Electrocidio
Luis Barragán
Convertido en hábito, padecemos algunos hechos que tiene por único propósito el de consagrar una argumentación falaz. Poco importa que sean falsos, pues el mayor interés está en desacreditar la palabra, confundir y sojuzgar al interlocutor, e imponer una versión de la realidad que simple y descaradamente la desafía y complota.
Frecuente en todo el interior del país, recientemente la ciudad capital supo de un prolongado apagón que mereció toda la paciente resignación de sus habitantes, intuyéndolo también como una emboscada. A sabiendas que el ministro del ramo no renunciará, como lo prometió con una prosopopéyica convicción, hubo una probada cautela en la población que sorprendió a los promotores del ensayo general, pues, cierto o no el motivo del colapso eléctrico, ya es común la creencia en el miedo gubernamental por una reacción caraqueña frente a su confesa incompetencia.
En lugar de una convincente explicación, Nicolás Maduro trató el problema, banalizándolo, como uno más en el prolongado libreto de su cadena radio-televisiva, peregrinando en torno al sabotaje del que todavía no tiene la prueba contundente e incontestable que merecemos, ni la fe de vida de la celebérrima iguana que jerarquiza a la especie en nuestro historial republicano. Y, lo peor, es que no se vio en el deber de realizar un inmediato llamado a la calma por el sobrevenido desperfecto, como era de esperarse, sino que – reconociéndolo – navegó sobre el oleaje de las previsiones y los comedimientos de una población que, valga el dato, autorregulándose, no estuvo dispuesta a manifestarse violentamente como esperaban, así fuese parcialmente, suponemos, los analistas de inteligencia.
A juzgar por la respuesta del gobierno, minimizando la gravedad del colapso, la única meta que cumplió fue la de resembrar su interpretación, dejando a los funcionarios menores la inmediatez inevitable del evento. Además, para la argumentación falaz, cuenta con la ventaja del olvido sobre el éxito de una industria que - antes - abarató el costo de la energía, suplantadas otras fuentes tradicionales, llegando – incluso – a exportar electricidad en las postrimerías del denominado puntofijismo, No obstante, reparemos en la familiaridad del caso con la consabida denuncia del magnicidio o la tragedia de Amuay.
En efecto, siendo tan distintos, la crisis eléctrica tiende un puente con el temor al asesinato que muy bien Irving Copi y su “Introducción a la lógica”, nos permitiría ejercitar generosamente las falacias. Temor y riesgo que se supone propio de todo Jefe de Estado, aunque nunca exteriorizado tan plañidera, amplia y angustiosamente por Rómulo Betancourt que efectivamente lo sufrió, por ejemplo, como ha ocurrido con peculiar obsesión en la última década y media, pudiendo inquietar a psicólogos y psiquiatras: hasta Pedro Estrada llegó a presentar las pruebas de la tentativa contra Pérez Jiménez, a mediados de los cincuenta, dando una larga explicación a la prensa que los historiadores no niegan, pero – ahora – basta la sola sospechosa, la supuesta captura de los ya olvidados ejecutores de una acción tan temeraria que, por lo menos, inexpertos en la materia, cinematográficamente creemos que amerita de muy diestros especialistas.
Amuay es otro caso, ya que – cumplido un año de la tragedia – el gobierno no ha dado una explicación pormenorizada, profesional y confiable, consecuente con aquello de “los muertos resucitan con la victoria de la patria” de Chávez Frías, quien negó una fuga de gas como causante (El Nacional, Caracas, 27/08/12), toda una sandez que trivializó la muerte y la desolación en Paraguaná, por no citar la censura de prensa a la que no se atrevió siquiera la Junta Militar de Gobierno con un hecho parecido (ibídem, 25/02/50). Maduro y Ramírez hablan de sabotaje, pero no se atreven a responder al informe de seiscientas páginas, elaborado responsablemente por la oposición parlamentaria con el concurso de reconocidos expertos.
Acaece en toda experiencia totalitaria, un tercero es el culpable de los fracasos, la hambruna, las derrotas, el atraso, estrangulando la palabra que esclarezca. A la postre, una sobredosis recurrente de mentiras, fingimientos y engañifas, convierte la irracionalidad en el mejor soporte: por ello, hay que hablar, razonar y convencer constantemente, reivindicando el debate, ya que por muy consabidos los hechos, pronto se olvidan, deslizándose un silencio de privaciones.
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Fotografía: Publicidad, Caracas, 1938.
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