viernes, 6 de septiembre de 2013

DE MAGNITUD (2)

El Nacional - Viernes 05 de Septiembre de 2003     A/6 Opinión
Magnicidio, tiranicidio, suicidio
Jesús Sanoja Hernández

Magnicidio es el atentado personal contra altos mandatarios . En el caso de ser perpetrado contra reyes se le llama regicidio y si es contra tiranos, tiranicidio. Magnicidio fue el John Fitzgerald Kennedy, en 1963, regicidio el de Alejandro I de Yugoslavia, en 1934, y tiranicidio el de Rafael Leonidas Trujillo, en 1961. Pero éstos, como muchísimos otros, pueden englobarse bajo el término genérico de magnicidio.
Las alternativas tiranicidas fueron defendidas en América por varios escritores, sobre todos aquellos ganados por el género panfletario. En España, los servidores del gomecismo acusaron, sin mayores pruebas, a Rufino Blanco Fombona de incitar al tiranicidio en su novela La máscara heroica. Como escribí en el prólogo a sus Ensayos históricos : “La presunción de uno de los confidentes internacionales –que Blanco Fombona estaba enterado del asesinato de Juancho Gómez, cometido cuando la novela salió de imprenta–, obedecía al sombrío servilismo de contrarrestar la campaña propagandística del destierro (...) y arrastraba la enorme falla, perdonable en el submundo del espionaje, de olvidar que Blanco Fombona y muchos más, como Jacinto López y Pío Gil, venían pregonando el tiranicidio desde tiempos atrás, y no cejarían de pregonarlo en los venideros”.
Y más adelante: “¿Se quiere otra lección en este sentido? A Laguado lo secuestran en La Habana y lo lanzan al agua, pasto de los tiburones, por haber predicado el terror individual “, pero en todos los casos las víctimas resultaban los profetas del anarquismo, los tiranicidas verbales. Gómez y los suyos jamás dijeron que mataban. Los malos hijos de la patria morían, en cambio, en las cárceles y el exilio.
¡Y eran los terroristas¡ Ni más ni menos la historia de Machado y Morales y Julio Antonio Mella”.
El asesinato de Juancho Gómez, junio de 1923, antes que debilitar al tirano, lo afianzó en el poder.
El misterio sirvió para que el ecuatoriano Gerardo Gallegos escribiera, con tendencia novelesca, el libro En el puño de Juan Vicente Gómez y, pasados los años, para que Manuel Ramón Oyón revelara ciertos detalles, Domingo Alberto Rangel reconstruyera el escenario y hasta Herrera Luque indagara sobre sus motivaciones y autoría. Ramón J. Velásquez, a su vez, ha sostenido que “la verdad se la llevó Juan Vicente Gómez a la tumba. Como la mayoría de los crímenes dinásticos, la maraña de las ambiciones esconde los personajes. Del expediente judicial se arrancaron las páginas fundamentales y quedó sólo la repetición de conocidas anécdotas”.
Habría que esperar casi treinta años para que el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud apareciera (según Guillermo Morón en su respuesta a al eurodiputado Emilio Meléndez del Valle) como el único magnicidio de nuestra historia. Y una década más para que fracasara el magnicidio de Rómulo Betancourt, quien invocaría, a salvo del atentado y en un momento de lucidez, “el espíritu del 23 de Enero”.
Reacio espíritu, sin embargo, que lejos de volver fue a caer en las tierras de la violencia de aquellos iniciales años de la democracia representativa.
Muchos muertos, más de la oposición que del gobierno, fueron el legado de aquella década.
Si los adversarios más radicales de Chávez apelaran al magnicidio, como a veces él y algunos de su entorno denuncian, cometerían el mayor de los errores en que una oposición fortalecida pudiera caer. Y tal acto no sería tiranicidio, porque Chávez no es un tirano, sino un magistrado electo que atraviesa controvertida etapa revocatoria. Y si la oposición está segura de que por esa vía lo echarán de Miraflores, ¿para qué entonces lanzarse a una aventura cuyo desenlace podría ser fatal?
Matar a Chávez sería, pues, magnicidio, pero no tiranicidio. Y suicidio ¿qué sería? Sería, en el caso de la oposición, desechar la vía real para meterse en un laberinto, y en el de Chávez caer en “la tentación totalitaria”, desconociendo la Constitución y el proceso por los que tanto batalló. Cuestionar los resultados de un revocatorio que no le fuera favorable, o eludirlo, pasando por encima del artículo 72, sería suicidio, como fue suicidio frustrado el de la oposición con el paro de 63 días.
Es paradoja, pero también lección: no ha faltado quien haya justificado el fin de Allende por haber tolerado radicalismos izquierdistas que llevaron a Chile al borde de la cubanización y, por lo mismo, justificado y hasta exaltado el período terrorista de Pinochet. Es decir, a la condena de una democracia demasiado permisiva con sus desbordes anarquizantes, pero democracia al fin, se le opone la alternativa purificadora de un régimen de fuerza que hizo del terror su base de sustentación. No añoremos lo que ya fue vergüenza. Si queremos democracia, actuemos, los unos y los otros, como demócratas. El librito azul que le ha servido a Chávez para gobernar debe servirle también a la oposición para intentar gobernar. Lo que es igual no es trampa.

Cfr. Siete sicilianos para matar a un dictador: http://cronicasdeltanato.wordpress.com/7-sicilianos-para-matar-a-un-dictador/
Fotografía: Pedro Estrada denuncia el intento de magnicidio del otrora Presidente Pérez Jiménez.

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