sábado, 22 de enero de 2011
soto-voce
El Nacional - Sábado 12 de Febrero de 2005 C/3
Soto, un libro de arte
Juan Carlos Palenzuela
Soto Alfredo Boulton Armitano Editores Caracas, 1973
En 1973 Alfredo Boulton publicó una monografía titulada Soto, que, inmediatamente, se convirtió en un libro referencial, tanto por el artista que concierne, Soto; por el autor, Boulton; por el diseñador, Cruz Diez, y por el editor, Armitano. Es un libro importante porque el artista venía de hacer una gran exposición retrospectiva en el MBA, en 1971 (llevada a Bogotá en 1972), sumamente concurrida y todavía más publicitada, y antecedía a su exposición en el Museo Guggenheim de Nueva York, en 1974. De allí que el libro sea trilingüe, español, inglés y francés. Soto, residenciado en París, con un intenso programa de exposiciones personales y de grupo tanto en Francia como en Europa, requería un libro en tres idiomas. Boulton concretó ese proyecto.
1973 además fue un año sumamente significativo en la vida de Soto pues se inauguraba el Museo que lleva su nombre en Ciudad Bolívar, conformado, naturalmente con obras suyas y de su colección personal:
Calder, Dewasne, Fontana, Magnelli, Bury, Bill, Takis, Schoffer, Albers, Negret, Gonzalo Fonseca y Narváez, entre muchos otros y a cual mejor. Nunca un artista venezolano había tenido un gesto de tal dimensión para con el país (recordemos que cuando Soto se marcha a París, en 1950, apenas tiene en el bolsillo 50 bolívares, es decir, 15 dólares exactos y sin beca).
El texto de Boulton cumple con el cometido de explicar la difícil cuestión de un arte, para la fecha, novedoso. Lo visual, lo espacial, lo serial, lo vibrante, lo extra pictórico y lo que reclamaba la participación activa del espectador, es expuesto con sencillez y precisión. Boulton mismo se verá como “historiador de arte, intérprete de una obra...” . Es desde la condición de historiador como ubica su relato.
Entre las muchas ideas, definiciones, interpretaciones que establece el autor, tenemos:
“Los recursos mecánicos de que se valieron los precursores del cinetismo, Duchamp, Moholy—Nagy, Calder y otros, habían sido sobrepasados por los del propio ser humano. Soto no necesitó de la ayuda artificial de un motor para ello.
Con el movimiento humano nacía también un nuevo concepto plástico que hasta entonces nadie había podido realizar.
El espacio que mediaba entre el hombre y la obra adquiría una nueva presencia e importancia que venían a complementar el de la clásica perspectiva que crearon los primeros renacentistas. El hombre llegaba en ese momento a dominar el tiempo en el sentido de que podía regular también la vida de la obra, pues ella adquiría vitalidad en la medida en que el hombre se la proporcionaba. Dos entes movibles aparecían a los dos extremos del espacio. El diálogo visual quedaba sometido a un compás controlado por el hombre. El espectador era quien le proporcionaba acción a la obra”.
El estilo de Boulton impone un criterio de autoridad. La ausencia de fuentes o bibliografía es sintomática. A su libro antecede Jesús Soto, publicado por el Inciba en 1967, sin crédito de autor, aunque al comienzo se dice que “La conversación de Jesús Soto fue transcrita en París”. ¿Conversación con quién? —Misterio. Jesús Soto es un texto autobiográfico que se complementará maravillosamente bien con el interpretativo de Boulton.
El diseño de Carlos Cruz Diez para el libro de 1973 es genial. El cinetismo proponía una relación de estímulo y reciprocidad con la persona, con cualquiera, con todos. Cruz Diez entiende eso y como diseñador lo pone en práctica. La portada, con Espiral, tiene doble tapa, la primera impresa en plástico, para que el lector genere la obra. Además, al interior vuelve a presentar esta situación, tanto con “Estructura Cinética de Elementos Geométricos”, de 1955, como “Dos Relaciones Virtuales”, de 1957: una lámina transparente e impresa permite su manipulación y, en consecuencia, a cada quien concebir su propia obra. Este libro concreta un postulado según el cual el cinetismo no es sólo para ver (en este caso para leer), sino además —y principalmente— para interactuar.
Con los años el artista logró que otros estudiosos se interesaran en su obra. Marcel Joray publicó Soto, en 1984, 272 páginas, impreso en Neuchatel. Es una edición preciosa. Entre sus muchas monografías, quizás la de Michel Butor, Arnauld Pierre y Marc Mollet, para su exposición en la Galería Nacional Jeu de Paume, París, en 1997, cuyo comisario fue Daniel Abadie, titulada Jesús Rafael Soto, 244 páginas, sea la publicación más completa disponible sobre el maestro.
