sábado, 22 de enero de 2011

so (to) nético dos


El Nacional - Martes 25 de Enero de 2005 A/6
Soto y el olvido
• Antonio López Ortega

Durante la década de los años 80, cualquier visitante del mundo que entrara centro Pompidou de París se encontraba con una de las grandes esferas de Jesús Soto.

Azul, blanca y grisácea, la bola ingrávida se suspendía sobre los rostros diversos y retenía la admiración general. Un turista suizo o canadiense le podía preguntar a alguna de las guías del centro: “Este artista Soto...

acaso es japonés?”. La joven guía francesa sonreía y replicaba:
“No, señor, Soto es un artista venezolano”. Ubicar un hecho cultural propio en la abrasadora cartografía planetaria...

he allí tan sólo una de las humildes bondades que la obra de Soto pudo haber aportado al gentilicio venezolano.

En confesión hecha hace unas décadas al escritor José Balza, Soto recordaba que la hazaña mayor de su niñez era escaparse de casa hasta la orilla del Orinoco y presenciar el brillo de las aguas cuando el sol de la tarde incidía en la breve turbulencia de las corrientes.

Esa imagen inasible, irreal, vino a reproducirse incansablemente en toda su obra cinética.

Las vibraciones, los penetrables, el accidente visual, nos han acompañado por décadas han revelado una imagen posible de nuestro ser. Si entre mirada del niño humilde y la factura tecnológica de su obra no reconocemos un salto epistemológico que anuda tradición con modernidad, ¿entonces dónde? Soto fue a su manera un telúrico —su afición por el canto popular, sus poses de instrumentista— pero esa raíz se volvió universal porque supo traducirse a tiempo frente a los desafíos de los nuevos tiempos.

En su ensayo de transmutación, recuerda mucho a Salvador Garmendia, otro ser absolutamente terrenal, de raíz provinciana, que supo hallar un lenguaje universal. ¿En la descripción que Garmendia hace del polvillo ingrávido que levanta un haz de luz no está ya el desvelo de Soto? La obsesión por el paisaje traducida en mil fórmulas posibles... he allí una marca de agua del creador venezolano.

¿Qué se va con la muerte de Soto? Se va una manera de luchar contra el olvido. Se va una manera de defender el sentido de la existencia. Se va el desvelo de no permitir que los signos de la vida no puedan compartirse con un semejante.

Si Soto quiso reproducir al infinito la soledad de su visión de niño a orillas del río, esa soledad nunca fue absoluta. Nosotros ya estábamos en esa quietud, acompañándolo, cómplices del silencio discreto de las aguas, esperándolo en este futuro del centro Pompidou y de tantos otros museos internacionales.

La imagen es demasiado poderosa como para abandonarla: nos habla de lo que se va cosechando en el espíritu, nos habla de una moral, de una humildad demasiado digna. Una luz encendía el río milenario en el asombro del niño, una luz que todavía nos acompaña, trasmutada ahora en varas, alambres o resortes vibrátiles:
el Orinoco se reconvierte en su reflejo y esa subjetividad se reproduce al infinito.

¿Dónde está la universalidad de la obra creadora? Quién sabe si en la fuerza de su propio origen. ¿Habrá obra más local que El Quijote? Y sin embargo, ya llevamos 400 años leyéndola.

Soto pertenece a ese linaje de creadores: un origen que no desmaya, que es consciente de sí, que responde a una autenticidad a toda prueba, que de tan fiel se expande naturalmente y aprieta el corazón de los otros en un rapto singular. Detrás de la frialdad aparente de sus obras monumentales hay una llama prendida: el niño que ve absorto lo que ya era una meta realidad.

Las relaciones entre creación y nación son relaciones engañosas. En otras tradiciones culturales resultan penosas porque sólo justifican el color local, el nativismo, el telurismo.

La patria tiende a ser unívoca mientras el creador busca siempre expandir el sentido del conocimiento. Como Antonio Lauro, como Armando Reverón, como Carlos Raúl Villanueva, como Juan Sánchez Peláez, Jesús Soto creció en el barro de sus días, en el país humilde de sus pies desnudos, para apostar a la universalidad.

Lo que está en su obra no es el país que se expande sino el individuo que crece, se hace amplio, y lleva el país por dentro.

No hay una brizna de olvido en su trazo sino más bien reconcentración de memoria.

Que no se pierda ni un instante de esas pulsiones infantiles, que cada una de esas tardes solariegas se justifique a la vista del género humano, que esa soledad primigenia se vuelva fraternidad al rojo vivo.

“Muerte por agua”..., podríamos repetir con T. S. Eliot.

Quien tuerza el timón y quiera aprovechar el empuje de barlovento, tendrá en el maestro Jesús Soto un soplo inmortal.

