lunes, 6 de junio de 2011

NUBOSIDADES


EL NACIONAL - Sábado 28 de Mayo de 2011 Papel Literario/3
El último cigarrillo
FERNANDO SAVATER

En alguno de sus siempre sagaces aforismos señala Lichtenberg que "nunca sabremos cuántos versos afortunados de Shakespeare se deben a una copa de v ino tomada a tiempo". Y de antaño sabemos que Christopher Marlowe, que fue amigo y rival de Shakespeare, buscó la inspiración para sus versos no sólo en el vino --como cualquier persona bien nacida-- sino también el tabaco. Incluso llegó a escribir desafiantemente, porque era un talento pendenciero y a causa de ello murió, que quien no ama a los muchachos y al tabaco no merece vivir. Sin ir tan lejos, nosotros podríamos decir --parafraseando a Lichtenberg-- que nunca podremos saber cuántas de las mejores páginas de la literatura moderna y contemporánea se deben a un cigarro o a una pipa fumados cuando se debía. Nunca sabremos cuántas ni cuáles son, pero podemos estar seguros de que no son pocas...

Ahora que tantos filisteos, con severas razones médicas o simplemente con el resentido afán de fastidiar los deleites ajenos, nos detallan los atroces daños causados por el tabaco a la salud de quien fuma y de quien le ve fumar de cerca, es oportuno recordar que también a ese delicado veneno le debemos, tanto los fumadores como los no fumadores, bastantes cosas buenas: porque es posible que fumar acorte la vida, como muchas otras incidencias, pero es seguro también que amplía y estimula el arte, cuyo alcance es más largo y ancho que la vida misma. El espíritu inspirador sopla donde quiere, desde luego, o quizá donde puede, pero evidentemente a menudo ha llegado y sigue llegando envuelto en el humo peligroso que produce la combustión de esa planta americana.

Algunos escritores del siglo XX son inimaginables sin el cigarrillo en ristre: apenas recuerdo alguna fotografía de Albert Camus que no lo exhiba. Y a su adversario Jean-Paul Sartre tuvieron que borrárselo en la imagen de portada del catálogo de la exposición que le dedicó el centro Pompidou: por lo visto no había fotografía mejor ni más reveladora del filósofo existencialista, pero en esa precisamente, ay, estaba fumando... como hacía constantemente. También a Leonardo Sciascia solemos verle siempre con su pitillo liado a mano, a Ortega y Gasset con su boquilla de distinguido señorito madrileño, por no hablar de la pipa analítica y pacifista que exhibe en tantos de sus retratos Bertrand Russell. Es inútil regañar a los muertos por no ser higiénicamente correctos al gusto actual, sobre todo cuando sus logros mientras fumaban fueron bastante más indiscutibles que los de quienes pueden criticarles hoy lamiendo un chupa-chups.

Por lo visto, Italo Svevo fue un hedonista de rango aún más refinado. No sólo nunca renunció al placer de fumar sino que tampoco quiso renunciar al placer sutil y desesperado de dejar de fumar: lo mismo que algunos rebuscados pretenden alcanzar el orgasmo ahorcándose de mentirijillas (lo cual a veces acaba mal, como le pasó a David Carradine), Italo Svevo quería aumentar el gozo del cigarrillo fingiendo muy seriamente que había decidido que fuese el último. Ningún otro es como ese cigarrillo definitivo y final, que sabe a nada y renunciamiento... Como dice el viejo chascarrillo, para el escritor triestino no había nada más fácil que dejar de fumar: se lo prometía a cualquiera, a cambio de un beso o algún otro favor, y repetía la ceremonia un par de veces al mes. En La conciencia de Zeno dedicó páginas memorables a sus sucesivos últimos cigarrillos, metáfora para él de cómo disfrutar de la vida: como si estuviese a punto de acabarse a cada momento, como si ya hubiéramos renunciado a ella.

A pesar de todos los severos avisos médicos, Italo Svevo vivió hasta los sesenta y siete años y no murió por culpa del tabaco sino a consecuencia de un atropello cuando cruzaba la calle. Lo cual demuestra, si falta hiciere, que son más peligrosos los pasos decebra que los pitillos. Durante su estancia agónica en el hospital, solicitaba a quienes le visitaban un cigarrillo que iba a ser el último, esta vez de verdad: el placer definitivo. Pero desdichadamente no encontró ningún alma compasiva que le diese gusto.

Y es que el último cigarrillo de verdad nunca avisa de que lo es, lo mismo que el último instante de la vida también llega sin previo anuncio y se parece a todos los demás.

La pipa
STEPHANE MALLARMÉ

Ayer he encontrado mi pipa soña ndo una larga velada de trabajo, de hermoso trabajo de invierno.

Arrojados los cigarrillos con todas las alegrías infantiles del verano, en el pasado que iluminan las hojas azules de sol, las muselinas y vuelta a coger mi grave pipa por un hombre serio que quiere fumar largo tiempo sin molestarse, con el fin de trabajar mejor; pero no esperaba la sorpresa que me preparaba esta desdeñada; apenas hube sacado de ella la primera bocanada, olvidé mis grandes libros que están por hacer; maravillado, enternecido, respiré el invierno pasado que volvía.

No había tocado a la fiel amiga desde mi vuelta a Francia, y todo Londres, tal como le viví, por completo para mí, solo, hace un año, se me ha aparecido; primero esas amadas nieblas que arrojan nuestros cerebros, y tienen, allá abajo un olor suyo, cuando penetran bajo la ventana, mi tabaco olía a una habitación oscura, con muebles de cuero espolvoreados por el polvo de carbón, sobre los cuales se desperezaba el flaco gato negro; las grandes chimeneas y la sirviente con los brazos rojos echando carbón y el ruido de esos carbones cayendo del cubo de lata a la canastilla de fierro, por la mañana --cuando el cartero daba el doble aldabonazo solemne que me hacía vivir. He vuelto a ver por la ventana esos árboles enfermos, del square desierto--, he visto la alta mar, tan a menudo atravesada este invierno, tiritando sobre la cubierta del steamer, mojada de br uma y neg ra de humo, con mi pobre muy amada errante, en traje de viajera, una larga falda, gris, color del polvo de los caminos, un abrigo que se pegaba, húmedo, a sus hombros fríos, de esos sombreros de paja sin pluma y casi sin cintas, que las señoras ricas tiran al llegar, tan despedazados están por el aire del mar, y que las pobres muy amadas vuelven a adornar para muchas temporadas aún.

En torno a su cuello se arrollaba el terrible pañuelo que agita uno al decirse adiós para siempre.

Ilustración: Rufino Tamayo, "El fumador".

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