía. ¿Para qué hablar de la cada vez más urgente Ley sobre el efecto 2000 o de los índices delictivos que antes de la vigencia del Código Orgánico Procesal Penal muestran sus fauces?
La evidencia de lo obvio está en el radical desconocimiento de la misión parlamentaria y la efectiva represión, rechazo y persecución de quienes tocan a las puertas del Capitolio, nada más y nada menos que para ingresar a su lugar de trabajo. Las turbas tarifadas que desde el 23 de enero rodean sistemáticamente el Congreso, constituyen la más excelsa expresión de la transición revolucionaria, mientras que la acción cívica de los parlamentarios y trabajadores que acudieron a su sede natural el viernes 27 de agosto, lo peor: un discurso que ya muestra sus debilidades y flaquezas, acentuando superlativamente la crisis.
Lo obvio está allá y está aquí. Tan sólo tenía que hacerse frágil y palidecer hasta evidenciarse.
* Secretario de la fracción parlamentaria del partido socialcristiano Copei
EL NACIONAL - LUNES 4 DE JUNIO DE 2001OPINION
De uno a otro parlamento
Luis Barragán
"No nos une el amor sino el espanto"
Jorge Luis Borges
No nos contentaba el país que teníamos y tampoco nos contenta el que tenemos. La demanda de un cambio histórico se ha diluido gracias a la ineptitud oficial, en las honduras de una retórica revolucionaria que esgrime la razón bélica antes que la política.
Iniciamos el camino de la paz interior y la alternabilidad del poder a partir de 1958. Una mirada hacia atrás nos da cuenta de las incontables guerras civiles y las prolongadas dictaduras que tampoco nos elevaron a los estrados de la prosperidad. Es necesario recuperar la memoria colectiva como la mejor garantía ante las vicisitudes que nos embargan, prolongando la crisis por el sendero de una anomia que se ha agudizado.
Como toda obra humana, el extinto Congreso tuvo aciertos y errores. Se hizo centro del drama nacional, retrato hablado de todas las corruptelas y culpas, domicilio de todos los disparos de expiación, olvidando algunas características que hoy cobran vigencia al compararlas con la Asamblea Nacional, sin que nos anime un afán de descrédito, forzados a las naturales comparaciones para fotografiar el retroceso.
Digamos, en primer lugar, que la cámara de revisión no sólo garantizaba una labor parlamentaria cualitativamente superior, sino la igualdad de las entidades federales representadas. La amplitud del debate equivalía al reconocimiento y respeto de las minorías, sin que hubiese una fuerza que lo monopolizara a la luz de los resultados electorales de noviembre de 1998.
Las denuncias se procesaban a puertas abiertas, constituyendo la opinión pública un factor esencial. Tendían a disminuir las designaciones a dedo debido al costo político que implicaban. El voto de conciencia adquiría mayor consistencia obligadas las fracciones políticas a un desarrollo intrainstitucional que asimilara y respetara sus desaveniencias domésticas, por no mencionar las distintas manifestaciones de protesta popular recibidas en el Capitolio Federal.
Luego, podemos constatar con facilidad que una sola cámara beneficia a los estados de mayor población, en detrimento de aquellos que padecen -adicionalmente- una depresión social y económica inocultable. La discusión es literalmente aplastada por una mayoría que, al reducir los miembros de sus comisiones permanente, asegura su blindaje como "sucursal del Consejo de Ministros", según la afortunada acuñación del diputado de la oposición democrática, César Pérez Vivas.
Los reclamos de la colectividad se pierden en los laberintos de la formalidad cuando apenas logran escurrirse por debajo de las rejas. Los nombramientos no saben de la más mínima consulta aún entre los sentenciados a alzar la mano en el bosque y la llamada sociedad civil organizada ni siquiera es recibida por algún directivo.
El régimen del habilitazgo que acentúa un presidencialismo de por sí extremo, encuentra su puntero en una instancia colonizada que no ayuda a aliviar las tensiones artificialmente creadas. El endeudamiento legislativo con la Constitución de 1999 promete superar el que se contrajo con la de 1961, a menos que una abnegada manufacturación, contundentemente delegada, confirme el sacrificio del debate y de la propia función contralora por fuerza de una lógica de visos autoritarios.
Estamos empeñados en una cuarta, quinta o sexta repúblicas de acuerdo a la caprichosa división de una historia hecha de profundas experiencias y no de simplicidades acomodaticias. Reclamamos una república, un ejercicio convincente de republicanismo para preservar las libertades cívicas, relanzar la democracia y andar un modelo de desarrollo que se inscriba adecuadamente en las tendencias globalizadoras, incluida una polémica lo suficientemente compartida y, por tal, política, a objeto de una reforma constitucional que sintonice el parlamento con los tiempos que se viven. En definitiva, para que nos una algo más que el espanto.
