lunes, 7 de febrero de 2011

(de nuevo) magnicidio tres


EL NACIONAL - Domingo 14 de Noviembre de 2010 Siete Días/4 Siete Días
historia
Consecuencias de un magnicidio
En su libro Sumario, Federico Vegas narra la historia del único magnicidio de la Venezuela contemporánea, el de Carlos Delgado Chalbaud, del cual ayer se cumplieron 60 años. En esta página describe al hombre que se volvió incómodo y lo pagó con su vida, y el drama de otros dos personajes: su esposa Lucía y su hija Elena
FEDERICO VEGAS
FEDERICOVEGAS@HOTMAIL.COM

Mientras escribía la novela Sumario, me pregunté muchas veces por qué razón el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud fue olvidado tan pronto. Esta suerte de desvanecimiento me interesó más que saber con exactitud cuál fue la participación de Marcos Pérez Jiménez.

Quizás mi interés se debió a una creciente fascinación por la figura inasible de Carlos Delgado. ¡Cuánto hubiera dado por verlo conversar, planificar, incluso dudar! A medida que avanzaba la novela, su espíritu se fue colando entre las líneas y cada vez me conmovía más su foto meditabunda, colocada en mi mesa de trabajo como si fuera un abuelo al que debía rendir culto, y cuentas.

Mientras más se conoce sobre Delgado y su muerte, más se adentra uno en un delta de incertidumbres y secuencias inexplicables, en el alma de un hombre sin creencias ni convicciones, sin arraigo... Fue justo mientras revisaba esta confusa frontera, cuando comprendí por qué el personaje me resulta tan cautivador: Carlos Delgado tiene mucho de lo que quiero llegar a ser.

La clave de esta epifanía se la debo a un aforismo de Rafael Cadenas publicado recientemente en el suplemento Papel Literario de El Nacional: "Toda creencia es un confinamiento". Y de manera más explícita a una frase de Francisco Vera Izquierdo que se lee en el libro La incomprensible, divertida y asombrosa vida de Paco Vera: "Para gobernar es menester, primero, ser muy bruto; segundo, dar muchos palos, y tercero, estar convencido de tener la razón. Acerca del mando nada digo porque perros y caballos es lo único que he logrado que me obedezcan; pero tocante a creencias, sí he pensado siempre que el enemigo de la verdad no es el error sino la convicción".

Puedo afirmar que Delgado no tenía nada de bruto, que no le gustaba nada dar palos y que era un buen jinete, pero no tan buen comandante. Allí está su gran desventaja frente a Pérez Jiménez, un hombre astuto para aprovechar las ocasiones y las oportunidades, y muy bruto para saber cuáles son las primeras causas y las últimas consecuencias.

Delgado avanzaba sobre su formación e inteligencia con la sempiterna pesadumbre de quien no está convencido, de quien no está seguro. ¿Cómo creer en los adecos o en los militares? Se utilizaba su imagen, su capacidad organizativa, sus opiniones, mientras él cruzaba por la política buscando la razón y sin tenerla jamás. Es desde el inicio un fantasma que se mueve por los bandazos del poder, hasta que se hace demasiado corpóreo y hay que sacrificarlo. Su muerte debe haber sido dolorosa hasta para sus propios ejecutores, pero ciertamente conveniente, porque ahora sí se podía errar con entera convicción a través de órdenes indiscutibles, realizar desmedidas obras y dar palos a diestra y siniestra.

Delgado se parece a nosotros, a todos los que no nacimos para imponer nuestra voluntad a los demás, sino para compartir nuestras ideas, nuestros esfuerzos. Su pecado era ser brillante, deslumbrante, ideal para adornar los descalabros; de aquí que se sume de último en las conspiraciones de 1945 y 1948, y sea la cabeza aparente después de ambos golpes.

