domingo, 11 de marzo de 2012

EL PISÓN DE LA GUERRA


El Nacional - Viernes 10 de Marzo de 2006 A/8
Libros: Martínez de Pisón
• Nelson Rivera
rivera@viptel.com

Ciertos hechos obsesionan.

Episodios que no son más que un dato insignificante en el camino de un hombre adquieren, sin notificación previa, la categoría del acontecimiento. En las sombras prefieren vivir las razones que nos unen a determinadas circunstancias.

Magnífico enigma de lo humano: por qué frente a la enorme y pródiga cifra que es la realidad, podemos ser indiferentes, y por qué, contraviniendo la rutina de los días, el afán de las cosas por repetirse a sí mismas, de cualquier parte salta una palabra, un hilo suelto, el aliento distinto y entrecortado de una historia sin final, y nos abrazamos a esa breve particularidad, como si en esa aparición imprevista nos fuese la vida, como si un mandato superior a nuestras fuerzas nos obligara a ocuparnos de la repentina aparición. Como si la obligación de desentrañarlos, de examinarlos por fuera y por dentro nos fuese dictada por el Dios particular que gobierna a cada quien.

Digo que no sólo obsesionan: hay ciertos hechos que nos capturan como sus rehenes.

No había leído antes a Ignacio Martínez de Pisón, cuentista, novelista, autor de una novela muy difundida y llevada al cine en dos oportunidades, Carreteras secundarias, publicada en 1996. Al propio escritor ha debido resultar sorprendente su pertinaz objetivo de abocarse a entender por qué, en algún momento de abril de 1937, José Robles, republicano de talla entera, fue detenido por fuerzas que, en apariencia pertenecían a su mismo bando, para ser asesinado.

Enterrar a los muertos (Editorial Seix Barral, Barcelona, 2005) no es una obra de ficción: es la magnífica y sobria investigación de un episodio ocurrido en las entrañas de la Guerra Civil española:
la desaparición y fusilamiento de un intelectual, quien desde 1920 ejercía como docente en Baltimore, en la Universidad Johns Hopkins. Hombre de izquierdas, estudioso del teatro clásico español, amigo ineludible de John Dos Passos, pero también de Valle-Inclán, León Felipe o Edmund Wilson, Robles no pudo permanecer indiferente cuando tuvo noticias del alzamiento militar fascista contra la II República española, el nefasto 18 de julio de 1936. Logra un permiso de su universidad y se instala en España al servicio del legítimo gobierno republicano.

Puede decirse que Martínez de Pisón, que se encontró con el caso Robles leyendo un libro sobre los vínculos de John Dos Passos con España, ha continuado la senda iniciada por éste: el autor de Manhattan Transfer, quien mantenía una amistad profunda desde 1916 con el español, hizo entonces angustiadas e insistentes diligencias, a través de personas y entidades distintas, para averiguar qué había ocurrido con su entrañable, qué mecánica se había encendido hasta el extremo de su injustificable fusilamiento, cómo era posible que un hombre semejante hubiese podido ser aniquilado por la pérfida y criminal ejecutoria del régimen de Josef Stalin.

¿Qué mortificaba al Dos Passos de entonces y qué urge en el Martínez de Pisón de nuestro tiempo? La profunda y profusa estupidez e iniquidad que desata toda guerra.

Porque a la II República española la devoró no sólo el monstruo fascista que, bajo el mando del cíclope Francisco Franco, se abalanzó inclemente sobre ella: también el engendro comunista, el celo extremo y atizado entre las distintas facciones que habían luchado contra la monarquía y triunfado en abril de 1931, la intolerancia entre unos y otros (ese virus que acecha en todo intestino), todo ello se sumó a las fuerzas que malversaron y liquidaron el entusiasmo de un pueblo que había expresado una inequívoca voluntad por vivir de forma digna y libre.

Desgarro, despedazamiento de lo social: por esas brechas que se abren en toda confrontación, es que irrumpen las peores fuerzas que toman el control de la escena bajo la atmósfera de lo bélico. La guerra es el dispositivo que hace posible la venganza, el aprovechamiento, la extorsión, la violación de todos los principios, la vacuidad y la estulticia, en primer lugar hacia el propio bando. Porque, aunque cueste aceptarlo, el principio motor de toda guerra es la traición. Aunque no haya hecho que lo demuestre, en la creciente excepcionalidad que desata la guerra, cualquiera puede ser eliminado por una acusación falsa.

A ello iba Dos Passos cuando, a propósito de la muerte de Robles, reflexionaba sobre “el extraño sonido” que producen las propias palabras, cuando ellas se utilizan en contra de uno para hablar de traición.

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