EL GLOBO, Caracas, 25 de Mayo de 2001
Sobre las fracciones parlamentarias
Luis Barragán
Lo acontecido recientemente en la Asamblea Nacional a propósito de una moción de censura, fuerza a una comparación con algunas de las características del extinto Congreso de la República, al menos, con el de último decenio donde –paradójicamente- el sentido de la vida democrática alcanzó una mayor profundidad, pues, además de investigar y auspiciar la renuncia de un presidente tan comandante en jefe como el que más, le concedía el liderazgo institucional al representante del partido de gobierno, independientemente del peso real que tuviera en su seno. Convengamos que no impedía el protagonismo de una minoría versada y vehemente en torno a una denuncia o iniciativa legislativa, por más que la encarnarán uno o tres parlamentarios reclamados como corriente autónoma, además de los costos crecientes, en términos de credibilidad y de opinión pública, que comportaba la designación automática de los altos funcionarios, por lo que comenzó a ensayar los trabajos y audiencias de estudio y calificación de los aspirantes, a puertas abiertas.
La crisis, ya prolongada, hizo del Poder Legislativo su principal y, acaso, exclusivo responsable, exacerbada la cuota. Y, como lo he referido en otra ocasión, los medios contribuyeron decisivamente a la estigmatización cuando una propuesta de reforma constitucional apenas surgió en el albor de los noventa y recibió una desmedida y masiva campaña que, definitivamente, condujo al desprestigio del hecho político.
El derecho de réplica, inscrito hoy en la nueva carta constitucional, fue el motivo esencial de la campaña que degeneró en la absoluta culpabilidad de una casa que pasó del dominio ejercido por dos partidos a otro cuatripartito, pestos a la negociación, según la voluntad expresada en noviembre de 1998, donde la opinión pública ya tenía asegurada una influencia pocas veces vista. Por añadidura, afianzada la diversidad, meritorias fuerzas políticas, como la Unión por los Derechos Humanos (UDH), alcanzaron la curul, reconocido el intenso trabajo realizado en ámbitos como el de los pensionados. Sin embargo, el cierre del Congreso se hizo una absurda consigna nacional, aunque lo deseable de toda revolución que se tenga por tal reside en la superación de lo habido, justificada por una incontestable mejoría de las instancias –al menos- en términos de representatividad, pluralidad y eficacia.
Mejoría que también prometió la uninominalidad absoluta, planteada fervientemente por un sector de opinión ya disipado, quedando sin evaluar la relativa, resultante de las comicios de 1998. Lo cierto es que los reiterados señalamientos sobre la partidización del Congreso, fue la otra espoleta que legitimó a quienes, a la postre, nos retrotrayeron a las etapas harto conocidas, agravándolos.
En todo cuerpo colegiado se evidencian tendencias, corrientes o fracciones cuya primera ventaja radica en reconocerse como tales para procesar las diferencias y componer un determinado rumbo de acción. Refiere un experto constitucionalista peruano, Pedro Planas: “Los grupos parlamentarios son las células políticas de la dinámica parlamentaria y la verdadera estructura de la voluntad de cada Cámara. Se han formado como resultado de la previa configuración de los partidos o como reconocimiento dentro del parlamento de tendencias comunes. Su nacimiento fue simultáneo al desarrollo y la democratización de los parlamentos”, agregando que el vocablo “fraktion” comenzó a emplearse en Alemania desde 1848, el de “fracción” ya aparecía en la España de 1838 y 1847 y el “grupo de la Cámara de Diputados” cuenta con asiento legal a partir de 1901 en Francia (“Derecho parlamentario”. Ediciones Forenses. Lima, 1997: 130).
Las fracciones parlamentarias establecidas en el Congreso, tuvieron sus aciertos y sus errores, como ocurre con toda obra humana. Las acusaciones más fervorosas provinieron de las organizaciones hoy oficialistas, como si fuesen unos cruzados del liberalismo político absoluto, aún cuando no se colaba cierto tufo corporativista. Al repasar la prensa de entonces, destacaban la carga presupuestaria de las fracciones, el uso y disfrute de lujosas sedes, la ciega supeditación a las líneas partidistas, el cercenamiento del debate, el irrestricto reparto de las directivas y de la propia burocracia, el endeudamiento legislativo, el escándalo de las denuncias, entre otros. Sin embargo, la prohibición actual de conformar las fracciones no impide, por el natural trabajo parlamentario, su reedición a través de las llamadas “agrupaciones parlamentarias de opinión”, apenas un eufemismo.
