domingo, 3 de noviembre de 2013

DE UNO A OTRO

EL NACIONAL - Domingo 03 de Noviembre de 2013     Papel Literario/5
Renato Rodríguez: Del Equanil al infinito
CARLOS FLORES

"¡Claro que conocí a Merv Griffin!, a quien después sacaron del canal y substituyeron por David Frost, con quien también trabajé", una pausa. Se rasca la barbilla, luego frota su nuca, exhala: "Y, por cierto, ese inglés no me miraba con buenos ojos.
Una vez me llamaron para que fuera a su oficina porque el aire acondicionado no le funcionaba. Yo fui y me di cuenta que no estaba enchufado. Lo enchufé y funcionó. Frost me preguntó, con su tremendo acento británico, `¿cuál era el problema del aire acondicionado?’. Y yo le contesté que no había problema, sino que él no lo había conectado. Dos tipos que estaban acompañándolo en su oficina se murieron de la risa y Frost, que había quedado en ridículo, se puso feroz y me dijo, entre dientes: `¡Pero qué tipo tan brillante es usted!’.
Pero lo dijo con ironía, por supuesto".
Tras narrar semejante anécdota con la tranquilidad de quien echa un cuento normalito y corriente, Renato Rodríguez encendió un cigarrillo y soltó una bocanada de humo.
Su voz se apagó y acomodó su liviana anatomía en una vieja y crujiente silleta de madera. Eso fue hace ocho años. Un encuentro que hoy siento que ocurrió hace siglos. De hecho, a veces me he preguntado, ¿de verdad me senté a hablar con el autor de Al Sur del Equanil, por allá bien arriba, entre la fría bruma de una montaña de El Consejo, en el estado Aragua, o todo se trató de alguna alucinación post-beat-post-hippiepost-literatura; alguna fantasía típica de quien quiere ser escritor y espera que, en algún raro momento de su vida, pueda toparse con un gigante de las letras (al mismo tiempo casi anónimo), como Renato Rodríguez? Pero en este momento, durante la noche de un sábado casi erótico, mientras las estrellas están ocultas en la oscura cúpula estelar, recuerdo muchos detalles, casi todos, de cuando escuché las leyendas, cuentos épicos y barbaridades, pronunciadas con voz espesa y añeja, por Renato Rodríguez. Un tipo que vivió, jodió, lo contó... y luego, igual que otros tantos guerreros, se retiró a un descanso elegido en su Valhala personal, donde la inmortalidad es un poema cuyos versos persisten como una conciencia suprema.
Buscando, siempre buscando Al Sur del Equanil (1963), El bonche (1976), La noche escuece (1985), Viva la pasta: las enseñanzas de Don Giuseppe (1985), Ínsulas (1996) y Quanos (1997). En un puñado de obras se plasma el trabajo de una vida alborotada. De largos y tornasoles recorridos; personajes que buscan, sin rumbo fijo, el futuro y, tal vez, alguna explicación de su pasado. Recuerdo terminar el último párrafo de ese tesoro que es Al Sur del Equanil. Apenas tenía 21 años de edad y odié el libro tanto como lo envidié.
Si Hunter S. Thompson fue mi gigante americano, había encontrado otro titán literario, y esta vez criollo. Hay una formidable vitalidad en ese texto, en pequeñas grandes frases como: "Y aunque escribir a máquina no te gusta tienes que admitir que el tecleteo de la Olympia es tan sabroso".
Me daba rabia vivir en el futuro y escribir frente a una caja color crema iluminada y no golpear las teclas de una vieja máquina y ver, ahí mismo, cómo el papel se va llenando con esa mística esencia que es la literatura, así como el protagonista de Al Sur del Equanil, David, busca su identidad como escritor y como ser humano. Busca, busca... y sigue buscando.
Todos los viajes... el viaje "Vivo aquí desde el año 1997, porque es tranquilo", suspiró Renato, quien tenía, en ese entonces, 78 años. Cierto, aquel paraje era tan tranquilo como lejano, 12 kilómetros en ascenso montañoso. Siempre hacia arriba, buscando las nubes. Podía sentirse el clima cambiar; la temperatura bajar como las pantaletas de una joven en medio del bullir de sus hormonas: otro mundo extendiendo sus brazos frescos y suaves. "Todavía te falta para llegar donde el viejo Renato", eso es lo que le escuchaba decir a las pocas personas que encontraba en aquel camino inhóspito. Los lugareños sabían que se llamaba Renato Rodríguez y que estaba encargado de una pequeña granja de café (a pesar de que su verdadero nombre era René, pero ésa es otra historia).
