sábado, 11 de junio de 2011

TESTIMONIO DE GRATITUD


EL NACIONAL - Sábado 11 de Junio de 2011 Papel Literario/2
Destino de Orlando Albornoz
Luego de más de 50 años de agenda pública, se trasluce una constancia difícil de ponderar
MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

De la obra de Orlando Albornoz (1932) pudiera decirse que cubre la biografía de las Ciencias Sociales en Venezuela; sociólogo de formación su gestión académica se extiende en esa amplia rama denominada en la vida universitaria francesa ciencias del hombre. El desarrollo de su actividad profesional coincide con la importancia que la Sociología alcanza en el país, y en medio de coyunturas que señalan a la sociedad ya no como un proceso sino como sujeto de estudio.

Exponente característico de la universidad latinoamericana ilustrada y beligerante, su pasión por el conocimiento lo lleva a descubrir esas relaciones que hacen del saber no ya un medio de control de la realidad y la materia, sino un manera de legitimar el mundo por medio de argumentos intelectuales. Albornoz se prepara para debatir el país, enseña desde las aulas y de cuando en cuando una generación avisada lo descubre como el gran inconforme, y secretamente lo nombran su maestro. Luego de más de cincuenta años de una agenda pública, se trasluce una constancia difícil de ponderar: su fe en la investigación y el estudio, su definitivo ejercicio de escritor.

El país tiene en él, pues, su emblemático analista de la educación. La universidad ha sido un punto focal de su trabajo de indagación, y más allá del debate y la polémica ha construido un claro objeto de estudio, en sus manos ella ha devenido en un tema nacionalizado, caracterizado en su dimensión histórica y cultural.

Debemos a su larga gestión, desde una historia de la Sociología en Venezuela hasta el emplazamiento de esa sociología en una dimensión explicativa de la pobreza, actitudes de identidad y en general de elementos caracterizadores de la gens. En medio de la labor del pensador fijando causas siempre ha habido tiempo para advertir, alertar o aleccionar sobre los rumbos de la educación y sus consecuencias, y no estamos hablando de ruidosas denuncias del maestro moral, sus reflexiones convincentes, eruditas nos llegan en forma de manuales y libros, artículos en revistas internacionales e invitaciones que acepta generoso a eventos de divulgación. En el ya remoto año 1965 advertía Orlando Albornoz de cierta actitud típica del egresado universitario venezolano, éste se asume sin nexos ni responsabilidades con la estructura social, incapaz de retribuir con un gesto mínimo el esfuerzo de un orden que lo ha formado profesionalmente. Ese título, que él cree arrancado a la universidad, suyo y de nadie más, en un acto de vanidad y cicatería se lo queda debiendo para siempre a la viejecita que planchó e hizo mandiocas y a la esplendidez del petróleo, la cual él mismo anula como redención con su disposición mezquina. La devastación que esta indolencia, casi infamia, ha producido en los vínculos de coexistencia pareciera ya irreversible. Orlando en estos días también se malquista con sus colegas cuando parte una lanza por la condición del profesor letrado y su dignidad, verdadera fuente de su seguridad, la cual no cree que se abone con dietas y cesta ticket.

Si la docencia es su estandarte, también ha sabido entender como la investigación es un mundo cuyos hallazgos deben ser difundidos mediante aquella, para él ha sido una manera trascendente de resolver ese falso dilema de la universidad venezolana, que separa una y otra como dos reinos, uno pretencioso, el otro quizás melancólico. Lo que él mismo ha llamado "la invisibilidad del trabajo académico docente" nos pone frente a otro desdén de estos tiempos: privilegiar lo espectacular de la actividad empírica, el rendimiento frente al trabajo creador. La apoteosis de los profesionales que enseñan y la ruina de los profesionales de la enseñanza, el saber práctico en una sociedad tosca frente al "milagro de transmitir a otro que aprende, la esencia del saber". Y si la educación es su angustia, y si la drena desde la razón y la búsqueda de hitos que sirvan de explicación de nuestro drama societario, sus disciplinas no lo anclan en los municipalismos, su esfuerzo fluye en las coordenadas de un saber planetario, ecuménico. Es uno de los expertos reconocidos por la UNESCO en materias como Sociología de la educación y Política de la educación superior en América Latina. Su magisterio ha recorrido centros de enseñanzas de primer orden desde la India hasta el Reino Unido. Sus conclusiones y juicios sobre el devenir de nuestros procesos educativos han resultado casi proféticos, bien sea que se ocupe del rumbo de la vida universitaria o la significación de la educación en la construcción del bienestar.

