sábado, 3 de marzo de 2012

DÍAZ SOLÍS (3)


EL NACIONAL - Sábado 18 de Febrero de 2012 Papel Literario/1
Gustavo Díaz Solís 1920-2012
La escritura secreta
El pasado 16 de enero falleció Gustavo Díaz Solís, cuentista venezolano cuya obra es fundamental en la tradición literaria de nuestro país. Díaz Solís fue conocido en 1938 con su cuento "Curandero", publicado por la revista Élite. Entre sus obras se encuentran Marejada (1940); Llueve sobre el mar; (1943); Cuentos de dos tiempos (1950) y Ophidia y otras personas (1968). En el año 1995 recibió el Premio Nacional de Literatura. Papel Literario rinde homenaje a este autor cuando se cumple un mes de su partida
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

El cuento en Venezuela, después de su larga expansión, sigue siendo un género tan atractivo como enigmático. Se le cultiva como pocos, escritores mayores y menores, y sin embargo no hay instrumentos que reflejen esa fidelidad. La crítica y la academia se esfuerzan desde hace años por desvelar ese apego, casi inconsciente, y al cabo de tantos esfuerzos poco se entiende que un formato de tanta luminosidad tenga mecanismos de recepción que se mantienen oscuros, como si la pulsión que anima a los mismos narradores se transfiriera a lectores y receptores. De su vitalidad no podría haber duda alguna --todo narrador joven de este "trópico absoluto" se inicia por y a través del cuento--, pero de su trascendencia son pocas las voces que la admiten. Género mayor de la tradición literaria venezolana según muchos opinadores, quizás porque no desmaya en ninguna de las décadas del siglo pasado y mantiene a todas luces una salud inalterable en el que corre, queda aún por determinar por qué la pulsión por la brevedad y la contención conquista a tantas vocaciones emergentes. Hay quien admite que las fuentes podrían estar en la extensa literatura folklórica, muchas veces oral, que nos precede por varias centurias, donde los cuentos de camino abundan tanto como los aparecidos o los silbones. De esta constitución cuentera mucho podríamos especular, pero más interesante sería determinar, después que el género en Occidente se afianza claramente en el siglo XIX, cuándo entre nosotros se vuelve moderno, porque en estudios recientes, al menos desde una trinchera crítica, la mención al cuento poco valía en las postrimerías del siglo mencionado. Para quien pasara, por ejemplo, las páginas de El Cojo Ilustrado y se encontrara con alguna pieza narrativa, motes como el de crónica, apostilla o cuadro de costumbres se reconocían más que aquel tan anodino y trillado de cuento, tan cercano a la tierra y a las viejas tradiciones pueblerinas. Pero esa criatura que hacia 1900, digamos, carecía tanto de progenitor como de herederos, en tan sólo cuarenta años, léase bien, se encumbra hasta unos rangos de excelencia y universalidad pocas veces vistos en la evolución de un género. Y es que la década de los años cuarenta, adonde llegaban escritores ya maduros como Arturo Uslar Pietri, Enrique Bernardo Núñez o Julio Garmendia, ve también el surgimiento de una pléyade de cultores cuyos rangos de excelencia rebasan cualquier pronóstico: Guillermo Meneses, Antonio Márquez Salas, Humberto Rivas Mijares, Oswaldo Trejo, Oscar Guaramato o Alfredo Armas Alfonzo. Repasar tan sólo los nombres, tanto de premiados como de finalistas, del concurso de cuentos queEL NACIONAL instaura en 1946 no deja de ser un choque de titanes: la modernidad del cuento venezolano ha llegado para quedarse.

La reciente desaparición de Gustavo Díaz Solís no viene sino a avivar la discusión sobre un género menor que sólo entre nosotros puede considerarse mayor. Perteneciente también a esa generación que irrumpe en los años cuarenta, su caso cobra valor adicional porque toda su obra fue un gran ejercicio de contención y perfeccionismo. Lo que José Balza ha caracterizado como un "cuentista absoluto" quizás se quede corto ante el panorama certero de unos veinte relatos, no más, que este narrador oriundo de Güiria y nacido en 1920 publicó entre 1940 y 1968. Y es que si extremamos el análisis, desde la aparición de Marejada en 1940, podríamos admitir que el libro de este maestro ha sido uno solo, variable y proteico, que en cada reedición cambiaba de título y agregaba una o dos novedades. Así, a los tres relatos que incluye la edición de Llueve sobre el mar en 1943 ("Lueve sobre el mar", El mosaiquito verde" y "Detrás del muro está el campo") se agregan otros cinco en la edición de Cuentos de dos tiempos de 1950 ("Ophidia", "El niño y el mar", "La efigie", "Arco secreto" y "Hechizo"). Igual operación se plantea entre Cinco cuentos de 1963 y Ophidia y otras personas de 1968, que a los cinco primeros agrega seis más en esta última edición. Los volúmenes antológicos que circulan en reediciones constantes desde 1968 alternan los títulos entre Ophidia y otras personas y Arco secreto y otros cuentos, pero en verdad son variaciones del mismo libro, especie de selección invariable que constata o confirma la perdurabilidad de piezas que son todas memorables.

