El Nacional - Viernes 26 de Septiembre de 2003 A/8 Opinión
Magnicidios, elecciones y golpes
Jesús Sanoja Hernández
Los tres temas los ha puesto de moda “el inquilino de Miraflores”, palacio de gobierno donde en 1923 fue acuchillado el vicepresidente Juancho Gómez en estremecedor capítulo de novela político social.
Magnicidio fue en Venezuela el de Delgado Chalbaud, presidente de la Junta Militar, y magnicidio frustrado el del 24 de junio de 1960.
Rafael Leonidas Trujillo (Chapita) estuvo detrás de aquel intento. El tirano caribeño, retratado por Vargas Llosa en La fiesta del chivo, había estimulado conspiraciones contra Betancourt desde los tiempos en que éste encabezaba la Junta Revolucionaria de Gobierno y siguió con la manía una vez que el guatireño volvió a la magistratura por la vía del voto.
Pero dulce es la venganza. No había transcurrido un año cuando Chapita cayó abatido en acto terrorista que sería el segundo en la historia dominicana, pues 62 años antes, el 26 de julio de 1899, manos justicieras lo habían hecho con Ulises Hereaux, el dictador biografiado por el venezolano Horacio Blanco Fombona. Y lo que no consiguió Chapita con Betancourt lo pretende hacer, según proclama y repite Chávez, el ex presidente Pérez con él, nada menos que desde su base turística (o residencial) dominicana.
Betancourt no llegó a Miraflores en 1958 por la vereda golpista de 1945 sino por la vía real de la elección popular. Y Juan Bosch ganó la presidencia dominicana a través del voto, en 1962, luego de 32 años de dominio del clan trujillista.
Dicha pasajera como presagiosa:
el 25 de septiembre de 1963 Bosch era derrocado, mientras su amigo, quien iría siéndolo cada vez menos a medida que aquel estrechaba vínculos con Fidel Castro, se mantenía firme en el poder, abriendo cauce al largo (e increíble en Venezuela) período de la democracia representativa.
Con América Latina la doble relación de Estados Unidos es harto conocida. Lo que no hizo a raíz del derrocamiento de Bosch lo haría cuando éste intentó ser restituido en el poder por militares nacionalistas. Llegó así abril de 1965, la invasión de república caribeña por tropas norteamericanas, bajo el pretexto de una insurrección comunista en ciernes, versión antagónica de lo que había sucedido en Venezuela durante el tramo de lucha armada: “Balas sí, votos no”. Muy pocos creyeron en los argumentos aducidos por el gobierno de Johnson, todavía embelesados con el mare nostrum monroísta. Y nada menos que Drew Pearson, en su celebérrima columna “El carrusel de Washington”, reproducida por cantidad de diarios, entre ellos El Nacional, insistía en que la iglesia, los militares y los petroleros había sido factores determinantes en la crisis dominicana.
Un párrafo de esa columna revelaba que “en el Pentágono hay una lista de cerca de cincuenta conocidos comunistas que participan en la revuelta. Algunos embajadores latinoamericanos aquí se refieren a esa lista como las ‘57 variedades de pepinillos comunistas.
Pregunta por qué Estados Unidos envía 14.000 marinos para combatir a 57 hombres. Haciendo a un lado este mal chiste, recordemos que el origen de las dificultades del presidente Bosch puede atribuirse a la actitud del clero y de los grandes intereses petroleros norteamericanos”.
La mayoría de los gobiernos latinoamericanos de origen electoral vieron con malos ojos tanto el derrocamiento de Bosch como la intervención militar de Estados Unidos, no así los impuestos por las armas. Por ejemplo, el de Castelo Branco (Brasil), no sólo apoyó la acción propiciada por la Doctrina Johnson sino que manifestó su disposición a enviar un contingente de fuerzas armadas a Santo Domingo, actitud contrastante con la de Uruguay y Venezuela, por nombrar solo dos. Por ejemplo, el presidente Leoni sostuvo que el orden constitucional debía ser base de cualquier solución en el problema dominicano, mientras Caldera, cabeza del mayor partido de oposición, pidió “el cese perentorio de la intervención”. Y pese a la situación política de entonces, las manifestaciones de protesta, como la realizada en la plaza Concordia, unieron, caso excepcional, los sentimientos de los subversivos con los de “status”.
Si en la invasión de República Dominicana los petroleros de Estados Unidos, a la cabeza de ellos los de Texas (ustedes los conocen, seguramente) tuvieron tanta influencia, en el actual conflicto del gobierno bolivariano con el gobierno de Mejías (antes mentado, muy cariñosamente, Hipólito), ¿no la tendrá la “nueva Pdvsa” ? Manejar el petróleo, en este caso el Acuerdo de San José, con criterios de represalia política no parece lo más sensato o aconsejante como política exterior. Ya se entrevén las consecuencias, según el caso, de tratos preferenciales y tratos discriminatorios, aquellos movidos por la solidaridad entre procesos y éstos provocados por desacuerdos circunstanciales.
Si la presencia de CAP en La Romana u otro sitio y la sospecha de que allí prepara un escenario magnicida molesta a Miraflores, ¿por qué comenzar con voluntariosa represalia y no con una “nota de Cancillería” ? ¿O es que queremos guerra petrolera sin antes dar la batalla diplomática?
Fotografía: Juan Bosch, tomada de la red.
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