martes, 30 de agosto de 2011

BORGEANOS

EL NACIONAL - SÁBADO 27 DE AGOSTO DE 2011 PAPEL LITERARIO/4
El 24 de agosto se cumplió un nuevo aniversario de Borges: 1899-1986
Borges, el azar y la cordura
FEDERICO VEGAS

Los libros de Borges son mi enciclopedia y evangelio. No tienen orden alfabético, ni esa antipática macropedia y micropedia de la nueva Británica, sino un cosmos que propicia alegrías, sorpresas y hasta sustos. Cuando quiero solucionar un problema existencial, abro al azar sus obras completas editadas por Emecé Editores, leo con ceño de monje ilustrado y siempre encuentro un dilema más incitante que el anterior. Borges es un tesoro para encontrar estimulantes dudas, más que para corroborar certezas, pero, aunque el mismo nos advierte: "El ejercicio de la literatura puede enseñarnos a eludir equivocaciones, no a merecer hallazgos", suelo caer en la trampa de sentirme más sabio al leer sus geniales analogías. ¡Oh dulce vanidad, la de estar orgulloso por coincidir con ideas que jamás antes pensamos! La primera vez que leí a Jorge Luis Borges fue durante un fragoso viaje por Suramérica en 1969. Habían cerrado la Facultad de Arquitectura y decidí hacer ese largo peregrinaje que es soñar con el Estrecho de Magallanes como meta final.

Llegué a Buenos Aires agotado de comer poco y dormir mal, y creí estar en el cielo cuando me recibieron unos parientes por un par de semanas. Eran tan encopetados como generosos; me concedieron una habitación con cama, dos almohadas, una mesa de noche y una pequeña lámpara, requisitos indispensables para leer a gusto. Ese mismo día entré a una librería buscando una recomendación y salí con el primer tomo de Mafalda y la cuarta impresión de Otras inquisiciones. Pasé un par de días en ese lecho providencial, haciéndome el enfermo sin saber que, en efecto, lo estaba, como lo comprobaría una erupción al tercer día. Enfrenté mi lechina, o lo que fueran aquellas ronchas, subrayando los ensayos de Borges con una plumafuente tan agresiva que llegó a rasgar el papel.

Cuarenta años después reviso esas anotaciones para tratar de entender cómo era yo a los veinte años, y ese libro de mi iniciación se ha ido transformando en una autobiografía de rayones ansiosos. Encuentro una flecha que parte de Las magias parciales del Quijote, y señala una promesa que tardé treinta años en cumplir: "Estas dos páginas pueden ser muy útiles para mi novela. Debo meditar las sentencias y ampliar los puntos".

Al final de ese mismo ensayo subrayé con denuedo una idea de Carlyle que Borges venera: La historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben. Luego, como para sumarme a esa secuencia, anoté al lado un jactancioso y breve: "Buen punto de partida". No me mortifica descubrirme tan pretencioso. ¿Quién no está dispuesto a perdonarle ese defecto al joven que una vez fue? ¿Quién puede estar seguro de no haber empeorado? Aunque la verdad es que yo me pasaba de fanfarrón. Hacia el final de la página 19 encontré un error de imprenta: El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVII, o a principios del XIX. Enseguida escribí triunfante: "¡Equivocación garrafal!". Orgulloso del hallazgo, pensé en escribirle al propio Borges para avisarle que después de cuatro impresiones seguía adjudicándole a Coleridge más de un siglo de vida. Aún estoy pagando esa insolencia, pues desde entonces me persiguen, en mis propios libros, endémicos enredos de fechas que no puedo achacar a la imprenta. Mi único descargo son los abundantes "Ojo: meditar sobre esto", que gravitan por todas las esquinas del libro.

Agradezco tanto que no se haya perdido en aquel viaje, lleno de desmadres y cambios de piel, el testimonio del impertinente comienzo de un amor eterno.

Tanto fanatismo se presta al azar. Si lees y relees un mismo autor terminará formando parte de tu vida y sus desconertantes casualidades. Una vez estuve investigando sobre Flaubert y su búsqueda incesante de la mot juste. Parece que el escritor detestaba repetir una preposición en una misma frase. Evitaba escribir, por ejemplo: Una casa de Villanueva de los años cincuenta. Inmediatamente me pregunté: "¿Repite Borges las preposiciones? ¿Le preocupa hacerlo?".

Tomé una vez más el volumen de las obras completas y lo abrí como esos pecadores que dejan a la suerte y a la Biblia la solución a sus dudas. El grueso tomo se abrió justo donde comienza El milagro secreto, uno de los cuentos del libro Artificios...

¡No lo podía creer! En las primeras cuatro líneas aparece diez veces la preposición "de": La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladik, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jacob Boheme, soñó con un largo ajedrez. Jaromir Hladik va a ser fusilado. "El sargento vocifera la orden final", y entonces, "El universo físico se detuvo". Hladik no puede moverse, pero, durante un año, pensará y observará mil cosas. El último de sus pensamientos me dejó helado: Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales, debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora...