Parte de las consecuencias directas de su drama las podemos ver en su esposa y en su hija. Y digo que las podemos ver porque existe una filmación del entierro de Carlos Delgado en la que aparecen las dos: Lucía, una mujer de 40 años de edad, y Elena, una joven de 14. En el breve documental (vimeo.com/9019227) aparece la casa de donde parte el presidente de la Junta Militar la mañana del 13 de noviembre de 1950; el callejón en Chapellín donde lo secuestran; la quinta en Las Mercedes donde lo asesinan; el salón elíptico donde lo velan; sus dos compañeros de la Junta Militar leyendo discursos; los soldados, los dignatarios y la turba que siguen al carro fúnebre; la muchedumbre abarrotada en el Cementerio General del Sur. Es entonces cuando por fin aparecen Lucía, que ha envejecido veinte años, y Elena, una linda joven que acaricia el hombro de su madre como si jalara un hilo suelto. En la última escena, Pérez Jiménez le entrega la espada de Carlos Delgado a la viuda. Ella la acepta con un gesto en el que se cruzan el miedo y la rabia, el dolor y la indignación, el estupor y, una vez más, las dudas. Una estrofa de la canción cubana que acompaña el documental nos dice: "Y yo me estoy muriendo porque el destino dice que ya no podrá ser".

Cuando creí que llegaba al último capítulo sobre este asesinato, entraron en escena con fuerza inusitada las vidas de Lucía y Elena. En ese momento la novela comenzó a extenderse desbocadamente con la historia de una mujer acosada hasta con llamadas telefónicas que fraguaron con fragmentos de grabaciones, para que parecieran provenir del marido muerto; y la de una niña solitaria y peligrosamente introvertida.

Este inesperado segundo impulso se debió, sin duda, a que volqué en sus melancolías insaciables buena parte del peso que yo sentía. No hay en Sumario personajes con tragedias tan categóricas. Una vivió el asesinato de su padre, a quien adoraba, y luego el suicidio de su madre. Lucía sobrevive a un primer intento la noche del 31 de diciembre de 1950; quince años después logra su cometido en París.

Otro capítulo. Reviso ahora al- gunas notas sobre un capítulo que nunca incluí y que espero no se conviertan en una tercera novela.

La historia de Elena llega hasta los años noventa. Su mejor amiga fue Virginia Betancourt.

A pesar del enfrentamiento en el golpe de 1948, Lucía y Elena continuaron queriendo mucho a los dos Rómulos, Gallegos y Betancourt.

Virginia me recibe en su apartamento. Nada en ella es complicado o posado. Comparte sus recuerdos con franqueza. Virginia sabe que a medida que nuestras vidas se convierten en pasado, nos pertenecen cada vez menos y sólo tienen sentido cuando unimos nuestro trazo a otras huellas hasta formar un dibujo más amplio. Ella comprende que debe ser particularmente generosa, pues le ha tocado vivir días rebosantes de lecciones y conflictos. Principios y finales que para muchos son referencias lejanas, para ella fueron episodios hogareños. En su sencillo apartamento se quiere rodear de objetos e historias que la fijen aún más a su tierra.

Los seres que han emprendido esas vueltas inciertas entre derrotas y victorias se obsesionan con sus raíces, pues saben que a ellas deberán su cordura, el sentido de llegar a algo, de ir y volver, de concluir lo comenzado, de pertenecer.

La tarde que conversamos, repasamos unos párrafos de su libro Vida de familia: "En enero de 1972, mi padre me escribió desde Berna: `...recibimos un cordial mensaje de Elena Delgado. Incluso promete pasarse un fin de semana aquí con nosotros. Ha sido una extraña sorpresa, pero por supuesto que le hemos contestado afirmativamente. Es amiga tuya de infancia y eso basta. Sus padres fueron unos sin patria, gente de la generación perdida entre dos guerras, y la gente necesita un suelo suyo, una patria suya".

Al cerrar el libro, Virginia añadió: --Fíjate que a Elena la educaron en una eterna contradicción: en Venezuela estudiaba en un colegio norteamericano, en Nueva York en un liceo francés y cuando volvieron a París la enviaron a Oxford. Sólo en la música encontró paz e identidad. Si hubiera podido ser una ejecutante o una compositora se habría salvado, pero sólo se acercaba a la música como espectadora, y hay tanto silencio entre concierto y concierto.

Antes de irme, le pregunto si tiene cartas de Elena.

