EL PAÍS, Madrid, 28 de diciembre de 2016
TRIBUNA
La hoguera de los escrúpulos
Antonio Valdecantos
Cuál es el impulso que lleva a las multitudes a elegir para el gobierno a energúmenos zafios y desabridos, ufanos de su chabacanería tanto como de su dinero, es una pregunta de aspecto enigmático que a veces debe responderse quitándole todo misterio: ¿de verdad lo natural es que las cosas sean de otra manera? La ligazón entre democracia, virtud, inteligencia y buen gusto es en realidad mucho más débil de lo que suele creerse y —cosa que no resulta prudente enseñar en los colegios— cada uno de esos bienes puede subsistir largo tiempo sin la compañía de ninguno de los otros. Pero lo anterior, que tiene todo el aspecto de ser cierto, no explica por qué la maldición en cuestión se declara sólo algunas veces, y qué es lo que ha ocurrido para sufrirla precisamente en este momento.
El escándalo de que los muchos se dejen dominar voluntariamente por uno cuando éste es un personaje grotesco constituye materia de examen desde, por lo menos, el Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie, escrito en torno a 1550. Con la mayor melancolía, La Boétie sostuvo que la multitud consiente en ser gobernada por personajes despreciables a causa de la fascinación mórbida que le provocan. Aunque estúpido y pervertido de por sí, el uno hechiza a los muchos con los atributos de una prepotencia que sólo depende de quienes lo han encumbrado. El uno, que es pequeño y débil, conservará su poder por la voluntaria embriaguez de los muchos, que lo ven grande y magnificente.
En principio, La Boétie puede ser tenido por un despiadado y ácido teórico del populismo, y quizá sea posible leer de este modo su Discurso. Pero en la modernidad tardía la relación de las multitudes con sus bufones coronados adopta seguramente otro modelo. ¿Es cierto que el súbdito experimenta fascinación por el gobernante indecoroso cuando lo entroniza?
Lo primero en lo que conviene reparar es el carácter transgresor que esa elección tiene. El elector sabe con toda claridad que votar a cierta clase de personajes no es lo que se espera de un ciudadano responsable y sobrio, y, precisamente porque lo sabe, descubre que está harto de tanta seriedad y resuelve que ha llegado la hora de hacer lo que el cuerpo le pide. Como escribió Spinoza y se repite con frecuencia, “nadie sabe lo que puede un cuerpo”, pero sí que hemos aprendido, y de manera bien rápida, lo que la política contemporánea está en condiciones de ofrecer a cuerpos ávidos de transgresión que, además, creen poder permitirse a coste cero todos los lujos propios del soberano.
Desde luego, esa conducta se dará con frecuencia en gentes humilladas (sin nada que esperar de una política aseada y pudorosa) y también en muchos elementos patricios de condición filistea (ese burgués desahogado y chusco que tanto se asemeja, aunque con menos patrimonio, al personaje al que vota). Tales grupos sociales serían, sin embargo, insuficientes para sentar en el trono al bufón, el cual no podría aspirar al triunfo si no gozase de un caladero de votos más poblado: el constituido por personas que normalmente se conducirán de manera sensata y templada, pero que en ciertas ocasiones desean dar un sonoro escarmiento. Tales súbditos, instruidos y por lo común morigerados, creen poder hacer una excepción de cuando en cuando y votarán al bufón “por esta vez”, confiando en que los gobernantes normales aprendan la lección y reaccionen en consecuencia (y esperando, aunque por desgracia no siempre con buenas razones, que el experimento no dure más de lo necesario).
Salvo en casos que no serán nunca mayoría (plebeyos y patricios que se identifican sin rebozo con el bufón), el elector no siente fascinación ninguna por el gobernante brutal, y muy a menudo lo juzgará con desprecio. Al contrario de lo que creyó La Boétie, no es necesario estar hechizado para someterse voluntariamente a cierta clase de caudillos. A veces, incluso, el súbdito disfrutará como un gamberro votando a alguien a quien considera mental y estéticamente inferior.
El razonamiento —que casi nunca se hará explícito— es muy sencillo: voto a alguien que, en definitiva, va a estar a mi servicio para tareas prosaicas y a quien voy a tener controlado siempre. Va a ser mi criado y no mi mayordomo ni mi neurocirujano, de modo que bastará con que se ciña estrictamente a su tarea, lo cual le cuadra mejor a alguien de esta calaña que a caballeros o damas de hábitos sofisticados, gentes ensoberbecidas que no se dejan mandar por nadie y sólo sirven a sí mismos y a su casta. ¿O es mejor un político distinguido, que nos humillará constantemente con lo que dice y con lo que calla, que un sirviente un poco maleducado, aunque insuperable en la prestación de servicios? Si fue muy bueno para hacer dinero, ¿no será también un gobernante eficaz? ¿No resulta maravilloso poder tener a un millonario como administrador? Sin duda algunas visitas lo mirarán mal porque es literalmente impresentable, pero en realidad las visitas no importan mucho y, además, las que suelen venir a casa tampoco es que sean muy selectas.
Contrariamente a esta manera de proceder, el votante de damas o caballeros impecables sí que se identifica con el objeto de su elección. Voto a esta persona, dirá, porque es de los míos, es decir, porque soy como ella, y el mero hecho de depositar la papeleta en su favor habrá de tomarse como un signo de distinción. Esta caprichosa manera de pensar es muy frecuente en cierta clase media que, al creerse culturalmente exquisita, se juzga bien representada por quienes en realidad no comparten nada con ella, salvo quizá los modales. Pero entonces habrá que concluir que la identificación (paradójicamente populista) con el gobernante se da más entre los políticos de buenas maneras y su ilustrada clientela que entre el patán impresentable y sus votantes transgresores. Si, en cambio, el elector cree tener al príncipe a su servicio, no hará ninguna falta que lo admire ni que lo juzgue ejemplar. Bastará con que lo considere un instrumento eficaz y, si además le sirve para poder permitirse una provocación intemperante, tanto mejor para la vanidad.
La primera superstición del súbdito contemporáneo consiste en creer que el poder está en sus manos como el siervo en las del amo y la segunda en rendir culto a la transgresión como acto máximamente soberano. Por separado no son muestras demasiado gloriosas de inteligencia, pero juntas pueden producir efectos muy poco recomendables.
(*) Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.
Fuente:
http://elpais.com/elpais/2016/12/28/opinion/1482948715_081605.html
Ilustración: Eulogia Merle.
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