lunes, 8 de agosto de 2011

BARAJANDO EL TIRO


EL NACIONAL, Caracas, 06 de Abril de 1997
Astucia policial
RAMON HERNANDEZ

Ya tengo siete calcomanías y el zumbido de un balazo a ras de la oreja; también el porte de armas, el carnet ad honoren, la sombra del bigote chorreado, las municiones y el frasquito de agua de valeriana. Exhibo un crucifijo que me resguarda de maldiciones y dos escapularios con la virgen del Carmen, de un lado, y la del Pilar, del otro, pero a nadie enseño las dos estampitas de José Gregorio Hernández, una sin sombrero, ni las dos ramas de ruda y la penca de sábila que llevo en el fondo del maletín. He decidido cuidarme. Pondré una alcabala en mis sueños y una garita con alambre de púas en sus alrededores. Contrataré una compañía de serenos para que protejan mis pasos, mi mayor capital, y un par de guardaespaldas para espantar las habladurías. Toque antes de entrar.

Frente a la casa de Dios, en Vista Alegre, ante los ojos de todos, cuatro malvados vestidos de ley y pasamontañas esperan a su víctima, que viene atrasada. Piden la identificación. Este es, teniente. Manos arriba, ¨dónde tienes la plata? Y aflojan un coñazo en el hígado y un culatazo contra el costillar. Asalto, infierno y llanto. En la oficina, están enterados de cada intersticio, de las facturas por pagar y de la ausencia de ánimos de venganza. Registran y castigan. Amenazan. Ausente en calor y opaco, el cañón se aloja sin sentimientos sobre la ceja. Con el uniforme de la Guardia Nacional no se levantan sospechas: pasa por un operativo. Todo calculado, hasta el lenguaje: apúrate, cabo. Todo preconcebido, menos el faltante, el dinero, se peló el datero. Apunte y siga.

Caracas se ha llenado de alcabalas y de pasos restringidos. Vivimos detrás de una muralla, tras las rejas, encerrados, enchufados a la televisión y ahuyentados de los parques y otras sombras al aire libre. Las asociaciones de vecinos y las empresas de vigilancia privada han levantado muros y cercas, controles, barreras y alto, no pase, para obviar asaltos, hurtos, secuestros y asesinatos con premeditación y alevosía. Pero el hampa siempre salta la verja, como cualquier gato, como un ratón, y se lleva las cadenas de oro, el diamante que dejó la abuela, un televisor, los cubrecamas, el VHS y un fajo de dólares, siempre encuentran divisas. Todavía no se llevan los cuadros de Trómpiz y Villaparedes ni los volúmenes de la Enciclopedia Británica empastada en cuero. Son ladrones de sobrevivencia, de ratos libres y días francos, con un modus operandi que bordea la ridiculez y el desencanto. Tan vacuos que ni los perros les ladran. Ni respire.

Desde que la televisión era en blanco y negro, y El Llanero Solitario y su amigo tonto se peleaban la audiencia con Patrulla de caminos, y sobre todo ahora -cuando los videoclips se dirigen a un público que debe ser virtual, nunca me tropiezo con ese tipo de gente en las aceras del Centro ni en los pasillos del Metro; si existen permanecen insondables detrás de los muros y las garitas que promueven las alcaldías-, los enemigos del entretenimiento y el ocio estéril, Pasquali, me oyes, han venido diciendo que la TV es una escuela para la delincuencia, que de las series hollywoodenses los malandros sacan las ideas para asaltar bancos o mantener con éxito una situación de rehenes en una verdadera tarde de perros. Guau.

Podría servir para unos y otros, y si así ocurriera -ojalá- llegaríamos a tener no sólo una delincuencia refinada y colindante en el crimen perfecto, sino que, con la práctica de resolver delitos cada vez más sofisticados, el éxito de nuestros detectives provocaría envidia al propio Holmes. Seríamos una exquisitez de país y no esta balurdería delincuencial en la que nos hemos convertido, aunque Edgar Sánchez diseñe en su propia mano alzada los uniformes de los policías municipales. Apártese, que voy sin frenos.