--Elena jamás escribía...

Una sola vez recibí una postal.

Venía de Grecia.

Días más tarde, Virginia me envió un sobre que contenía una carta: Caracas, 10 de agosto de 1974 Querido papi: Recibí una postal de Elena. ¡Aleluya! Está en Grecia. Le dije que al regresar a París pasara por Berna con una lista de preguntas y un grabador, para que de una vez por todas converse contigo y dilucide una serie de dudas que alimentan sus fantasmas interiores. Llámala al hotel Creta Beach, Ammoudara, Heraklion, Creta. Quisiera, papaíto, que fueras indulgente con Elena. Ella tiene que liberarse de un pasado que la oprime y no la deja ser, y tú puedes ayudarla...

Virginia Pocos días después, logro ubicar por teléfono a una persona que fue cónsul en París entre 1987 y 1992. Le explico que estoy estudiando la vida de Carlos Delgado Chalbaud y necesito algunos datos sobre su hija. Después de unos escarceos iniciales entramos de lleno en el tema: --Cuando comencé a trabajar en el Consulado, conocí a un abogado de apellido Benzadón, un cuarentón alto y bien parecido, creo que de Marruecos. Hablaba español perfecto y desde hacía tiempo le encargaban los casos del Consulado. No recuerdo en qué fecha apareció Elena. Al principio sólo supe de una venezolana que era incapaz de manejar sus bienes. Cuando la conocí, no la encontré tan mal. Vivía en un apartamento amplio y bien situado en la avenida Duquesne, pero sí se notaba mucho abandono. Poco tiempo después hubo un incendio en ese apartamento y el abogado marroquí nos dijo que había sido la misma Elena tratando de suicidarse, y que ahora estaba en un psiquiátrico. Le pedí a Benzadón la dirección para visitarla y se hizo el tonto. En ese momento comencé a sospechar. Apenas se dio cuenta de que yo estaba haciendo averiguaciones, Benzadón empezó a asediarme con flores y perfumes. Era un seductor, pero tuve la suerte de detestarlo desde el principio. Poco después, Benzadón se cayó de una escalera y hubo que hospitalizarlo. A raíz de ese accidente comenzaron a llegar rumores al Consulado: "Benzadón fue quien provocó el incendio en el apartamento. Era un plan para llegar en el momento justo, salvarla, declararla loca, convertirse en su guardián y dejarla sin un centavo". Y otra versión más enredada: "Benzadón estaba tratando de buscar un psiquiatra que se prestara a su juego, y terminó encontrando uno más pillo que le dio una golpiza y lo sacó del juego". Lo cierto es que Benzadón no volvió a caminar y más nunca trabajó para el Consulado.

Ahora llega a mis manos el testamento de Elena. Leo que dejó al psiquiatra Jean Oury tres apartamentos en París, pero es difícil creer que Oury haya sido cómplice del marroquí Benzadon, pues el testamento fue presentado ante el notario en 1972 y Elena murió en 1995. ¡Hay veintitrés años entre el testamento y el acta de defunción! ¿Por qué Elena hizo su testamento a los 37 años? Supongo que el suicidio de su madre sería una alternativa que la perseguía incesantemente.

Jean Oury aún está vivo. Es miembro de la Escuela Freudiana de París y fue uno de los creadores de la llamada Societé du Gèvaudan, dedicada a "resistir y crear": resistir las políticas eugenésicas y segregacionistas contra los enfermos mentales y crear un sistema basado en "el arte de la simpatía" y no en la alienación.

Los de Gèvaudan sabían de qué estaban hablando, pues varios habían logrado huir de campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. No me molestaría que un tipo así fuera mi psiquiatra.

Aunque Oury me odiaría por simplista si llegara a saber que lo tenía en el mismo lote que al cruel Benzadón. Oury cree que el inconsciente tiene su propio lenguaje. El mío es artero y saltarín, tanto que pretendía resumir el final de la vida de Elena en un solo lance, ignorando, voluntariamente y con muy poco fundamento, toda la complejidad de su vida y las insondables consecuencias de un magnicidio que ciertamente no he logrado olvidar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario