sábado, 5 de febrero de 2011
testimonio en una sociedad de sobrevivientes
EL NACIONAL - Sábado 29 de Enero de 2011 Papel Literario/1
Testigos de lo humano
ANA NUÑO
El exterminio programado de los judíos no se limitó a la maqu i naria de muerte de los campos de exterminio nazis. Fue un proceso largo y complejo, con numerosas etapas y diversamente llevado a cabo en más de una docena de países europeos. Ciertamente, la realidad --la inconcebible realidad-- de Chelmno, Treblinka, Majdanek, Sobibor, Belzec y Auschwitz-Birkenau fue la culminación de ese proceso. Pero si sólo supiéramos de ella, aún estaríamos muy lejos de comprender su verdadera naturaleza, lo que hace que "la destrucción de los judíos europeos", como acertadamente lo llamó Raul Hilberg, siga hoy --después de haberse escrito bibliotecas enteras, filmado decenas de películas, llevado a juicio a algunos de sus perpetradotes-- pareciéndonos un Leviatán surgido del abismo, inabarcable con la vista e incomprensible en su misma posibilidad.
Desde Poliakov hasta Hilberg, los historiadores de la Shoá han descrito con minuciosidad el entramado de leyes construido por el régimen nazi para suprimir uno a uno los derechos civiles de los judíos en Europa, hasta conducirlos a la fuerza a entrar en un vagón para ganado. Pero lo han hecho, casi siempre, sin recurrir a los testimonios de sobrevivientes. Además de su propia concepción del trabajo del historiador, Hilberg, por ejemplo, justificaba su negativa a utilizar los testimonios como materia historiable apelando a un acto de militancia: no había que dar carnaza a los negacionistas. Que, como es sabido, explotan un sofisma para negar la realidad del exterminio: como no hay testigos presenciales que sobrevivieran a las cámaras de gas, ergo las cámaras no existieron. Como el sofista negacionista no atiende a razones, se muestra insensible a la fundamental, que Primo Levi enunció con dramática claridad: "La demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte." Desde luego, el énfasis en los campos de exterminio en la literatura histórica de la Shoá responde a razones menos circunstanciales.
Porque el exterminio de los judíos fue un proceso que condujo a un único y letal destino, y porque ese destino ofrece rostros tan diversos como las matanzas de los Einsatzgrüppen en Ucrania y los países bálticos, los campos de trabajo en Moldavia y los gaseamientos masivos en Polonia, comprensiblemente el foco de los historiadores ha recaído durante décadas en esta violencia última y extrema. La obligación de los historiadores consiste en describir las causas y los efectos de los fenómenos históricos y en aquilatar sus consecuencias, y las del proceso de exterminio de los judíos, por su naturaleza y dimensiones, justifican sobradamente la atención casi monotemática a la ejecución de la "solución final".
Pero el valor de los testimonios no se confunde con la misión de las disciplinas históricas. Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo: conviene recordar esta frase, con la que Jorge Luis Borges comienza un famoso cuento de su Libro de arena y que bien puede servir de definición del testigo. Los sobrevivientes, cuando toman la palabra, no dicen la realidad del exterminio: dicen su recuerdo de esa realidad. De la parte que a cada uno le tocó en suerte y por desgracia vivir. ¿Que son recuerdos parciales? Inevitablemente. ¿Que a veces son confusos o inexactos? Sin duda, como lo son la memoria y el olvido, la carne y el hueso de la humana existencia. Pero su valor es otro. Los testimonios de los testigos nos recuerdan que una norma administrativa, cuyos efectos aparentemente son limitados --prohibir a los no arios impartir clases en la universidad, por ejemplo--, puede presagiar las peores violencias. Y nos lo recuerdan no con la prosa fría del especialista, sino de la única manera realmente efectiva para todos, especialistas y no especialistas: contándonos lo que las nuevas normas, redactadas en lejanas oficinas ministeriales, hicieron efectivamente de y con sus vidas.
Es difícil exagerar el valor de algo aparentemente tan simple como contar que, a partir de tal día, no fue posible estudiar o ganarse la vida o seguir viviendo en la casa y la ciudad natal. No es sólo que comprendamos mejor, es que es el único modo de "historiar" la tragedia cotidiana. Y a la postre, el único que permite comprender que la gran tragedia, la tragedia con mayúsculas del exterminio de los judíos, está hecha de millones de tragedias cotidianas, que son pequeñas sólo en comparación con el desmesurado Leviatán.
Por eso se equivocan quienes sostienen que los testigos de la Shoá son, en primer y fundamental lugar, los sobrevivientes directos de las matanzas.
Son, qué duda cabe, quienes sufrieron en carne propia las dentelladas más mortíferas del monstruo. Pero si queremos comprender --comenzar a comprender-- al monstruo en toda su extensión, no cabe hacer distinciones entre unos y otros. En la balanza de la Historia, el mismo peso tiene el testimonio de quienes, al sentir en la nuca el soplo del monstruo, buscaron refugio en el exilio.