En efecto, la simple lectura de los periódicos dará cuenta, por una parte, de la conformación de un bloque oficialista de hecho que actúa con varios de los vicios anteriormente imputados a las fracciones parlamentarias, huérfano de sus virtudes. Y, por otra, establecerá una diferenciación formal en cuanto a la ausencia de una partida presupuestaria destinada a su sostenimiento.
De esta manera, sin que mucho rememorar la conducta asumida por los constituyentes – William Ojeda dixit - y constatar la de los parlamentarios, encontramos una extraordinaria subordinación a las directrices del Ejecutivo Nacional, sin que podamos hablar absolutamente de un partido, pues existe confusión o desorientación sobre la organización que en definitiva los guía, ya que no existe, afianzando el poder personal y las escaramuzas que eventualmente surgen a su alrededor. No cabe la menor duda de ello, cuando ni siquiera la conducción del bloque está normada con el concurso de sus integrantes. Anteriormente, las principales fracciones contaban con un reglamento que permitía a sus miembros no sólo elegir la dirección de la bancada, sino discutir y discrepar de las orientaciones dominantes, aún en confrontación con las directrices partidistas: en una tarea ya histórica, los diarios de debate dan cuenta de las disidencias y votos salvados de aquellos que – se supone - estaban bajo un régimen de disciplina partidista, lo que motivó e impuso el voto de conciencia. Este detalle adquiere una inmensa significación cuando las presiones y tensiones emergen de los diputados oficialistas, convertidos en prisioneros de las circunstancias quienes – teóricamente- emiten un voto personal y “no están sujetos a mandatos e instrucciones, sino solo a su conciencia” (artículo 201 de la Constitución), pero viven la angustia de adivinar una línea política que nadie ha tenido la gentileza de bajar y, menos, de discutir.
La designación de las directivas, como de la burocracia, está en el radio de los que jefaturan los elencos parlamentarios de la también ya vieja coalición electoral, en concordancia con el decisor presidencial, “líder del proceso”, y las rivalidades soterradas, inevitables cuando no están regladas. Algo semejante ocurre con la pertinencia y extensión de un determinado debate, muy sensibles ante la denuncia que pueda exponer al gobierno, desestimada la opinión pública.
Ciertamente, no hay una carga presupuestaria ni un exclusivo recinto que acobije a la bancada oficial, pero bien valen dos consideraciones adicionales. De un lado, las anteriores sedes de las fracciones, tildadas de lujosas así contrasten con otros aposentos parlamentarios del mundo, podían facilitar operativamente el trabajo de sus afiliados, invertidos también sus propios y personales aportes en equipos y servicios que –además- servían a la comunidad, como fue el caso de la biblioteca y de la sala de cibermedios de COPEI, aunque cualquier duda sobre sus orígenes, administración o destino final concierne más a un problema y a una decisión judiciales, si fuere el caso. A este distribución de importantes recursos en las tareas parlamentarias, se añadía la posibilidad de contar con no menos importantes y oportunos asesoramientos imposibles de sufragar por el Congreso debido a la calidad de unos profesionales que, frecuentemente, lo brindaban a título gratuito por razones de afinidad política, ideológica y vocación de servicio.
De otro lado, pocos dudan de la existencia de unos parlamentarios que son más iguales que los otros, como en el cuento de Orwell. Tengamos en cuenta que está prohibido el financiamiento estatal de los partidos, muy lejos de suponer que los oficialistas se mantienen y operan por la millonaria contribución de una militancia, por lo demás, desorganizada y subestimada. El silogismo nos lleva al gobierno como es el unico que tiene dinero y a los contratistas capaces de realizar generosos aportes. Después, hay diputados que saben de unas posibilidades de sustentación material y del acercamiento de unos especialistas frente a otros que, por muy buenas intenciones que abriguen, no disponen en la estrechez de sus cubículos, en la ausencia de una secretaria o el deterioro de los servicios documentales, de mejores oportunidades.
De la calidad del debate parlamentario ya se ha escrito bastante. Es necesario aprender una lección que no tiene otro mérito que provenir de la experiencia. Ojalá podamos todos contribuir con el resurgimiento de una institución que, como la parlamentaria, tiene mucho qe decirle a la Venezuela del futuro.
