miércoles, 12 de enero de 2011

dos textos de bolivarianidad


EL NACIONAL, Caracas, 4 de Septiembre de 2001 / Opinión
Laureles para el bochinche
José Rivas Rivas

Definitivamente, no hay suceso alguno en la historia de Venezuela que ofrezca tan variadas interpretaciones ni sea objeto de tantos imprecisos análisis como el apresamiento de Miranda, en La Guaira, en 1812, por Bolívar y otros oficiales patriotas. Basta un puñado de palabras para contar el hecho, pero son insuficientes miles de vocablos para clarificarlo, pues cualquiera se pierde en el cúmulo de hipótesis sin encontrar el hilo de Ariadna que le permita salir airoso de ese laberinto. Veamos: el generalísimo Miranda al verse derrotado capitula ante Monteverde y ya está en La Guaira listo para salir de Venezuela. Bolívar, sumamente deprimido por los acontecimientos y enfurecido con Miranda por haber decidido la capitulación, resuelve, con algunos compañeros de armas, apresarlo.

En la madrugada del día previsto para zarpar, bajo la tenue luz de un candil reconoce el precursor a sus apresores y dice aquellas palabras que todos conocemos (“Bochinche, bochinche... esta gente no sabe sino hacer bochinche”). ¿A quiénes se refería Miranda cuando usó lenguaje tan despectivo? ¿Eran sus copartidiarios de lucha los artífices del bochinche? ¿Era el pueblo venezolano quien se merecía tal cognomento? Aquí inicia Miranda su calvario: tildado de traidor por sus amigos patriotas, y luego cautivo de las fuerzas realistas. ¡Traidor! Ningún vejamen peor que éste para quien ha sido un guerrero fidelísimo a la causa republicana, consustanciada con su vida. Acerca de este suceso los historiadores han hilvanado las más diversas exégesis: algunos, obvian comentarlo y prefieren saltarse la narración; otros, se afilian al punto de vista de los patriotas que apresaron a Miranda; y hay quienes exculpan el generalísimo y explican los hechos como un injustificable error de Bolívar.

Liévano Aguirre considera las palabras de Miranda, ya citadas, como el “supremo desprecio del criollo afrancesado por los suramericanos”. Gerhard Masur opina que “Si Miranda hubiese creído en la sinceridad de los españoles y esperado que se cumplieran las condiciones estipuladas, no habría tenido motivos para huir. Y si no lo creía, evidentemente era un traidor”. E incluso abunda en otro juicio aún más urticante: “Miranda era un filibustero, para quien nada importaba tanto como su propia persona. Fracasó porque sus ambiciones personales superaban a su capacidad”.

Augusto Mijares afirma que si Bolívar pedía para sí mismo una sanción por la pérdida de Puerto Cabello era lógico que la capitulación de Miranda le hiciera volcar contra éste igual violencia, lo cual no excluía que “tanto al considerarse culpable como al condenar a Miranda cometiera evidente injusticia”.

Para Baralt y Díaz la conducta militar y política de Miranda “podía muy bien haber sido torpe, floja y perjudicial, pero su conciencia no le acusaba de ningún crimen. Su alma era demasiado pura para haber concebido siquiera el villano pensamiento de vender a su patria”.

Jules Mancini asevera que aunque hubiesen existido motivos para “arrestar al más digno de sus compatriotas, al admirable obrero de la libertad sudamericana, es imposible sin embargo, no ver la negra atrocidad de semejante acto. Y el papel que en él vemos representar a Bolívar parece particularmente odioso”.

Por su parte, José Luis Busaniche sintetiza: “Lo cierto es que la posteridad no ha considerado traidor a Miranda. Antes bien le venera como a un gran prócer americano y se compadece de sus desdichas”.

El generalísimo Miranda, pleno de virtudes republicanas, el precursor de la independencia de América, el esforzado invasor a las costas venezolanas en pro de la libertad, el tantas veces aplaudido líder de la liberación de los pueblos ¿traidor? ¿Y, precisamente, traidor a su patria? ¿O fue Bolívar quien erró su veredicto, adolorido como estaba porque en sus manos se perdió la fortaleza de Puerto Cabello, baluarte fundamental en esa pugna sangrienta? En síntesis, en aquella madrugada siniestra el drama presenta tres personajes: Miranda, Bolívar y... el bochinche, que tanto desesperaba al Precursor. Cuando Bolívar retornó a la patria, unos meses después de estos sucesos, el bochinche persistía en el país, pero esta vez el futuro Libertador decidió ponerse al frente de aquel pandemónium; llevó a cabo la Campaña Admirable, primero, logró la independencia de Venezuela, después y, por último, culminó la liberación de medio continente. ¡Siempre con el bochinche a cuestas!

