domingo, 16 de enero de 2011

la convicción gastronómica




EL NACIONAL - Sábado 15 de Enero de 2011 Papel Literario/2
Gastronomía: Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad
Como, luego existo
VALENTINA MARULANDA



Si hay un pueblo que vive para comer es el francés: los franceses. No sólo viven para comer, sino en función de rendir tributo al sentido del gusto. En torno a la cocina y la mesa se articulan en buena medida la vida cotidiana, social y productiva, el ritual, el ocio, el placer, el poder y el imaginario de quienes participan, por nacimiento o por asimilación del gentilicio y de la racionalidad cartesiana.

La gastronomía comienza cuando se ha trascendido la función fisiológica ligada a la satisfacción del hambre y a la sobrevivencia. Sólo entonces se puede hablar de una experiencia con valor agregado, del disfrute real, del significado cultural de la comida y de la dimensión simbólica del acto de comer.

Desde la Edad Media, Francia, al mismo tiempo que engendró y acunó el prodigio del arte gótico, cuando se erigieron sus magníficas catedrales de piedra, fue levantando otro monumento intangible, vivo y en perpetua evolución: el de su gastronomía, entre las más refinadas, ricas e influyentes del planeta, que en buena hora acaba de incorporar la Unesco a sus inventarios de Patrimonio de la Humanidad. Que el máximo tribunal internacional para los asuntos de la cultura haya puesto la lupa en esta expresión de la creatividad, adquiere una profunda relevancia, en un momento en el que los chefs de cocina, llámense Ducasse, Robuchon o Santamaría, cual demiurgos o artistas, son objeto de veneración y atención mediática. Hace tres años el audaz innovador catalán Ferrán Adrià fue invitado, con su propuesta culinaria, a participar en la prestigiosa feria de arte Documenta, en Kasel, Alemania.

Arte efímero La cocina y su producto, la comida, gozan de un estatuto paradójico por ser lo más próximo a lo que somos como naturaleza, materia y terredad pero. al mismo tiempo, desde el punto de vista ontológico, y vistas como fenómeno, participan de la condición de inmaterialidad. Patrimonio intangible, en tanto que no palpable ni visible, al menos de manera perdurable. Monumento que, a diferencia de las obras en dos y tres dimensiones, no deja huellas ni testimonios en el espacio.

Monumento no fotografiable ni reproducible, salvo que se trate de la imagen de un plato servido, del retrato de uno de esos celebérrimos cocineros o del texto de una receta, que no son, sobra decir, la cocina como tal.

Si admitiéramos, contrariando la Estética filosófica, que la cocina es un arte, habría que ubicarlo cerca del arte sonoro, por aquello de su servidumbre al tiempo, en el cual discurren ambos placeres, igualmente fugaces. Así como la música sólo existe mientras se la ejecuta y suena, el condumio se crea para ser consumido y consumado. Después no queda sino la mudez del recipiente vacío. Hablando de música y de su dependencia perentoria del intérprete, comenta el teórico Boris de Schloezer que una obra como El clave bien temperado sería algo así como una colección de recetas de cocina,
en el senti- do de que no es acto culinario mientras no sea realizada por un cocinero.

De la tierra al mantel En el país de Brillat Savarin y Grimod de la Reynière, la cocina forma un matrimonio indisoluble y feliz con el vino, y un irresistible triángulo amoroso con los quesos. Milagro de la civilización mediterránea, la bebida fermentada de la uva halló en el terroir francés y bajo los auspicios del savoir faire galo, una de sus más sublimes expresiones. Francia se disputa, además, uno de los primeros lugares en la producción y exportación vinícola del mundo y ofrece las botellas más deseadas y codiciadas por los conocedores.

Si admitiéramos, contrariando la Estética fi losófi ca, que la cocina es un arte, habría que ubicarlo cerca del arte sonoro, por aquello de su servidumbre al tiempo, en el cual discurren ambos placeres

En cuanto a los quesos --es a eso, y no a perfume a lo que huele el país: ¡cómo se evidencia que Patrick Suskind procedía de otro lado!-- son pasión e industria nacional. Se atribuye a De Gaulle el haber manifestado la imposibilidad de gobernar una República que cuenta con 350 variedades de esos quesos.

Se quedó corto, no obstante, el general, porque actualmente se sospecha que llegarían a ¡mil! Sin olvidar el pan, guarnición sine qua non del yantar, tan vital, que hay catástrofe nacional cuando el gremio productor entra en huelga.

