Falso cuaderno
Neoliberal
ANA NUÑO
Toda una distopía tuvo que imaginar George Orwell para darle sentido al retorcimiento del lenguaje llevado más allá del límite de la lógica esto es, allí donde las palabras pueden significar A y a la vez dan a entender lo contrario que A que Eric Blair observó y cuyas consecuencias padeció en carne propia. Pero con todo y ser angustiosa, la fantasía de 1984 tiene un punto optimista: que para que la humanidad se someta al relativismo caprichoso del poder absoluto, ha de vivir permanentemente bajo observación y amenaza de castigo.
Las pantallas siempre encendidas para escrutar el mínimo gesto cotidiano y transmitir oportunamente las órdenes del Gran Hermano, en realidad son ahora es fácil advertirlo un rayo de esperanza. Postulan, por más que improbable, una futura rebelión de las masas, que tal vez por qué no fabular la fábula adquiera un día la forma de un sabotaje que aborte el flujo eléctrico que alimenta los ojos y la boca catódicos.
Y digo catódicos para no añadir más anacronismos a la ya anacrónica (¡y optimista!) distopía orwelliana.
He puesto ahora y optimista entre paréntesis, pero es una prevención retórica. Porque lo cierto (no me atrevo ya a escribir la verdad) es que casi 30 años después de la fecha marcada con bola negra por Eric Blair, nuestra realidad ha superado su utopía negativa. Por ejemplo, lo de las pantallas y el Gran Hermano vigilándonos y controlándonos con ellas, ahora ha alcanzado la innegable perfección del autocontrol: día y noche conectados a nuestros smartphones, pendientes de enviar o recibir un nuevo mensaje de Twitter o en WhatsApp, de la última noticia del día (o la noche)... Gran Hermano, ¿para qué? Si cada uno de nosotros ha aceptado el más humilde pero mucho más eficaz papel de pequeño hermano de sí mismo.
En cuanto a los usos y abusos de la neolengua. Ya normalizado el hábito de insultar al discrepante tildándole de fascista, oligarca o escuálido, emborronando el sentido de esas palabras, la neoizquierda ultrairredenta lleva unos cuantos años retorciéndole el cuello a "neoliberal" para hacerle significar lo mismo que los anteriores despojos lingüísticos, más el bonus-track de "capitalista desalmado".
Estos manoseos con la lengua son lo esperable de parte de unas gentes que, como se decía de los partidarios de los Borbones después de la Revolución Francesa, "no han olvidado nada y no han aprendido nada". Ah, pero resulta que en el bando de los supuestamente ilustrados también crecen enanos y los opositores de los ultrairredentos han decidido sumarse al jolgorio del retorcimiento lingüístico. Lo digo porque un aproximado politólogo, que alejándose de su supuesto oficio se ha puesto a cantarle loas al principal político opositor de la dictadura postchavista, ha acuñado un marchamo digno de aquel orwelliano Ministerio de la Verdad: la política económica del petroestado venezolano, que siempre, es decir antes, durante y ya después de Chávez, ha sido y es todo lo contrario del neoliberalismo, ahora resulta que conviene llamarla "neoliberalismo de Estado".
Vuelve, por favor, Eric, que se han vuelto más locos todavía.
Pieza: Emily Weiskopf.
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