domingo, 30 de enero de 2011
escriturario
EL NACIONAL - Domingo 30 de Enero de 2011 Siete Días/6
Cadenas en el tiempo
ARGENIS MARTÍNEZ
En este enero precipitado acaba de comenzar a vivir entre nosotros un libro extraordinario (Rostros y decires, Edición la Cámara Escrita, patrocinado por Banesco) que, de improviso, se cruzó en la fatiga gris de nuestras vidas cuando transcurrían los últimos días de un diciembre de rotundas amarguras y abrumadoras oscuridades.
Por una de esas destrezas y luminosidades del destino, una mujer, Lisbeth Salas (fotógrafa impecable, apasionada del retrato y de lo documental) atrapó en sus manos un compromiso admirable, de esos que no son sugeridos por nadie sino que aparecen allí mágicamente en la mesa de nuestro primer café en la mañana.
Es, claro está, lo que arbitrariamente supongo y lo que me gustaría que hubiera ocurrido porque el resultado final es, en todo caso, una publicación formidable que me atrevo a describir como el laberinto de la belleza hecho realidad.
Lisbeth porque ya no es posible tratarla sino con esta cercanía y complicidad escogió como punto de partida para su obra de múltiples espejos y fragmentadas apariciones a nuestro gran poeta nacional Rafael Cadenas, para que cada una de sus "memorias-destellos" fueran armadas por nosotros en las conveniencias del azar y del placer.
Pero ese camino, advierto a tiempo, no hubiera sido posible sin ir de la mano de Álvaro Sotillo, un explorador incansable de las realidades extremas y exquisitas que puede alcanzar el diseño de un libro sin perder su esencia, esa magia que hace del objeto impreso una fascinación individual, un refugio personal y un trofeo íntimo.
La portada, con la cubierta de un color amarillo que acaso, en un recuerdo de juventud, trae a mi mente alguna edición de Alicia en el País de las Maravillas, no retiene letra alguna, sólo prefigura tenuemente dos círculos que advierten al lector que la puerta se abre no sólo para leer sino para mirar con curiosidad, para descubrir y avanzar en un bosque donde la palabra aparece ya sea escrita a mano por el poeta, ya sea a máquina o impresa en una bellísima familia tipográfica.
No queda allí la propuesta: Lisbeth congrega las correcciones que el poeta hace a mano a sus textos mecanografiados y nos hace participar, desde nuestro presente inmediato de lector, en ese momento de duda o de vacilación que quizás siempre azotó a Rafael Cadenas cuando buscó la belleza y la perfección.
Imaginar y completar el por qué de esa duda o de esa mutilación tajante del poema inicial es el empuje o la caricia mágica que la publicación lleva en cada página inconclusa, como una puerta que se abre hacia un laberinto inútil que, para sanar nuestras angustias, invita al regreso hacia las puertas iniciales. En todo caso, siempre hay una enmienda, un nuevo trazo, algún desvío de la línea anterior, ligeras variaciones introducidas por los vaivenes del tiempo.
En ese tiempo quizás, en la soledad imperfecta y en la palabra que se desplaza hostil en los poemas, alcanzamos una visión fugaz de la perfección que, páginas adelante, mueren en un trazo firme de la tinta que Cadenas quiere que se siembre inamovible en el sol y la sombra de su propia desconfianza.
Lo bello resalta cuando a los costados de las palabras del poeta, en las páginas que siguen a lo largo del libro, se muestran, en un desafío alegre, imágenes mudas que alargan paso a paso las múltiples memorias que acompañaron al poeta desde su niñez. No son fotos, pues, que rehúyen esa prisión; son acaso pretextos para abordar un viaje al origen de cómo se estableció esa ruta de vida que ahora tenemos hermosamente en nuestras manos.
Ciertamente podemos arriesgarnos en este caso a renunciar, por insuficiente, al concepto de libro, porque lo que emprendemos en cada una de sus páginas es un tránsito hacia destinos que parecen únicos pero que resultan incompletos por la misma complejidad de la palabra y la belleza de las formas, de la ruptura de los rituales del lector y de la disciplina de la mirada. El lector deja su pasividad y se despoja de las estrictas circunstancias de la lectura para escoger entre tres realidades a las cuales debe dar forma y conclusión.
Si se aferra de la mano de Rafael Cadenas, entonces perseguirá la totalidad de las palabras reducidas a un solitario y rotundo momento que, como acota Jorge Luis Borges, está "por decir algo, nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos". En esta propuesta ese misterio no existe y se despeja cuando palabras, imágenes, tachaduras y recortes emergen como victorias o arrepentimientos, como sueños que configuran angustias y destinos, y como logros resplandecientes y definitivos. Todo sucede si el lector lo quiere y lo invoca, valga decir, pues depende de la abrupta y particular arbitrariedad de su deseo solitario.
Si escoge la ruta de Lisbeth, entonces entramos en el mundo infinito de lo lúdico y también del anzuelo que pesca el ojo del lector a través de lo increíble y de lo hermoso, de lo extraño por sí mismo y del descubrimiento de desconocidas y estremecedoras relaciones entre la palabra, la memoria y los objetos retratados.
Y finalmente, si este viaje no hubiera sido reinventado y no fuera objeto íntimo de una pasión de Álvaro Sotillo, nunca existirían estos nuevos y permisivos puentes levadizos que conducen a los castillos de la poesía de Rafael Cadenas.
Eres y no eres el mismo Siempre hay una enmienda, un nuevo trazo, algún desvío de una línea anterior.
Acaso prefiguramos esa enmienda, acaso nos sentimos parte de lo que no somos, pero terminamos sabiendo que Rafael Cadenas es el poeta de ese futuro adelantado que hemos vivido, del reconocimiento de los años olvidados y del goce de las cosas que perduran por ser bellas.
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