País agrícola por excelencia, de un confín a otro. Donde no crecen los viñedos ni pastan las vacas y las cabras, se extienden, según el clima y la geografía, los sembradíos de todo tipo de productos que proveen lo necesario para la alimentación y el buen comer de sus más de sesenta millones de habitantes, amén de su numerosa población flotante, como corresponde al primer destino turístico de la tierra.

Tradicionalmente, el francés, en general, ha practicado un particular culto por el ingrediente, por su calidad y frescura. En este sentido, no ha sido dado a la congelación ni a los grandes refrigeradores americanos. Tampoco al supermercado. Prefiere, sin duda, el mercado callejero e itinerante que, desde tiempos muy antiguos, se instala en cada barrio y en donde se consiguen, en función de las estaciones del año, desde los pescados y las ostras, hasta los espárragos y los caracoles de tierra, rebosantes de lozanía. Esto implica comprar en pequeñas cantidades para suplir las necesidades de la dieta diaria. Por supuesto, son hábitos que han ido cambiando al ritmo de los afanes y complicaciones de la vida contemporánea, especialmente en las grandes ciudades.

Cocido en el tiempo Ha sido Francia una nación reticente a la moda del fast food, sin que esto signifique que las franquicias transnacionales no hayan terminado por implantarse también en su territorio.

Ser francés, sin embargo, es saber disfrutar por varias horas de una mesa servida, lugar de encuentro y de diálogo, desde el aperitivo hasta los quesos y el licor. Las prácticas culinarias antañonas, de largo aliento, también están reñidas con la prisa, y el fuego lento es el mejor aliado para el intercambio de sabores. Salsas abundantes y untuosas, uso de ingredientes como la mantequilla, el tocino, la harina y la crema de leche, son algunas de las características de estas alquimias clásicas, como el boeuf bourguignon, la blanquette de veau à l’ancienne, el coq au vin, hechas de tiempo y paciencia.

Las tripes à la mode de Caen, de origen remoto, requiere un contacto con la candela que puede llegar a diez horas.

Como toda historia, la de la cocina gala sufre transformaciones que la van haciendo más depurada y refinada. Una de ellas tiene lugar en el siglo XVII cuando se sientan las bases de la llamada "alta cocina" que significa ni más ni menos que el tránsito de las prácticas y el gusto medieval, bastante rudos, hacia lo moderno. Uno de sus artífices es el cocinero F. P. La Varenne, autor de varios libros. Su gesta está basada, entre otras cosas, en la introducción de las finas hierbas (perejil, tomillo, laurel, estragón, perifollo, salvia, albahaca), con el objeto de resaltar el sabor natural de la materia prima y de sustituir la sazón muy recargada de especias, al uso hasta ese momento.

De una revolución a otra Con la revolución burguesa de 1789 desaparecen los gremios y, al impulsarse la actividad privada, surge el oficio de la restauración. Institución de origen francés, hasta la médula, el restaurante o comedor público se consolida y se populariza desde entonces. De esa época es el famoso y extravagante pastelero A. Carème, descubierto por Talleyrand, antes de entrar al servicio del emperador.

Como toda historia, la de la cocina gala sufre transformaciones que la van haciendo más depurada y refi nada. Una de ellas tiene lugar en el siglo XVII cuando se sientan las bases de la llamada "alta cocina"

Hacia finales del siglo XIX irrumpe el gran Escoffier, quien estuvo al frente de reputadas mesas, como el Grand Hotel de Montecarlo y el Ritz de Paris, además de haber contribuido a la organización del trabajo y el servicio en la cocina y en la mesa, con hábitos que han perdurado hasta hoy.

En los años setenta del siglo XX se produce un giro decisivo con el movimiento de la Nouvelle Cuisine. Asociado principalmente a los nombres de Jean y Pierre Troisgros, Michel Gerard y Paul Bocuse, la denominación, empero, fue acuñada por los críticos Gault & Milleau, responsables de la guía que lleva su nombre. El nuevo estilo apunta hacia preparaciones más livianas, ligeras y desnudas, lo que significaba prescindir de las salsas espesas para privilegiar los jugos emanados de los propios alimentos y dar realce a los sabores y las formas de la materia prima, en lugar de encubrirla. También tuvo que ver con el incremento en el uso del aceite de oliva, más saludable que la mantequilla, con la reducción de los tiempos de cocción y, algo fundamental, con el aspecto de los platos: porciones pequeñas, artísticamente presentadas para deleite, también, de la vista.

La Nouvelle Cuisine removería los cimientos del ancien regime gastronómico y tendría repercusiones trascendentales en los usos culinarios universales, del presente y el futuro. Ya nada volvería a ser como antes, para dicha del paladar, de los ojos, de las arterias y, por supuesto, del corazón.

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