miércoles, 18 de abril de 2012
IMPUNIDAD
EL NACIONAL, Caracas, 03 de julio de 2001
Notas sobre un rapto
Luis Barragán
Suele ocurrir: nombrar la revolución es muy distinto a hacerla. Agotada la imaginación, la ineptitud es cubierta con etiquetas que la fingen.
No es un mero afán opositor el que nos inspira, porque acá nadie podrá decir "jamás habíamos visto nada igual", parafraseando a Carlos Fuentes (Casa con dos puertas, Joaquín Mortíz, México, 1970: 151). Comprobamos con tristeza la pérdida de una inmensa oportunidad para el cambio que siempre soñamos desde la libertad.
Agolpadas las notas sobre la mesa, encontramos una ya antigua advertencia de Augusto Mijares: "Lo más grotesco es que (el político) quiera ser un revolucionario y no sepa cómo" (Elite, 27 de abril de 1963, número 1961). Desde la izquierda hasta la derecha, la invocación ha servido de mágica fórmula para conjurar las sorpresas que depara el ejercicio de gobierno y, habitual en este lado del mundo, las explosiones verbales dicen frenar el duro oleaje de la realidad.
El convencimiento más profundo que se tiene del tránsito por el poder reside en el empleo de la palabra: por modesta que sea, trasciende a todos los ámbitos. El desliz sintáctico, el neologismo espontáneo y la más atrevida adjetivación, rápidamente adquieren un visado social que también nos recuerda -con Castoriadis- aquello del político como prisionero de lo que dice.
Los dicterios no pueden construir una senda diferente, al menos que se tenga por tal la "sinceración" -Rangel dixit- de una herencia aceptada y recreada. Y es que los pronunciamientos radiales del presidente Chávez provocan las naturales reacciones que abonan a una básica cultura democrática adquirida en décadas que contrastan favorablemente con toda la historia republicana, por lo que no puede agravarse la oquedad revolucionaria con los caprichosos atropellos verbales.
Atropellos que igualmente avisan de una necesidad inaplazable: la de estatizar al propio Gobierno. Sentimos que, al discrepar de la reciente decisión del Tribunal Supremo, estaba en el fondo del recurso interpuesto por Elías Santana.
Insurge el Estado Audiovisual que, confundido con sus circunstanciales seguidores, sacraliza el gesto. No podemos olvidar las viejas experiencias, pues, observaba Fuentes: "La historia del siglo ha demostrado que las palabras también sirven para tiranizar. Hitler hizo algo más que quemar libros. El nazismo corrompió totalmente el lenguaje, al grado de que los significados elementales de la relación verbal se perdieron. Toda una generación de escritores alemanes ha debido dedicarse a la reconstitución del lenguaje primario de los individuos y de la sociedad. Y en el propio Estados Unidos, ¿no fue el macartismo, antes que otra cosa, un rapto verbal? El senador Joseph McCarthy fundó su aparato de sospecha, de infundio, de represión, de cacería de brujas, en el uso de epítetos difamantes, de palabras que no podían ser comprobadas, de etiquetas verbales" (115).
Quisiera que fuese una exageración al revisar y citar lecturas de antaño. No obstante, permanece la doble angustia por una revolución inauténtica, sin el compromiso con las razones, las emociones y la realidad misma que la autorizan, y la adulteración expresiva que supondrá una paciente reconstrucción de la esperanza misma: ¡Qué inmenso es el reto para la oposición democrática!
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