Su estudio pionero de las conductas de los estudiantes norteamericanos en la era de la contracultura y el ascenso de la izquierda viene distinguido con un largo comentario de David Riesman (Estudiantes norteamericanos: perfiles políticos).

En 1984 se publica su libro La familia y la educación del venezolano, allí hace el hipotético ejercicio de un niño que inicia su vida escolar en septiembre de 1983, de acuerdo a las condiciones del país y al modelo de enseñanza, su futuro estaría comprometido para 2001 (cuando debería egresar de la universidad). Las previsiones allí consignadas no fueron atendidas y casi 30 años después las consecuencias se asemejan bastante a una catástrofe.

En 1999 la Biblioteca Nacional de Venezuela organizó la exposición-homenaje "Orlando Albornoz en la Biblioteca Nacional", el catálogo, ilustrado con un retrato suyo ejecutado por César Rengifo, consigna 65 títulos para aquel entonces, ahora son un poco más de setenta. Tenemos entre nosotros, ciertamente, a un profesional moldeado desde los intereses y expectación de la universidad, desde ella ha proyectado un magisterio que va desde la descripción hasta el debate, en un registro de las angustias más recurrentes de nuestra sociedad.

Y también a un disciplinado escritor, cuyas tesis insistentes, revestidas de la monotonía de toda certeza, nos llegan en la elocuencia previsible del libro.

Pero Orlando empareja también con otra tradición. La reciente constitución de nuestras ciencias sociales, y su ascenso a estatuto académico, omite algún recuento. Si para la fase de transición se vindican nombres como los de Salvador de la Plaza, Miguel Acosta Saignes, Eduardo Arcila Farias, Carlos Irazábal, y se los integra al canon heurístico, suele ocurrir que en nuestras escuelas de Sociología los autores que fundaron la indagación de la venezolanidad en el siglo XX, a duras penas pueden ser identificados por algún estudiante avezado. En el mejor de los casos se nombra con desgano alguno de la generación positivista y como para representar un renglón, nunca para estudiarlo.

En mis días de estudiante a algún profesor oí referirse con desdén al más esclarecido legado intelectual del país, como literatura, me pregunto si el inculto tendría alguna remota idea de lo que envuelve aquella palabra. Desconocen esos profesores de Sociología que los diagnósticos de autores como Augusto Mijares, Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Vallenilla Lanz, Enrique Bernardo Núñez, Uslar Pietri constituyen hasta el día de hoy piedra miliar en la comprensión de nuestra sibilina identidad. ¿Habrá que recordar que la Crónica de Indias, el Barroco, la utopía ilustrada de la Emancipación, el modernismo que deslumbra a España, los estudios americanistas que juntan a nuestro Julio César Salas con Franz Boas y Manilowski, están en estos autores como herencia y gestión de una cultura distintiva? En sus trabajos de los más recientes años ellos aparecen nombrados aquí y allá como en un discreto homenaje; recuperados por el sociólogo tal vez alarmado del largo descuido, Orlando quiere conjurar desde un gesto de simpatía aquella filistea indiferencia.

Ojalá en el futuro esos pensadores, que si elaboraron un objeto del país críptico, estén en nuestras escuelas de sociología instalados con propiedad en sus esplendidas categorías. Por ahora, quede aquí mi gratitud personal para nuestro sociólogo memorioso.

Fotografía: William Dumont

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