sábado, 21 de abril de 2012

EL PENSAMIENTO NOVELIZADO

EL NACIONAL - Sábado 21 de Abril de 2012     Papel Literario/2
Una novela para condensar un siglo
ATANASIO ALEGRE

Ibn Tufayl era para el año de 1165 de la era cristiana, el 4295 de la judía y el 560 del Islam el personaje más influyente en la corte mohadí con sede en la ciudad de Fez, en el norte de África. Ese había sido el año en que se encontraba de paso un tal Moshe Ben Maimún, nombrado Maimónides entre los cristianos, con un doble propósito: entrevistarse con el rabino Ibn Sushana y tomar en matrimonio a una judía que se hacía pasar por musulmana de nombre Leyla, "una suerte de luna de plata sobre los geranios rosados". El estrecho de Gibraltar continuaba siendo, después de la invasión musulmana a la península ibérica, una suerte de cuello de reloj de arena por el que circulaban --más bien de ida que de vuelta-- tanto la cultura como el poder de los invasores.

Y esa fue la ruta que emprendió el tal Maimónides para la fuga. Habrá que convenir que no sólo la crueldad, que suele venir aparejada al mando, era lo que distinguía al ministro Ibn Tufayl. Su conocimientos sobre Medicina eran notables, aprovechados por el califa de Fed una vez que este comenzó a masticar los alimentos con la boca entreabierta. Ibn Tufaly se interesaba también por los conocimientos filosóficos, especialmente los que venían en los escritos del maestro Aristóteles, que eran desde hacía catorce siglos los que mejores explicaciones ofrecían sobre el origen del mundo y el conocimiento del hombre. Pero de manera especial estaba obsesionado por el hallazgo de un manuscrito aristotélico titulado Tratado de la eternidad absoluta. Ya veremos por qué.

De momento, baste con saber que de este tratado solamente existían catorce copias y que eran propiedad de una misteriosa secta conocida como La Fraternidad del Despertar.

Compuesta por catorce varones, notables por su saber y rectitud, se desconocían sus nombres. Por otra parte, quien tuviera una copia del manuscrito debía haber estado previamente en posesión de un tetradracma o moneda de oro de las catorce que Aristóteles había entregado a su hijo Nicómano, junto con el manuscrito, con el encargo de buscar catorce sabios que aseguraran su transmisión sucesiva hasta el momento en que alguien estuviera en capacidad descifrar su contenido. Ibn Tufayl había escrito por aquellos días una insidiosa novela en la cual adelantaba conocimientos y características sobre los miembros de la Hermandad del Despertar con el ánimo de que alguno de ellos se diera por aludido. Había logrado hacerse con la moneda de oro, pero desconocía la respuesta a las tres misteriosas preguntas que quien poseyera el manuscrito debía hacer obligatoriamente a quien pretendiera una copia.

Las monedas de oro habían sido fabricada en el taller de Mazaios y formaron parte del tesoro de Dammahur en tiempos de Aristóteles. Catorce siglos habían trascurrido sin que nadie hubiera logrado interpretar el contenido del tratado de manera coherente, el cual contenía pruebas sobre la verdad absoluta, que no era otra que la verdad acerca de las religiones, del universo, de sus orígenes y sobre la razón de la presencia del hombre en el mundo.

Para ello era preciso resolver unas formulaciones matemáticas de una complejidad hasta el momento indescifrable.

Quien estaba a punto de conseguir una copia del Tratado de la eternidad absoluta era el tal Maimónides, y ese había sido el propósito de su entrevista con el rabino Ibn Sushana. El camino que Maimónides había recorrido en busca del manuscrito era ya casi tan largo como el que recorriera el mismo maestro Aristóteles en su viaje a la India. El riesgo de muerte y las dificultades sin cuento habían sido sus continuos compañeros de viaje, porque una de las condiciones de la Hermandad del Despertar era que quien aspirara a hacerse con la moneda de oro y, posteriormente, con el manuscrito debía contar con la muerte si se arrogaba este privilegio. Y no eran pocos los que tenían estas pretensiones. Maimónides, a quien su tío Elifar le había hecho entrega de la moneda de oro, conocía, además, la respuesta a las tres preguntas que era necesario contestar.

En Fez conoció a otro aspirante con el actual, en todo caso, amistó durante su permanencia en la ciudad. Se trataba de Ibn Rushd, un musulmán, médico como el mismo Maimónides (nombrado Averroes por los cristianos) oriundo de la ciudad de Córdoba en España. La moneda que poseía el tal Averroes le había sido entregada por el propio Ibn Tuyfayl con el encargo de que le consiguiera el manuscrito si no quería morir.