¿Acaso no es lícito pensar que Borges escribió este cuento para demostrar que Flaubert estaba equivocado, y que yo escogí, por un milagro secreto, el texto justo para no olvidar jamás las libertades que nos otorga una sabia irreverencia? Me veo obligado a jurar que ésta es la secuencia, porque la otra, la que parte del comentario de Borges sobre Flaubert, pasa por la reveladora repetición de una misma preposición y llega al estudio de la correspondencia de Flaubert con Louise Colet, sería igual de aleccionadora, pero carente de magia y, por lo tanto, constituiría una experiencia perecedera.

Las casualidades continúan, me estimulan, me ayudan a creer que estoy bien encaminado, ilusión tan peligrosa como grata. Hace poco estaba trabajando en el último capítulo de una novela. Trata de un psiquiatra que se instala en un pueblo costero de Escocia y monta una especie de spa psicoanalítico sólo para damas. La base de su tratamiento, y de su fraude, son los espejos. Las pacientes deben observarse y describirse; las más avanzadas hacer su autorretrato.

Este método, que tanto recuerda el "dime espejito mágico" de la madrastra en Blancanieves, se basa en lo que Paul Abely llamó en 1927 "El signo del espejo", un síntoma premonitorio de la demencia precoz que Abely definió a través de experimentos con pacientes "relativamente lúcidos", quienes sucumbían a un autoexamen desaforado de su rostro mientras se cepillaban los dientes frente a un espejo. La idea era intensificar esa relación con la propia imagen hasta llegar a las regiones del "Yo soy otro" de Rimbaud" y del "Yo no soy lo que soy" de Iago.

En la novela alguien le pregunta al psiquiatra: ­Ese spá de Arbroath estaría lleno de espejos.

¡Al contrario! Sólo los había en el salón de las sesiones.

Aquellas damas eran sometidas a la dieta más feroz que habían conocido en su vida: ¡Nada de mirarse fuera de horario! Los pequeños espejos estaban tan prohibidos como los cigarrillos en un internado de señoritas.

Cinco años después del experimento de Abely, Jaques Lacan comienza a explorar el "Estadio del espejo" con niños de año y medio que se contemplan por primera vez de cuerpo entero.

Lacan propone que es el inicio hacia la conquista de una imagen total de la que, hasta entonces, el niño sólo ha visto fragmentos. El infante necesita las palabras y las caricias de la madre para sobrellevar su primer episodio de enajenación, de escisión, de estar literalmente "fuera de si".

Creo recordar ese descubrimiento y ciertamente he visto a uno de mis hijos, o nietos, lamer el espejo emocionado. Así comienza nuestra fascinación y nuestra deuda con ese interlocutor mudo e impenetrable que tanto favorece las evasiones, con ese lienzo capaz de duplicarnos sin piedad y de olvidar en un instante cualquier gesto. Toma tiempo acostumbrarse a solventar el reto de una imagen tan dócil como impávida que nos reconoce y nos define con sus inversiones. Por supuesto que acudí a Borges para asomarme con más valentía a esas refracciones y encaminar mejor un capítulo bien difícil.

En su poema, Los Espejos, nos habla del "cristal impenetrable donde acaba y empieza, inhabitable, un imposible espacio de reflejos", de "ese rostro que mira y es mirado", de cómo "prolonga este vano mundo incierto en su vertiginosa telaraña", donde "todo acontece y nada se recuerda". En el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius habla su amigo Bioy Casares, quien "recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres".

Aún faltaba definir al siquiatra, a su época, sus dramas, sus manías. El director del spá ha renunciado a ser un serio psicoanalista de provincia y quiere un poco de acción, y una parte del paquete en aquellos años era experimentar con drogas. ¿Qué importaba agregar un toque psicodélico a los careos con los espejos? Total, las damas pintaban tan mal que algo de alucinación sería una buena excusa.

Como la historia está supuesta a ocurrir en los años setenta puse al psiquiatra a ver Performance, un film de 1969 que tenía todos los ingredientes que hacían falta para influenciarlo, para tentarlo, para encaminarlo a un abismo, pues fue de las primeras obras que unía las nuevas drogas con un trasfondo psicológico. Los protagonistas son James Fox, quien hace de Chas, un villano de Londres que viene huyendo de sus propios compañeros y se hospeda en la casa de Turner en Notting Hill Gate. Mick Jagger hace de Turner, un rockstar que ha perdido sus demonios y tratará de apoderarse del alma de Chas usando como arsenal una cosecha de hongos alucinógenos y las dos mujeres con que vive un ménage a trois.

