domingo, 18 de marzo de 2012

DESAGREGACIÓN Y QUIEBRA


EL NACIONAL - Sábado 17 de Marzo de 2012 Papel Literario/2
Sin traumas
El venezolano se capacitó como sujeto económico del sector terciario pero no como sujeto político, para aquello le bastaba tener hambre y aspiraciones, para esto necesitaba educarse y reivindicar la herencia social
MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

Si el estilo de la política en Venezuela en los últimos setenta años ha sido tallado por la renta petrolera, el modelo de bienestar definido por la sociedad corresponde casi exclusivamente a las expectativas del consumo. La manera como desde el Estado se organizó la retención del poder (consenso y promesalismo mediante la aclamación electoral) determinó las lapidarias tensiones de una comunidad anclada en las puras reivindicaciones económicas. Civilidad y ciudadanía no están en el origen de los acuerdos, son más bien una consecuencia residual de la gestión política, ni siquiera de la educación.

Los conflictos de una sociedad desideologizada como la nuestra se resuelven en el mero aspecto funcional de la distribución de la riqueza, y esto pudiera parecerse a las demandas de una horda de la glaciación repartiéndose la cacería del día. Pero algo más debería haber para intercambiar y ejecutar en las rutinas de un país que emerge de un tiempo de minoridad, y que tras el fin del gomecismo estaba en la obligación de asumirse como una comunidad de intereses, y no como una horda que esperaba ser alimentada. Los traumas, pues, se van acumulando y tras sobrevivir a los desacuerdos del día, los desecha como una enfermedad vergonzosa, no los encara, ignora la terapia, ellos son sólo sospechosas delicadezas. La angustia, síntoma de inconformidad y opuesta a la fatalidad, es vista como una infección. En una sociedad fracasada todos simulan normalidad y éxito, nadie quiere oír que estamos en un cul de sac, y que incluso ya el tiempo de la mea culpa quedó atrás y ahora se impone, en la emergencia, el diagnóstico ya no en su alcance redentor sino puramente salvador. A la gente se le dice, por ejemplo, que debe votar pues es la única manera de participar e intervenir en la vida pública (tener cédula laminada y estar inscrito en el registro electoral, resulta así la máxima cuantía de aquella civilidad). En un país cuya democracia se abrió paso desde el voto censitario, al menos debiera serse consecuente con un aspecto inercial de este igualitarismo y que en fondo es la otra cara de lo anticensitario: el derecho sin coerción.

Se predica contra la abstención o el voto nulo, cuando éstas son justamente expresiones superiores de la disidencia en medio de los acuerdos precarios, si no votas te quedas sin derechos, suelen decirle al indeciso o incluso con esta retahíla amenazan al fastidiado. Yo le recuerdo a estos mentores electorales que se equivocan e incurren en un delito de lesa iuris, oigan bien, la abstención es una calificada disidencia: aquella que abjura no sólo de los optantes y sus programas, también de unos electores poco exigentes, y de aquello que se ha edificado.

Condenada a elegir, no a expresarse, esa ciudadanía puramente forense es dada a sobrevalorar procedimiento formal de la vida democrática. Las virtudes de un recurso moderno, que ha garantizado el desarrollo de una civilización, no han servido en Venezuela para alcanzar un quehacer sostenido de armonía y prosperidad. Parlamentarismo, elección directa y secreta y separación de los poderes, el legado más estable de las formas políticas de Occidente, en alianza con una fuente constante de financiamiento, no ha producido los logros capaces de asegurar larga estabilidad política y generación de virtudes entre los acordados.

Vaciadas de prácticas democráticas consistentes, aquellas formas redujeron su eficacia en el plano real del intercambio y lo electoral concluyó siendo un fetichismo dominguero.

Y, sin embargo, Estado discrecional y renta petrolera ya no son una herencia para juzgar, son constitutivos de un balance, agentes de una hechura, y deben ser situados desde las omisiones o defecciones de otros. Cuando en 1994 (en el cenit de la gestión del grupo de Los notables) se insurge contra la visión ya ortodoxa del Estado ineficiente y voraz, Mayz Vallenilla, el revisionista, defiende frente a Uslar Pietri el carácter social de la institución que se abroga el amparo de la población, desde la construcción de carreteras hasta la educación y la salud, y está pensando, obviamente, desde el referencial año 1936. "Las empresas privadas, no el Estado, arruinaron el país", es su conclusión. Y en el recordatorio truena el sentido común: extinción del paludismo, medicina hospitalaria y vacunación, refundación de la escuela, comedores escolares, escuelas técnicas, legislación petrolera solvente, urbanización, ¿cómo podían arruinar al país? Las empresas se convirtieron en beneficiarias, incluso damnificadas, tras la oleada de buena conciencia, asumieron la novedad sólo como mercado y suscriptores, desentendiéndose de obligaciones como reproducir a una escala de hábitos y compensación lo que el Estado hacia en el vasto orden social. Usufructuaron la modernización y profesionalización introducida por las instituciones, el resguardo jurídico de nuestro aluvión legislativo de los años cuarenta, y todo en un marco espléndido: la circulación de dinero y movilidad que adviene con la economía petrolera.

Cuando los propietarios de un centro comercial (escena de hoy) esperan a que algún organismo público les repare el asfaltado del estacionamiento hecho pedazos, pues no lo entienden como costo de funcionamiento, expresan esa conducta doméstica y venal. Históricamente, han carecido de proyecto civil, para tenerlo es preciso ver la continuidad de sus intereses en un escenario más estable y menos inmediato que la contabilidad, se pretenden acompañantes de lo público en la fiesta de los negocios, protagonistas de una nación sólo de consumidores.