El libro de Boulton está ampliamente ilustrado, tanto las obras como fotos documentales del artista. En ocasiones hay fotos a doble página y entre otras debe destacarse el Muro Cinético, de 1961, o a tres páginas, desplegándose la imagen, como en “Gran Escritura” de la colección del Banco Central, de 1973.
El Penetrable de Pampatar, de 1971, es una obra que estaba situada en el jardín de la casa de Boulton en Pampatar. Esa misma foto es la que aparece en la portada de su Historia de la pintura en Venezuela, y hoy desaparecida. En un libro que anuncia pintura, se ilustra con una escultura.
Entre los muchos y maravillosos retratos que incluye el libro, está una foto suya con Ives Klein en 1959; una con su Muro Cinético en Amsterdam, en 1961, concebido incluso con malla y ramas, y una en la que están sentados, compartiendo muy animadamente, Agam, Tinguely (su gran amigo) y Bury, reunidos en la galería de Denise René (en la pared se percibe el detalle de una obra de Soto), en 1967. Esta última foto da idea de la calidad de sus amistades parisinas, todos protagonistas del arte contemporáneo.
En la página 48 se inserta una foto en la que aparece un Soto jovencito sosteniendo en sus manos Espiral, obra en plexiglás, de 1955 (por cierto, hay una falta en la leyenda que dice: “Soto con Plexiglás Espiral”, pasando el soporte como título, lo que es un error, pues sería como decir, zutano, un pintor, “con Óleo Espiral”, cuando aquél es la técnica y el otro es el título). Pues bien, a la ocasión en que me obsequió el libro, Boulton me mostró esta fotografía y me preguntó: ¿qué ves al fondo? —Tras Soto hay un gran cuadro que ocupa todo el espacio de la fotografía. Yo no sabía de quién era esa obra. Entonces Don Alfredo acotaba: Esa es una pintura de Vasarely, lo que quiere decir, si ésta es una foto de 1955, que mientras Vasarely permanece en el plano pictórico, y Soto está mostrando la Espiral, aquel se ha quedado en una formalidad de la cual no va a salir y el otro ya ha alcanzado notables planteamientos espaciales. El historiador de arte tiene que saber ver estas cosas incluso en una fotografía, me explicaba con una gracia y convicción que me dejó liquidado. Guardé silencio y él me miraba seguro del impacto que me había causado su argumentación, por lo que al rato apenas me atreví a comentarle: y si es así, ¿por qué no lo puso en la leyenda? A lo que él murmuró cualquier cosa ininteligible...
jóvenes críticos... Ya es hora de almorzar, vámonos.
El Nacional - Sábado 12 de Febrero de 2005 C/3
Maestro, ¿será que el viento ya no sopla?
Karina Sainz Borgo
El país democrático había sobrevivido al Porteñazo y al Barcelonazo. A Ciudad Bolívar —épica, por Angostura claro está, y mítica aún, como en los días de Raleigh— había llegado un nuevo habitante que todavía hoy, transcurridas tres décadas, tiene el porte de un blanco forastero en medio de la soledad de los mineros.
El 25 de agosto de 1973, a la inauguración del Museo de Arte Moderno Jesús Soto en Ciudad Bolívar, acudieron el Presidente de la República, Rafael Caldera; los directores de los principales museos de arte moderno del mundo y la comunidad artística venezolana, congregada allí para abrir las puertas de aquella estructura que, diseñada por Carlos Raúl Villanueva, llevaba el nombre del artista que regresaba a las orillas del Orinoco para dejar en ellas lo más importante, no sólo de su obra —próxima a una retrospectiva en el Guggenheim—, sino también parte de su colección personal.
Jean Arp, Johannes Itten, Kasimir Malevitch, Josef Albers, Sonia Deleunay, Jean Tinguely e Yves Klein se incorporaban a la naturaleza, artefactos en medio de su atávica abundancia. “El Museo es un desafío a lo sedentario y arcaico, es un grito en la plaza pública”, había escrito Alfredo Boulton en celebración de aquel blanco forastero, que se alzaba como promesa moderna —y modernizadora— en medio del calor.
Si bien es cierto la polémica abstracción versus figuración adelantada por Alejandro Otero y Miguel Otero Silva en las páginas de El Nacional había cumplido casi dos décadas de haberse librado, Marta Traba se había encargado de encenderla con un dedo acusador que apuntaba por igual a los abstracto geométricos y a los cinéticos —entre ellos, por supuesto, a Soto—. Traba se ponía de pie, J’ accuse, en contra del país que tomaba la decisión de tender puentes sobre las trincheras aún humeantes, el mismo que había nacionalizado su industria petrolera en 1976. Traba sostuvo que las piezas artísticas que se habían incorporado a la Caracas de 1970 —ya entre ellas Vibración Amarilla, en el IVIC— alimentaban una “ilusión de la sociedad tecnológica”, las cuales eran recibidas por el público “como adornos decorativos menos comprensibles y útiles que las vallas”. En aquella —una nación que emprendía la pacificación—, el progreso y la modernidad se manifestaba con todos sus brillos y contradicciones. La población adquiría confort, a la vez que perdía memoria en la gula solitaria de los años regordetes del petróleo.