Siendo una película para iniciados, era posible que el siquiatra se creyera uno de los nuevos sacerdotes. Hay algo más: la casa en Notting Hill Gate está cubierta de espejos y los personajes juegan con estas refracciones como preámbulo al cruce de identidades. Las nociones de tiempo, espacio, género, identidad, fantasía y realidad van desapareciendo, sobre todo para el implacable y sádico Chas. Jagger anuncia lo que viene con la fanfarria de sus labios brotados: "La única actuación que lo logra, que realmente lo logra, es aquella que alcanza la locura".

Yo pensaba que esta película estaba influenciada por los intercambios de dos almas en "Persona", de Bergman, pero resulta que la verdadera referencia es Jorge Luis Borges y sus cuentos sobre la naturaleza dual de nuestra identidad.

Mientras su novia prepara una ensalada de hongos, Mick Jagger (Turner) aparece leyendo El Sur, el cuento sobre un hombre culto y urbano que se ve envuelto en una pelea a navaja en el campo. La historia plantea desde el principio que estamos compuestos de dos almas, o divididos por ellas. Un párrafo lo establece con claridad: Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. En esa misma escena, una abeja pica a Jagger en la mejilla y lanza el libro al suelo. Entonces podemos leer el título: A Personal Anthology, by Jorge Luis Borges. Se trata de la versión editada por Anthony Kerrigan, en 1967. La filmación de Performance comienza en 1968. Al final, Chas mata a Turner, o, ¿será Turner el que mató a Chas y se apoderó de su violento carisma y energía vital? Vemos una bala que atraviesa un craneo y al final impacta la foto de en la pared de un testigo silencioso y penetrante: Borges.

La película entusiasma a los críticos pero no al público. Hay algo perverso que resulta difícil de digerir. James Fox no volverá a hacer una película en diez años; parece que en una de las escenas con hongos de utilería se escapó uno que era "the real thing, the real madness". Una de las actrices, Michèle Breton terminó en un sanatorio mental; la otra, Anita Pallenberg, se adentrará en la disciplina de los junkies. Mick Jagger, el más fuerte del elenco, sobrevive intacto y compone Sympathy for the devil.

El director de la película es un joven pintor encandilado con la la tensión que existe entre el mundo del artista y su vida real. En su autobiografía, Keith Richard escribe que Donald Cammell era el tipo más destructivo (un arte que Richard domina) que conoció en su vida. Después de la controversial Performance no le irá muy bien a Donald y en 1995 se suicida en Hollywood. La herida no es fatal y tiene tiempo de pedir un espejo, pues quiere verse morir. En medio de este trance le comenta a su esposa: "Cuánto lamento no haber podido conocer a Borges".

Son sus últimas palabras. Toda la escena está filmada en un video que preparó el propio Cammell.

Saber que existen obsesiones más graves que la mía, a veces me tranquiliza, otras me angustia al atisbar lo absurda que puede ser una pasión. Hay dos personas que alcanzaron una instancia superior y merecen toda nuestra envidia, sobre todo el segundo, quien tuvo la suerte que a Cammell le resultó tan evasiva.

Mi amigo Egas Fuentes está viviendo en Ginebra cuando lo llama Franco María Ricci, el editor que creó una colección de unos treinta títulos seleccionados y prologados por Borges, bautizada con el título de su relato La Biblioteca de Babel. Ya antes publicó el cuento El Congreso en una edición lujosísima con letras de oro. Franco le cuenta a Egas que el escritor ha decidido pasar sus últimos años en Ginebra, "para no hacer de su cáncer un espectáculo nacional", y le hace una de esas preguntas que todos soñamos contestar afirmativamente: ­¿Podrías ayudarlo mientras encuentra apartamento? Borges conoce bien la ciudad. Vivió en Ginebra cuando tenía quince años y la ceguera era una amenaza para su padre. Ahora aquel joven tartamudo tiene casi noventa años y está ciego, por lo que prefiere recorrer la ciudad de noche, cuando puede compartir con Egas y María Kodama la frescura de las calles y la oscuridad, tan cercana a la memoria y lo invisible. En uno de esos paseos Borges confiesa su último deseo: aprender árabe.

Mi amigo coloca un anuncio en el periódico: "Se solicita profesor de árabe para caballero de avanzada edad".

La tarea parece difícil pero tienen suerte y al día siguiente llama un candidato. Fue citado en el salón del hotel. Mientras Egas baja por las amplias escaleras conduciendo a Borges, reconoce en un sillón a quien seguramente habrá de ser el profesor. Aparte de los rasgos árabes profundos y elocuentes, algo más llama la atención: el hombre llora desconsolado como implorando perdón. Se acercan, le dan tiempo a reponerse y entonces el hombre logra desahogarse: ­Desde hace veintitrés años, yo he sido el traductor de Borges a la lengua de mis padres. ¡Alá es el Generoso, el Oculto! Alá me evitó la ansiedad de este sueño, ahora cumplido, solo así pude ser paciente y tener algo de cordura".

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