Si tuviéramos que resumir en tres líneas de fuerza los referentes que animan la cuentística de Díaz Solís, diría que una es la espacialidad marítima (tan clara en "El niño y el mar"), otra la recreación histórica ("Llueve sobre el mar" o "Hechizo") y una tercera, la refiguración paisajística o ambiental (con piezas tan hermosas e intrigantes como "Cachalo" o "El cocuyo"). Mención aparte debería hacerse con "Arco secreto", sin duda su obra mayor, un relato que es en sí mismo una categorización, al punto de desbordar los propios parámetros narrativos de Díaz Solís y anunciar un salto o un precipicio que no terminó de consumarse. Si "Llueve sobre el mar" guarda ciertas reminiscencias de literatura nativista, es innegable que en "Ophidia" estamos ante otro estadio de su apuesta expresiva, aquel que confunde voces y personas narrativas por el solo deseo de crear simulaciones. Un tercer salto en esa búsqueda incesante ensayaba una cristalización en "Arco secreto" --cuyo solo tratamiento del universo petrolero, de una relación sorda entre amantes de mundos dispares y de un enfrentamiento entre un ser y su sombra, ya daban cuenta de una precocidad inexplicable--, pero el autor parece detenerse ante su propio asomo y no perseverar en ese caldo de dudas mentales, quiebres psicológicos y sospechas sobre su propia individuación. Al igual que el Gallegos de Canaima, que en su descripción de una lluvia torrencial atenta contra su propio programa novelesco, insinuando que la lluvia puede borrar la selva de palabras, Díaz Solís quiebra todas sus certidumbres anteriores y asoma en "Arco secreto" una relación entre planos temporales, entre personajes irreales y entre sombra y vigilia francamente novedosa. El arco de significación es secreto porque en definitiva no se sabe lo que une o desune: la lectura nos deja en un estado de extrañamiento realmente extremo.

En otro territorio de significaciones --este más luminoso y hasta biográfico--, un relato como "El niño y el mar" postula el horizonte de la elementalidad. ¿Cómo se puede crear tanta tensión narrativa a partir de una situación que enfrenta a un niño pescador con un cangrejo airado? Una historia prescindible se transmuta en una lección de escritura en la que la explotación de planos cinematográficos, el arte de la adjetivación y la profundización con la que el mar se describe en todos los registros posibles se alternan para cincelar una pieza que termina siendo escultural. Se diría también que el duelo anticipado entre unicidad (niño) y diversidad (mar) se convierte al final en un diálogo que todo lo disuelve o funde. Imagen tan poderosa como la de "El niño y el mar" la vemos en "La efigie", donde un cazador que se ve obligado a matar a su guía indio recurre a ese cuerpo inerte para salir de un pozo de barro: la secuencia en la que un cuerpo se arrastra sobre el otro, vida que repta sobre la muerte, es sencillamente memorable.

Un narrador que dedicó años enteros a sus piezas maestras, que cultivó un solo libro proteico, que fue ciegamente fiel al género cuento para expandirlo o subvertirlo, que no aspiró a nada distinto a la perfección, en otra cultura o sistema de recepción ya sería un autor digno de veneración. Pero bastan la humildad autoral, por un lado, y la escasez de miras o falta de recepción, por el otro, para que nadie se percate de que, generacionalmente hablando, los hermanos de su muy particular familia continental han podido ser Juan Rulfo (1917), Álvaro Mutis (1923), Elena Garro (1920), Juan José Arreola (1918), Clarice Lispector (1920) o Antonio Di Benedetto (1922), todos tan diversos, dignos y trascendentes como nuestro traductor de Eliot y lector de Wordsworth.

Acaso sin saberlo, Díaz Solís cultivó un oficio secreto para producir un libro secreto mantenido con una escritura secreta. ¿Será ya la hora para tensar el arco del reconocimiento de un autor magistral? "De los acorralados --gustaba de decir a Gonzalo Rojas--, es el Reino".

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