Frente a cualquier supermercado -todo el mundo lo sabe- en quince minutos y hasta menos puede extraviarse el más atornillado aparato de sonido de cualquier automóvil. No importa que alarmas tenga ni cuánto ruido haga, los cinco policías que custodian treinta metros más allá no se darán por enterados y si son requeridos alegarán que no pueden abandonar su punto de vigilancia, que llamen a una patrulla. Diga coño.

En cualquier serie televisiva, no importa lo mala que sea, lo insulso de su argumento ni cuan bobos sean los agentes policiales, cuando el mismo hecho ocurre más de una vez, inmediatamente montan una operación, mas no un operativo, y sin mayor despliegue publicitario capturaron al hampón, al sádico o al malentretenido. Aquí un ladrón se especializa en atracar a pellizco limpio a señoras gordas y mayores de cincuenta años que transiten de Gradillas a Sociedad, y no habrá una policía gorda mayor de cincuenta años que lo capture infraganti cuando la pellizque ahí, en donde se forma el caucho, donde duele que jode. Bachata.

Frente al supermercado de Santa Rosa de Lima, un choro estuvo robando hasta cinco reproductores de carros Sierra diarios, entre 5:00 a 7:00 de la tarde, durante más de dos años y nunca la policía se ocupó de aprenhederlo. El que lo sustituye ya lleva seis meses en lo mismo y está dispuesto a negociar el punto. Claro, lo vende caro, lo seguro se paga, igual que la tranquilidad. Lo normal en los alrededores del Centro Integral de esa urbanización, donde no ocurre ninguna de las cuarenta muertes de un fin de semana caraqueño, es que usted se baje a comprar una docena de huevos y luego de escandalizarse con los precios que ahí cobran se escandalice todavía más al darse cuenta que le han roto el vidrio con el mismo ladrillo de siempre y le han sustraído el reproductor y el maletín con el expediente de la señora Attas, pero nadie vio nada ni escuchó la alarma que casi nos deja sordos a todos, todavía.

En este lado del trópico y con esas experiencias criminales, escribir para la serie negra no encuentra alicientes en la cotidianidad. La realidad es tan fofa como la imaginación: todos los crímenes son perfectos y no porque sean extremadamente bien planeados y limpiamente ejecutados, sino porque a nadie importan. Una señora puede ir con las manos arribas media cuadra y no despierta sospechas de que se trate de un asalto. Para todos es un operativo policial. De esos thrillers tenemos ejemplos realmente escalofriantes: cuando los saqueos del 27, 28 y 29 de febrero de 1989, la Policía Metropolitana en un alarde de eficiencia superlativa, llegaba a los negocios antes que los saqueadores, rompía las puertas, se llevaban los cuerpos del delito -televisores, lavadoras, neveras y lomitos- y, apenas se iban, llegaban los habitantes de los cerros. Nadie sospechó nada extraño, aunque en los países que regularmente nos ponen de ejemplo y con cuerpos policiales mucho más eficientes, las patrullas y sus sirenas ineluctablemente llegan después de cometido el delito, nunca antes, como fue la hazaña del grupo Ceta y la Brigada Especial. Barajo el tiro.

Ningún escritor criollo vestiría en sus novelas a los asaltantes con uniformes de la Guardia Nacional, no por pudor ni por respecto, sino porque sería demasiado real para ser ficción, y tan sencillo como poner conos en cualquier bocacalle y asaltar a los conductores después de exigirle la identificación. No se calle, grite.

Cuando un periodista preguntó una vez por qué no había vigilancia en los alrededores del túnel La Planicie, el comandante le respondió, con la mayor naturalidad: Porque hay muchos malandros. Ese es el mejor principio para una novela, deseche el de la mujer que mató al marido con una pierna de cordero congelada y después se la sirvió horneada al detective que investigaba el asesinato, con lo que desapareció el arma del delito. Si va en un ascensor y se monta Batman, Supermán o el Chapulín Colorado, huya; si no, usted será la próxima víctima. Reparo cajas de seguridad y candados que no abren.

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