MEDIOS24, 14 de Agosto de 2011
El parlamento, una historia difusa y confusa
Luis Barragán
Una poderosa ilusión se extendió por doquier con el proceso constituyente de 1999, creyéndonos inventores de la propia vida republicana. Específicamente, la Asamblea Nacional encarnaría la participación ciudadana como nunca antes, ejemplificando esa labor diligente y eficaz de la representación que el oficialismo supuso por siempre y transparentemente suya, aunque no pocas voces alertaban sobre las desventajas del parlamento unicameral, entre otros aspectos.
Hartamente demostrado, evadiendo el vigente texto constitucional, un rápido examen del Reglamento Interior y de Debates de la década, objeto de interesadas y abusivas variaciones, da cuenta de la comprensión que el régimen tiene del derecho parlamentario mismo. Sin embargo, hoy reducidas las sesiones ordinarias, el desarrollo de un mínimo e irreductible debate en la cámara refleja la escasa calidad política que, con las excepciones de rigor, anida en el edificio guzmancista.
Incluso, hemos sido testigos de un desenfrenado culto a la personalidad presidencial al que, por lo que modestamente sabemos, no se atrevieron siquiera los senadores o diputados adedados por Pérez Jiménez. En más de una ocasión, se ha escuchado el feroz grito microfonado de un rasgador de vestiduras que reclama obscenamente respeto y consideración por Chávez Frías, faltándole el puñetazo que la distancia le ahorra.
Todavía pesa la maldición proferida contra el Congreso de la República, quizá porque falta una historia de su más reciente contemporaneidad que ayude a los necesarios contrastes. Apenas, hay reminiscencias escolares de un siglo XIX o XX que reportan sucesos como los que provocaron la muerte de Santos Michelena o advierten de los inútiles e interesados escándalos que lo hicieron pieza esencial de un vasto circuito de la corrupción.
Presumiendo de un conocimiento cabal del pasado, escuchamos a un meritorio administrativista del régimen estrujarle a la oposición aquél caso de las municiones yugoslavas de los ochenta, olvidando que los denunciantes eran de la oposición democrática y el involucramiento de un alto oficial después exaltado por el chavezato. Nos consterna la maniobra de aprobar una ley orgánica, como la del deporte, con la sola calificación que se le dio en la primera discusión para prescindir del voto calificado en la segunda.
Importa reparar en las vicisitudes del parlamento venezolano entre 1958 y 1998, año éste que se hizo insospechadamente multipartidista. Por ejemplo, hasta nuevo aviso, no hay equivalencia entre el allanamiento de la inmunidad parlamentaria de quienes tramaban una insurrección general a principios de los sesenta, o la de quien fue sorprendido con un importante alijo de drogas muchos años después, y el que sufrió Wilmer Azuaje o estuvo a punto de padecer William Ojeda por estos tiempos; e, igual, podríamos referirnos a la cambiante correlación de fuerzas que produjo la pérdida del control por el gobierno de una de las cámaras o la crisis que provocó el proyecto de reforma fiscal, las intervenciones versificadas que ayudaron a salir del anonimato a un diputado perezjimenista o las investigaciones arriesgadas que incluían el protagonismo – además – de las minorías respetadas, la profundidad ideológica y técnica de los oradores o el humor que también hizo a los hemiciclos, las corajudas actuaciones de José Vicente Rangel o la de quienes hicieron de la comisión de Contraloría una tribuna eficiente y seria, las leyes que surgieron por presión popular o la célebre (auto) crítica de José Rodríguez Iturbe y Alfredo Coronil Hartmann. En fin, acontecimientos a los que ni remotamente se acerca la Asamblea Nacional hasta por un infundado temor del gobierno, sumado a una asombrosa impuntualidad para la publicación del diario de debates.
Confusión sobre un pasado ahora desconocido que aventaja a la maquinaria publicitaria del PSUV, es nuestra inicial reflexión al descubrir un reportaje de Gonzalo Albornoz (¿Luis Herrera Campíns?), en torno a la sesión conjunta del primero de febrero de 1961 (Momento, Caracas, nr. 239 del 12/02/61). El Congreso de la República discutió el decreto de suspensión de garantías aceptando la sucesión de 33 oradores para la larga jornada, en medio de los delicados y – por entonces – impredecibles disturbios públicos que obligaron a Betancourt a suspender una gira administrativa en Portuguesa, algo – ¿quién asegura lo contrario? –impensable por estos tiempos.
