Sobre la delincuencia vestimental
Luis Barragán
Consabido, en todo el país la criminalidad común llega a cotas antes impensables. El Estado poco o nada hace para combatirla o neutralizarla, privilegiando sus recursos para incurrir – paradójicamente – en la criminalidad política al desconocer la propia Constitución, sostener ilícitos grupos violentos de preservación del poder y, generalizada la denegación de justicia, encubrir a sus beneficiarios: a corto plazo, no hay consecuencia alguna respecto al desconocimiento del proceso revocatorio del mandato presidencial impecablemente iniciado, las tropelías de colectivos que asaltan a periodistas y mal administran los insumos alimenticios, la evasión del serísimo informe sobre la situación de PDVSA que emanó de una comisión parlamentaria, o de la absurda decisión del TSJ que autoriza el ejercicio del poder por individuos de doble nacionalidad, así expresa e inequívocamente lo negase el constituyente de 1999.
La ciudadanía observa la actuación policial en las calles con sobrada desconfianza, nacionalizado un cuerpo que, además, inutilizó el que más eficazmente ha de desempeñase a niveles regionales y municipales. En toda ciudad, los gendarmes se exhiben en cumplidas horas matutinas, nunca en las más urgidas, dirigiendo un poco el tránsito automotor, organizando las paradas del transporte público que nos permite sospechar de sendos acuerdos con la directiva de las líneas, deteniendo y revisando la documentación de los motorizados más humildes e inofensivos que no duermen hasta tarde como los caciques del hampa organizada, efectivamente descentralizada y duramente competitiva desde las barriadas que les sirven de fortaleza medioeval.
Hay etapas recurrentes para chequear a los transeúntes elegidos según el arbitrario vistazo del policía uniformado, relegarlos a un rincón de la calle o avenida, a la vista de todos, mientras revisan radialmente su documentación, conociéndose también del injusto despojo de pertenencias personales que constituye una temeridad denunciar. Por supuesto, a muy tempranas horas, raramente circulan en los sitios estratégicos de pueblos y ciudades, los pillos más peligrosos y, de tratarse del renglón de carteristas, arrebatadores u otros afines, la modalidad policial parece desaconsejable, remitiéndonos a una labor de inteligencia que pueda dar con los más hábiles bandidos de oportunidad.
Se impone la percepción de lo que cada agente policial entiende como un sospechoso, haciendo de la pigmentación, la juventud, la ropa, el modo de caminar, los zapatos, los lentes obscuros o de un modesto morral, un arquetipo cultural que se acerca demasiado a las convicciones aportadas por César Lombroso a la criminología. Por lo menos, retienen a los sujetos por un tiempo considerable y, a menos que consienta el soborno inmediato, algún equívoco o complicación cierta encarecerá todavía más la solución para lo que es una pesca de arrastre.
El delincuente vestimental, puede decirse, depende de los prejuicios personales de las autoridades policiales que anticipan una condena en las circunstancias menos peligrosas de la vida cotidiana, afectando derechos constitucionales como el de libre tránsito, por citar apenas uno. Nunca será legítimo el desconocimiento de este derecho, pretextándolo por la también libérrima circulación de los hampones, un caso que se supone extraordinario y excepcional que amerita de respuestas extraordinarias y excepcionales como la debida pesquisa y aprehensión: para ello, dispone de recursos un Estado que tampoco puede pretextar sus precariedades presupuestarias, conocido el superávit que expone la policía política.
23/01/2017:
http://www.diariocontraste.com/2017/01/sobre-la-delincuencia-vestimental-por-luis-barragan-luisbarraganj/#
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