Jeremy Bentham decía que los testigos son "los ojos y los oídos de la justicia". Tal vez no pensaría en ello, pero al decir tal cosa, el padre del utilitarismo inglés enunciaba la más antigua definición del papel del testigo. Una definición que debemos, como tantas otras cosas, al judaísmo, y que aparece enunciada por vez primera en el Deuteronomio: para juzgar un delito y condenar a quien lo cometió, hacen falta como mínimo dos testigos.
Como insistía una y otra vez Primo Levi, escuchar al sobreviviente es un acto de conocimiento, pero también de reconocimiento.
Esta es la función más noble, por último, de los testimonios de la Shoá
La tradición memorialista del judaísmo hunde sus raíces en la traumática experiencia de la Diáspora. Durante más de dos mil años, recordar, para el judío, no ha sido otra cosa que mantener viva la llama de sus creencias y costumbres. El fuego de su identidad. En esa tradición es insoslayable el lugar que ocupa la memoria de la intolerancia y las violencias sufridas. Porque la historia del pueblo judío, hasta la fundación del Estado de Israel, ha sido la de una prolongada y cruel persecución. Por eso puede decirse que la memoria del judaísmo es, ante todo, la memoria de sus testigos.
Recordemos, por ejemplo, la importancia de una tradición vivaz en todo el ámbito del judaísmo, y muy especialmente entre los judíos de la Yiddishkeit. Es decir, precisamente la colectividad, la cultura, el modo de vida que fueron casi completamente borrados de la faz de la tierra en la Shoá. Para esta colectividad, los Memorbukh representaban una de sus prácticas más consolidadas: cada Kehilá tenía su Memorbukh, en el que se recogía el martirologio de sus habitantes. De quienes, por ejemplo, en medio de las masacres que acompañaron las cruzadas, perecieron por mantenerse fieles al Kiddush HaShem, la Santificación del Nombre.
El judío es, por todo ello, nuestro testigo. Quiero decir que lo es de todos los que, judíos y no judíos, formamos parte de la civilización occidental. Sin él, los no judíos nada o muy poco sabríamos de las consecuencias de nuestros actos más atroces. Gracias a él, judíos y no judíos podemos aprender a hacernos humanamente responsables de nuestros actos. Para decirlo parafraseando la famosa --y errada-- definición que Sartre dio del antisemita: la mirada del judío es lo que me hace ser humano. También por eso es tan valioso el testimonio de los sobrevivientes, sobrevivieran a lo que sobrevivieran.
Ma x Weber decía que el hombre es el único animal capaz de decir no. Capaz, sin duda, pero no siempre dispuesto a hacerlo. La ejemplaridad del judaísmo estriba en haber elevado esa capacidad a lección de vida: diciendo no --a los falsos dioses tanto como a entregarse a la fatalidad y al olvido-- el testigo nos enseña a vivir humanamente.
Como insistía una y otra vez Primo Levi, escuchar al sobreviviente es un acto de conocimiento, pero también de reconocimiento. Esta es la función más noble, por último, de los testimonios de la Shoá. Después de leerlos, es imposible seguir aplicando los viejos esquemas pseudoexplicativos del comportamiento de verdugos y víctimas que fueron dominantes, no hay que olvidarlo, hasta los años setenta del pasado siglo. Ni los verdugos eran, en la inmensa mayoría de casos, monstruos pervertidos y sádicos, ni las víctimas fueron, según la consagrada y cruelmente injusta expresión, "ovejas que se dejaron mansamente llevar a las cámaras de gas". De golpe, la pormenorizada descripción de comportamientos, reacciones, conductas en contextos muy precisos y complejos que recorre las deposiciones testimoniales, no sólo no se deja reducir a estereotipos, en el fondo consoladores para quienes no hemos tenido que padecer los extremos del infortunio, sino que nos interpela directamente a nosotros, hoy. Porque si los verdugos no eran monstruos ni las víctimas fueron débiles, lo que cabe es tomarse muy en serio la interrogación acerca de lo que el hombre, todos los hombres puedan llegar a ser y hacerse unos a otros.
Esa función, la más noble, la cumplen sobradamente los testimonios de sobrevivientes que hallaron en Venezuela el hogar que una enloquecida y criminal Europa les arrebató, a falta de quitarles la vida. La amorosa dedicación que la Unión Israelita de Caracas, a través de su Dirección de Cultura, ha puesto en la siempre difícil y dolorosa labor de recogerlos es algo de lo que todos los venezolanos debemos enorgullecernos. Porque nos impone la tarea más alta, la más arriesgada y difícil también: convertirnos en testigo del testigo.
Aun a sabiendas de que la verdad última está depositada en los versos de Paul Celan: Nadie testimonia por el testigo.
(*) Este texto es una versión del prólogo al tomo III de Exilio a la vida. Sobrevivientes de la Shoá: Testimonios en Venezuela, que será publicado en marzo de 2011 por la Dirección de Cultura,
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