(http://www.medios24.com/p39646.html)
NOTICIERO DIGITAL, 09 de Enero de 2012
En uno y en otro parlamento
Luis Barragán
Hay voces de resignación y descontento respecto al desempeño de la Asamblea Nacional en 2011, a juzgar por los señalamientos tácitos y expresos que estrían a los sectores del oficialismo y de la oposición. En un caso, algunos parlamentarios destacaron de acuerdo a lo pautado – a veces, no tan genéricamente – por Chávez Frías, quien matizó y delegó la jefatura en Cilia Flores y la mesa directiva que intentó administrar el protagonismo de Aristóbulo Istúriz; y en el otro, luce todavía insuficiente el esfuerzo por reivindicar la independencia y propia identidad del órgano del Poder Público, bajo la amenaza permanente de un allanamiento a la inmunidad de los más diligentes y contestatarios diputados.
A juzgar por el constituyente de 1999, el extinto Congreso de la República no superaría jamás a la novísima Asamblea Nacional. Y no sólo por su diseño institucional, sino por la supuesta garantía de una inédita vitalidad política. Empero, bastará una breve comparación para verificar cuán falaz fue la promesa y, más aún, es la realidad que transcurre en San Francisco, valiéndonos de un ejemplo histórico.
De acuerdo con la sesión del 2 de Marzo de 1962 (Diario de Debates, mes III, nr. 1), la coalición gubernamental de entonces perdió el control de la Cámara de Diputados, sin que ello generara una irreparable crisis para la naciente democracia representativa. Simplemente, los partidos de la oposición alcanzaron la mayoría necesaria para elegir una directiva, derrotando principalmente a Acción Democrática y COPEI, conformada por Manuel Vicente Ledezma como presidente, quien superó a Antonio Borjas Romero; Enrique Betancourt y Galíndez, primer vicepresidente frente a Armando González; Jesús María Casal, segundo vicepresidente ante Eduardo Tamayo Gascue; Félix Cordero Falcón y Francisco Villarroel en la secretaría y subsecretaría, perdiendo Héctor Carpio Castillo.
El debate nos trae algunas notas hoy curiosas, como la brevedad de las postulaciones que resultaron ganadoras, salvo la representación del MIR que insistió en la vocación del partido, denunciadas las persecuciones; la constante agitación de las barras, ocupadas por seguidores de las distintas corrientes políticas que obligó a un receso para su disciplinación que suponemos hizo necesario el desalojo de las tribunas; la fiel transcripción de todas y cada una de las incidencias, añadidas una lacónica descripción de la situación (“hay grupos de Diputados que discuten entre sí, acaloradamente, otros …”); el esforzado lenguaje de consideración, respeto y tolerancia, al igual que las sobrias intervenciones del director de debates saliente y el presidente de la cámara entrante. Cuán contrastante con el desenvolvimiento del chavezato parlamentario, por no decir que les luce impensable e inaceptable hasta el fin de sus días que la directiva de la Asamblea Nacional sea ocupada por la oposición.
El oficialismo actual cree en el dominio absoluto del Capitolio Federal, casi por derecho divino, y no admite la adecuada prolongación de los oradores de la oposición, como ocurre en cualquier parlamento serio del mundo. Por lo demás, suelen responder con ventajismo, esmerándose en la descalificación personal del oponente; no aceptan denuncia alguna, por grave que fuese, en materia de derechos humanos o de cualesquiera otras materias de gravedad aún inocultable para la opinión pública; monopolizan las barras o tribunas, frecuentemente movilizados los empleados públicos que hacen gala de su agresiva intolerancia al avistar o escuchar a un parlamentario opositor; las transcripciones se realizan por monitores, fuera del hemiciclo, escapándose otros datos ambientales que la microfonía no capta.
Aquella victoria de los sesenta, impulsada por los parlamentarios de AD-Oposición (ARS) y MIR, originalmente electos en las planchas o listas de AD-Gobierno, resulta inimaginable ahora. Y esto, porque Miraflores no lo soportaría, contando con un elenco dirigencial incapaz de metabolizar y desarrollar una política alterna, y por esa póliza de seguro que hizo aprobar Chávez Frías, precisamente demostrando un amplio sentimiento de inseguridad: la llamada “Ley Antitalanquera” que no permitiría, hoy, que Domingo Alberto ni José Vicente Rangel abandonasen las filas de AD o URD.
Valga acotar, 1962 fue escenario veraz y palpable de la abierta insurrección armada que no supuso el embozalamiento o aniquilación del Congreso de la República. La sola idea de perder el control de la Asamblea Nacional, provocaría la ira presidencial hasta inventar e imputar el delito de insurrección o golpismo que no se ve, a una oposición que está destinada a ganar limpia y transparentemente los comicios de 2012.
(http://www.noticierodigital.com/forum/viewtopic.php?t=830418)
Fotografía: Capitolio Federal. Momento, Caracas, nr. 65 del 11/10/57.
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