EL NACIONAL, Caracas, 2 de Septiembre de 2001 / Opinión
El delirio y el volcán
Juan Angel Mogollón

Todavía hay gentes que creen que el Libertador escaló el Chimborazo, y a renglón seguido escribió el exaltado Delirio. Respetados autores así lo sostuvieron hasta un pasado más menos reciente. Sorprendidos acaso en su buena fe, sin duda contribuyeron a difundir lo que no ha sido otra cosa que una osada mixtificación. No se encuentra, en efecto, ni un solo escritor que haya documentado de manera fehaciente la autenticidad de este hecho.

O´Leary, minucioso consignador de cuanto se refiere a Bolívar, nada dice en sus Memorias de una incidencia que seguramente debió maravillarlo. Como es sabido, acompañó al guerrero en su condición de primer edecán en 1822, en la travesía de Quito a Guayaquil, por aquellos parajes en cuya cercanía la imponente cima parece dialogar con el cielo, y en la cual la leyenda ha situado el suceso fantasioso.

Si se observa que el Chimborazo es la cumbre máxima de los andes ecuatorianos, con una altitud de 6.310 metros, y se consideran los escasos medios técnicos de que debió contar para escalarla un experimentado alpinista, de haberlo logrado, habría establecido un récord increíble. Por lo demás, a despecho de sus andanzas por las cordillera andina, podemos señalar que el infatigable soldado, en esta ocasión, no estaba en condiciones de entregarse a un deporte tan exigente como peligroso.

Luce muy absurdo, que con todas las graves preocupaciones concernientes a la Campaña del Sur, que ocupaban por completo sus energías, fuese a trepar, por puro gusto, hasta lo alto de aquel volcán cubierto por la nieve. Por otra parte, para redactar una fantasía poética como el Delirio, no era necesario llevar a cabo tan grande esfuerzo. Bastaba con dar rienda suelta a la imaginación, que en su caso era vivaz e impetuosa, en la tranquila comodidad de su despacho. Pero ni subió al Chimborazo ni escribió el discutible poema.

Gerhard Masur, uno de los más serios y mejor documentados biógrafos bolivarianos, afirma que la historieta según la cual el Libertador ascendió a ese monte en un día, es irreal. "Para realizar semejante hazaña -dice- habría tenido que ser un semidiós. Bolívar no estuvo jamás en el Chimborazo, y el himno cuya composición se le atribuye es una falsificación, además mala". Y añade: "El estilo, el vocabulario y las ideas no son las de Bolívar, sino las de un imitador".

Tampoco Augusto Mijares da su asenso. Sugiere, en cambio, que se trata de un texto poco fiable "que se hizo imitando con escasa felicidad el estilo bolivariano". Y Cornelio Hispano, en El libro de oro de Bolívar, asienta: "Pero no ignoro que hay dudas acerca de la ascensión de Bolívar al Chimborazo y acerca del autor del Delirio".

Indalecio Liévano Aguirre, de los más calificados cultores de las glorias del caraqueño, ni siquiera se digna mencionar en su biografía el episodio. Por su lado, Baldomero Sanín Cano no duda en rechazar la pequeña obra, que considera apócrifa. Y es desde luego significativo que Rumazo González, biógrafo ecuatoriano del Libertador, sobre este punto no diga ni esta boca es mía.

Sólo a 12 años de la muerte del héroe, en 1842, el texto fue publicado, lo que hace todavía más dudosa su autenticidad, pues ya no vivía quien hubiera podido corroborarla de un modo concluyente. Y si bien en 1945, la Academia de la Historia de Quito difundió un supuesto original, la letra no es la del prócer ni de ninguno de sus secretarios, como pudo demostrarlo Vicente Lecuna con su proverbial conocimiento de la materia y el peso de su autoridad.

Es indudable que entre las ficciones tejidas en torno a la figura del paladín venezolano, no son éstas las menos extendidas. De ellas se han hecho eco, sobre todo, los que alientan una admiración ciega, ajena al análisis racional, por las cosas que tocan a esa vida de excepción. Pero a veces, en su excesivo entusiasmo, confunden el mito con la realidad y propagan consejas engañosas. Innecesarias, evidentemente, porque nada agregan al bien cimentado prestigio de que goza en la historia.

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