En repetidas e innumerables ocasiones, Soto se había limitado a no participar del debate propuesto por Traba, prefería explicar hacia dónde iban sus investigaciones plásticas. Y cuando los periodistas lo interceptaban en Maiquetía, no perdían la ocasión de preguntarle, con ese tono de quienes consultan al hombre notable como ejemplo civilizador: “Maestro, ¿qué opina de la situación política en el país?”, “maestro, ¿qué opina de quienes le tildan de extranjerizante?”, “¿tiene el país suficientes museos?”.
Jesús Soto, quien, a sus 16 años, luego de trabajar pintando carteles para los únicos tres cines de Ciudad Bolívar, se había marchado a Caracas para estudiar Artes con una beca que le diese el entonces presidente del estado, Mario Briceño Iragorry, y que a sus 19 se iría a París para iniciar su carrera, regresaba a la Venezuela que había dejado en el puerto de la Guaira en 1950, aquella que retomaba la más voluntariosa de sus empresas:
la democracia.
A diferencia del país de 1940 y 1950 en el cual Soto había crecido teniendo como única imagen de lo artístico un teatro en Ciudad Bolívar que Juan Vicente Gómez mandó a destruir, y que había sustituido a Rómulo Gallegos por el Bulldozer, en ésa, una especie de vuelta a la patria, Soto —y los venezolanos que con él formaban parte de este retrato imposible— encontró a la Venezuela de 1970 afanada en la fanfarria, en la implantación definitiva de un paisaje que nos diera prestancia. El país había sustituido el nativismo y la estatuaria indígena vernácula por una imagen que se pareciera más a la épica del progreso y fue, precisamente, la abstracción geométrica y el cinetismo las piezas que hicieron las veces de operación moderna, símbolo de la nación que adquiría progreso con la misma velocidad que el Estado construía las instituciones y los precios del petróleo llenaban las arcas nacionales.
En 1975, a pocos días de la nacionalización del hierro, se propuso a Jesús Soto la creación de un Monumento al hierro —que hoy resuena como alegoría inevitable de la Silva a la Agricultura en la Zona Tórrida—, una estructura que debía colocar sobre el pedestal de la abundancia, el proyecto de nación. Sin embargo, llegó el Viernes Negro y el monumento no pasó de ser un anteproyecto.
El país acumulaba hipotecas y el inicio de la década de 1980 agregó una más a las ya existentes.
Las partidas —y los regresos— de Jesús Soto nunca fueron definitivos. Había en ellos la zancada de quien vive en dos lugares, a la manera de un hombre síntesis.
Luego de la retrospectiva en el Museo de Bellas Artes, Soto regresaba a Caracas nuevamente. En 1983 se cumplían 200 años del natalicio de Simón Bolívar y mientras el níquel que llevaba su nombre sufría una devaluación, el presidente Luis Herrera Campins inauguró el Complejo Cultural Teresa Carreño, cuya estructura contaba con las sonoridades de las varas amarillas que colgaban del techo. La prensa embistió con nuevas preguntas, las mismas en realidad: “¿qué piensa del país?, “¿qué tiene que decirle a los críticos?”.
El maestro respondía entonces, trajeado en su guayabera: “Disfruto enormemente la reacción de un niño ante mi obra (...) Cuando veo su reacción de felicidad vuelvo a creer con optimismo que en el futuro la sociedad toda pueda gozar de esa misma libertad espiritual”, una frase venida del lugar que está en ninguna parte, que separa París del Orinoco, que deja la patria como un sonido al golpe del viento.
El país, siempre niño —al que se le endilga la adultez como el futuro que está por llegar—, gozaba del atasco en las varillas que el viento atravesaba, más como tempestad que como brisa.
Pero el tiempo se detuvo y los regresos dejaron de ser definitivos. A pocas semanas de su muerte, ir tras su historia, la de Jesús Soto, implica, también, arrojar luz sobre ese país que se retrata al lado de sus obras, esas que además de ser el tiempo, lo habitan. Hoy cuando las hipotecas se hacen inaplazables, las hilachas de La esfera Caracas han dejado de moverse. Abandonada en el distribuidor Santa Cecilia, como una boca sin dientes en medio del tráfico automotor, sobrevive como un habitante que, en lugar del golpe de la brisa, recibe el silencio como una postergación.
Todo está allí, en ella: el país de los cines y los teatros en ruinas; aquel en el que el futuro era una pulsión nostálgica; el que —aunque se lo proponga— ya no puede mirarse a sí mismo. Ésa, la Venezuela en la que las varillas colgantes enmudecen, quizás —lo más probable, maestro— porque el viento ha dejado de soplar.
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