Exigen al gobierno que genere empleo, pero la administración pública representa el mayor volumen de la nómina formal, la democrática condonación de deudas nunca distinguió entre ganaderos y estudiantes de Funda Ayacucho. En Maracaibo, en la primera mitad de los cuarenta se desvanece el primer gran esfuerzo de organización de una orquesta sinfónica, la Sociedad Zuliana de Conciertos, por falta de cooperación de los capitanes de empresa del pujante puerto local.

El colegio Emil Friedman sería después una gran referencia nacional en materia de docencia musical.

Hoy, en el cenit del llamado proceso, esta relación simbiótica de mutualismo obra conforme a su franco principio de alianza, la renta petrolera funda y financia directamente corporaciones de empresas privadas que no requieren de acumulación originaria, estos nuevos empresarios son los validos del gobierno, miembros del aparato del partido único y agentes de las distintas asociaciones de Fedecámaras, o simplemente protegidos y arribistas de toda calaña. Es el propio Estado desideologizado, pragmático y funcional, tutor de la sociedad pero también de un capitalismo bodeguero: entre ambos medran en el amplio orden de una economía de réditos puramente financieros y comerciales, el primero insufla el mínimo oxígeno a las masas consumidoras indispensables a la legitimidad y aclamación.

El segundo crea la ilusión de libertad y gestión individual de esas masas.

Relaciones societarias perturbadas, ausencia de procesos densos y orgánicos, crisis de jerarquía y responsabilidad, esta pudiera ser una caracterización justa y que resiste el análisis. Todo esto puntualmente debía engendrar patologías en el tejido de las relaciones formales, recelo y socarronería respecto a los procedimientos, y entrega a lo factual, pesada herencia de los vínculos patrimoniales. La política de los caudillos resultó así un esquema exitoso en el trato con la res publica, pero deshacerse de ella no significó nunca el fin de los estilos domésticos en los negocios de Estado; el fondo amargo se continúa en el culto de todo personalismo, la ascendencia del carisma sobre la función del Derecho.

Pero la retención del poder en la era de la democracia electoral significó la entronización del populismo como un valor, la santificación del pueblo en tanto recurso legitimador de unos acuerdos públicos donde el énfasis del espectáculo procedimental resultaba abrumador. Celebrar la fiesta de la democracia siempre ha significado en Venezuela expectativas de encargos para unos funcionarios, nunca la requisitoria ante las deficiencias de una práctica. Exaltación de los peores rasgos frente a las urgencias del acomodo ("Del Negro Primero no miramos su analfabetismo y la violencia vegetal: alabamos la expresión de su fe primitiva en la libertad", dice Briceño Iragorry), se amplía la tolerancia de las carencias y se magnifican las escasas virtudes. Transarse con lo poco y sacrificar las exigencias, drama de todo aquel a quien el tiempo se le agota, elegir entre el mal y el mal menor, cuando normalmente se elige entre el bien y el mal, definitivamente una sociedad así no es de fiar. El Estado de Derecho debía ser entonces una representación vacía de hábitos y certidumbres, tan sólo la simulación de quienes todo lo esperan de la redención, pero también en la primera oportunidad se hacen matar por una media res o un televisor en un saqueo cualquiera.

El venezolano se capacitó como sujeto económico del sector terciario pero no como sujeto político, para aquello le bastaba tener hambre y aspiraciones, para esto necesitaba educarse y reivindicar la herencia social. El caso de lo que ocurrió con la irrupción de la educación universitaria es paradigmático. En diciembre de 1958 la matrícula era alrededor de 1500 estudiantes, hacia mediados de los años ochenta hay unos 200.000 estudiantes sólo en las universidades públicas.

Pues ese importante fenómeno de democratización en térmicos estadísticos y culturales garantizó la movilidad social, quien obtenía un título universitario ascendía en el estatus socioeconómico, pero nada significó en el estímulo de la solidaridad y la madurez ciudadana; por ejemplo ¿cuántos médicos en Venezuela tienen una hora de consulta al mes gratis, en retribución de una formación costosa y gratuita? Ingenieros y abogados salen inspirados a hacer dinero.

Hoy, la ausencia de programas de más alcance en aquella educación profesionalizante y fraudulenta, atiborra los registros subalternos de títulos de mera contabilidad, engrosando el desempleo de unos amargados. El espanto de la renovación universitaria bolivariana radica en que al fraude cognitivo debe sumarse la altanería de unos egresados convencidos de que todo se les debe. El igualitarismo, demagógico por naturaleza, exaltó la concurrencia pero ni garantizó el ejercicio de los derechos políticos y tampoco podía establecer la preeminencia del concepto de justicia sobre el de justicia social.

"Cuando teníamos igualdad, ya no teníamos libertad", dice Augusto Mijares al juzgar el inmediato balance de la Guerra Federal. Pero las consecuencias pueden ir más lejos. Hoy en Venezuela cualquier ciudadano es potencialmente un agresor, un asesino, alguien liberado de los mínimos frenos modeladores de la convivencia. El sicariato, por ejemplo, es un mecanismo para zanjar diferencias entre vecinos agriados, pero el imaginario lo remite exclusivamente a un submundo de mafias y conspiración. La incapacidad del sistema de justicia para restituir el equilibrio pone a la orden del día la justicia por su mano. Si la delincuencia devino en una economía, la violencia ciudadana es el resultado de la destrucción de la cohesión, esa que garantiza no el gregarismo sino el reconocimiento de la alteridad, el otro como sujeto psíquico y no sólo jurídico.

La violencia es, entonces, un mecanismo de adscripción del venezolano en tiempos de desagregación mental y quiebra absoluta del Estado de Derecho.

Fotografía: Rolando Peña, "¿El petróleo es nuestro?".

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