Aunque de religiones antagónicas, a no ser por lo de monoteísmo, Maimónides y Averroes, compartían una visión filosófica del mundo análoga y abrigaban muchas dudas sobre si la fe tenía una correspondencia con la razón. Dicho en otras palabras, les vinculaba la devoción por las doctrinas aristotélicas. Ninguno de los dos se había atrevido a hacer una adaptación de las doctrinas aristotélicas a sus religiones como la que habían emprendido los cristianos con las doctrinas aristotélicas dentro de aquel sistema filosófico que se llamaría y, así se sigue haciendo, la filosofía escolástica. Era necesario resolver antes dos problemas en referencia al origen del mundo, el problema del ser y el del tiempo. Pero en ese empeño encallaban en una respuesta que San Agustín --de quien se suponía que había conocido parcialmente el Tratado de la eternidad absoluta-- decía sobre el tiempo: "Si no me lo preguntan, yo se lo qué es el tiempo, pero si me lo preguntan, no lo se". A la cuestión de ¿ qué es lo que hacía Dios antes de crear el mundo? añadía el santo: "Estaba preparando el infierno para quienes hicieran una pregunta como ésa".

Maimónides y Averroes se llevaban diez años, siendo Maimónides más joven. Ambos habían sido testigos de la crueldad de los almohades que terminó con un siglo de convivencia entre las tres religiones en la ciudad de Córdoba.

Fue el triunfo del radicalismo frente a la moderación de los califas almorávides que habían hecho de la ciudad de Córdoba el eje cultural del mundo conocido. La ciudad disponía de un millar de escuelas --tantas como las columnas de mármol de su mezquita, la más famosa del mundo-- transformada en catedral cristiana años después por Fernando III El Santo. Por miles se contaban también los traductores, dedicados a trasvasar los conocimientos médicos, matemáticos, arquitectónicos y de ingeniería al resto del mundo, emulando en ello a la ciudad de Toledo donde sinagogas, mezquitas e iglesias ofrecían a sus respectivos fieles la posibilidad de practicar sus religiones. El hebreo, el árabe y el latín, --mermado en la puridad con que lo habían hablado los romanos-- eran las lenguas de la convivencia tanto en Córdoba como en Toledo.Eso fue así durante todo el siglo once, pero al comenzar el siglo doce, los almohades quisieron imponer, tanto sobre los judíos como sobre los cristianos, las doctrinas del Islam.

Quien no se convirtiera, tenía abiertas las puertas de las ciudades para emigrar; si permanecía, era castigado con la muerte. Al exilio, en todo caso, no podían llevar los bienes que hubieran acumulado ni vender los que poseían.

Pues bien, sobre las vicisitudes del hallazgo del manuscrito aristotélico y lo que supuso el radicalismo al comienzo del siglo doce, después de otro de convivencia entre los tres monoteismos versa la novela de Jacques Attali titulada La hermandad del despertar. Una novela de intriga perfectamente construida. Para decirlo brevemente, La hermandad del despertar es la novela del siglo XI, así como El nombre de la rosa, de Umberto Eco, es la novela del siglo XIV.

En la carta Sobre el humanismo cuenta Heidegger, autor de Ser y tiempo, que un día los discípulos de Heráclito quisieron saber qué vida llevaba el maestro fuera de la clase. Lo encontraron calentándose las manos en un horno de panadero. Ante la extrañeza de los alumnos, el filósofo les animó: "Acérquense que los dioses también se encuentran aquí".

Jacques Attali, a quien la revista Foreign Policy considera uno de los cien personajes más influyentes en el mundo de hoy, no es propiamente un novelista, es un hombre de pensamiento. Con medio centenar de libros publicados, La hermandad del despertar no es un divertimento que autoriza al autor en virtud de sus inmensos conocimientos sobre la cultura islámica --él mismo es oriundo de Argelia, nacido en una familia judía-- a enviar un mensaje sutil, pero perfectamente coherente sobre los peligros del fanatismo y el olvido de los valores de la convivencia. "El fanatismo, escribió George Santayana, consiste en redoblar los esfuerzos cuando se han olvidado las metas".

No se ha servido Jacques Attali de un ensayo, como lo hizo con su conferencia Bruits (Ruidos), que dio la vuelta al mundo, sino de una novela. Al modo de Heráclito, la novela como entretenimiento sirve también al propósito de llamar la atención sobre la presencia de los dioses urbanos en los lugares más insospechados, como por ejemplo, los de la precaución respecto a los movimientos migratorios, tanto en Francia como en cualquier otra parte del mundo. Pero todo ello queda expresado aquí con primor y modo como cuando corría el dicho: ¿Qué es preferible, equivocarse con Sartre o tener razón con Aron?.

Fotografía: MORDZINSKI

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