El Nacional - Jueves 20 de Enero de 2005 A/7
Soto
•Simón Alberto Consalvi

“Desde muy niño yo era el pintor de la familia. Mi madre recuerda que yo era algo así como una catástrofe para la casa desde el momento en que me apoderaba de un lápiz. Paredes, mesas, libros, todo quedaba marcado. Ni yo le daba tregua a ella, ni ella a mí, hasta que alguien le dijo que me dejara tranquilo: ‘... A lo mejor el muchacho va a ser pintor’ . Y un día recibí el regalo que mayor impresión me ha causado en mi juventud:
una caja de lápices de colores.

Todavía guardo ese recuerdo como algo especial asociado al tiempo de mi infancia en Ciudad Bolívar, y hablo de la Ciudad Bolívar del 26, 27, cuando no se podía imaginar la adquisición de unos lápices de colores.

Si se encontraban en las tiendas de la ciudad, era a precios elevadísimos.

Fueron los hijos de una familia rica, que mi abuela cuidaba durante el día, quienes me hicieron el regalo.

Posiblemente ella les había mostrado dibujos míos”.

Así comienza la autobiografía de Jesús Soto que ahora releo con deleite, redescubriendo al amigo y rememorando etapas y momentos de tiempos propicios, de grandes tiempos que fueron grandes justamente por la aparición de Jesús Soto en el mundo del arte. “Soto habla de Soto” es el título de este largo texto, grabado y transcrito directamente por Luis Navarro, publicado en el Suplemento Nº. 3 de la revista Imagen, editada por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, 15-30 de junio de 1967. Creo que hay pocas confidencias tan personales y tan íntimas como esta del gran venezolano.

Allí refiere Soto sus inicios, sus años de adolescencia, cuando aprende el oficio de pintor de letras, alrededor de los 17 años, por 1940.

“Lo aprendí solo, por supuesto, porque allí en Ciudad Bolívar no había profesores ni escuelas de arte ni cosa por el estilo”. Su primer trabajo fue pintar carteles de cine, que él enriquecía retratando también a los artistas; llegó a pintar 50 por día, tal era el frenesí.

Con una beca de 90 bolívares (recomendación del obispo a pesar de que le mostró algunos dibujos, desnudos no muy religiosos), se vino a Caracas. Vale la pena releer las primeras impresiones que tiene al llegar a la ciudad. “La decepción fue mi primer estado de ánimo al llegar a Caracas”. Pronto, sin embargo, descubre la obra de Cezanne y al ver una naturaleza muerta de Braque en un caballete de la Escuela de Artes Plásticas, “sentí el mismo interés que cuando me hablaron sobre poesía surrealista...” Trató de despejar dudas consultando con su paisano Alejandro Otero, “uno de los alumnos más brillantes”. Soto pasó cinco años en la escuela y luego se fue a Maracaibo, como director y profesor de la Escuela de Bellas Artes. Maracaibo fue, sin duda, una de las mejores experiencias del pintor.

Poseído, como dice, por una sed de saber y de comprender, en el Zulia se familiarizó con el Cubismo, “un ejercicio de construcción, de ordenamiento de planos”.

A los 27 años, en 1950, Soto viajó a París y descontados los gastos de viaje, apenas tenía 50 bolívares en el bolsillo, pero llevaba con él el arma que le permitió sobrevivir en la gran ciudad: la guitarra. Durante 12 años, Soto toca guitarra y canta en sitios nocturnos, en los grandes cabarets, y se hace popular más allá del circulo de amigos. En “Soto habla de Soto” encontramos innumerables claves de su arte. Todo cuanto refiere sobre su tiempo en París, sobre lo que piensa sobre el cinetismo y cómo llegó al cinetismo, los pintores abstractos, El cuadro blanco sobre fondo blanco de Malevich, o La Horizontal vertical de Mondrian, de cómo sus búsquedas pasan por la etapa cubista de Picasso y llegan hasta el Guernica. Hay un momento en Soto que él resalta:

su encuentro con la Máquina óptica de Marcel Duchamp en 1955. Ya para ese momento ha avanzado en su propia obra, y poco después expone en el Museo de Arte de Bruselas, y a partir de entonces su obra se irá haciendo famosa en el mundo hasta llenar la última mitad del siglo.

Fui amigo de Soto: lo acompañé en momentos estelares de su vida como la fundación del Museo Soto en Ciudad Bolívar, con el espléndido diseño de Carlos Raúl Villanueva, o su espectacular exposición en el Guggenheim de Nueva York, en los 70. Admiré su obra. Ahora repaso su vida en esta maravillosa autobiografía de Imagen.

A los 27 años, en 1950, Soto viajó a París y descontados los gastos de viaje, apenas tenía 50 bolívares en el bolsillo, pero llevaba con él el arma que le permitió sobrevivir en la gran ciudad: la guitarra.

Durante 12 años, Soto toca guitarra y canta en sitios nocturnos, en los grandes cabarets, y se hace popular más allá del circulo de amigos.

Fotografía: LB, estación del Metro / Chacaíto, Caracas (21/01/11)

No hay comentarios:

Publicar un comentario