Sin embargo, pocos tenían idea del "personaje". Ignoraban que era escritor, casi-rival de Garmendia; el Kerouac venezolano. Un zorro experto en cazar párrafos impregnados de vivencias que luego fundiría en papel.
Sobre una mesa construida con un grueso y estropeado tablón, se apilaba una buena cantidad de libros, en su mayoría clásicos. Páginas amarillas. Cubiertas rasgadas. Renato ya casi no podía ver. Estaba por perder un ojo a causa del glaucoma. Pero el alma del narrador permanecía íntegra.
"Nací el mismo día que Kafka, un 3 de julio, en Margarita. A los 40 días de nacido mi papá, que era como muy pata caliente, nos llevó a vivir a Cumaná.
A él le gustaba mudarse". Y se mudaron tanto que en 1929 la familia se instaló en La Guaira.
"Mi papá trabajaba en una casa de agentes aduanales. Vivíamos en el hotel La Mejor, que era de una martiniqueña, la señora Cecilia Sant-Laurent. Ahí todo fue muy confuso porque una pareja de alemanes, de avanzada edad, quería adoptarme, que mi mamá me regalara. `Señora’, le dijeron, `usted y su marido son jóvenes, pueden tener más hijos. Nosotros no podemos concebir’." La madre de Renato sintió tanto miedo que recogió maletas y se fue hasta Caracas con su muchacho. Ahí, en una humilde pensión, ocurriría otro encuentro que también marcó al futuro escritor: una noche tranquila, con brisa fresca y cielo despejado, se rompió el silencio dentro de la pieza donde Renato vivía con su mamá. Un ruido brusco despertó a madre e hijo. Algo estaba pasando. En medio de la habitación, y surgiendo entre las sombras, apareció una figura masculina cuya silueta se iba mostrando, paso a paso, al ser bañada por la luz de un faro callejero que se proyectaba a través del ventanal. "Señora, no se asuste que yo no le voy a hacer nada ni a usted ni al niño", dijo una voz elegante que salía de un cuerpo muy bien presentado, vestido con chaleco y corbata.
"Yo soy un ladrón. Y para no perder el trabajo, permítame robarle esta medalla que está aquí". Aquella aparición, delincuente pero al mismo tiempo distinguida y gentil, causó impacto en el joven Renato.
"¡Caramba!, me dije. Yo tengo que ser ladrón para ser tan elegante como este hombre". Pero nunca se atrevió a robar; jamás pudo llenar, con la prestancia requerida, los sigilosos zapatos de un criminal.
Pronto cambiaría el pecado por la santidad. Mientras cursaba bachillerato como interno en el liceo San José de Los Teques, sintió un llamado espiritual. "Un día fui a hablar con el director del colegio, que era un sacerdote llamado Isaías Ojeda, le dije: `Mire, padre Ojeda, yo le voy a pedir un favor.
Quiero entrar al seminario porque he sentido el llamado de Dios’". Pero el cura no estaba nada emocionado con la petición y fue tajante: "Tú no sirves para ser sacerdote, lo tuyo es escribir, ponte a escribir. Ya verás que podrás desarrollarlo".
Y desde aquella tarde eso fue lo que Renato Rodríguez hizo: escribió, escribió sentado, acostado, con hambre, comiendo, pecando y hasta rezando, pero en sus textos no brotaba nada trascendental, memorable. Solo palabras que se caían sobre sí mismas, como endebles casas hechas de barajas.
Tras finalizar el bachillerato en Venezuela, viaja a Colombia y se inscribe en una academia militar, para obtener el bachillerato superior. Al egresar, se topó con un joven cantante y se convirtió en su representante. Juntos recorrerían medio continente. "Eso fue porque me enteré y quedé fascinado al saber que un margariteño, Alfonso Asaab, fue el agente de Carlos Gardel. Pero mi cantante era muy rochelero y quería interpretar hasta ópera, así que nos separamos en Quito", recordó sonriente. De Quito se traslada a Lima, donde siguió su entrenamiento para ser escritor. "Faulkner le había dado un consejo a un muchacho que quería ser escritor: consígase un trabajo en un burdel, le dijo". Acto seguido, Renato colocó sus maletas en un catre del famoso burdel de doña Elvira.
Esa fue su residencia hasta que abandonó Perú para ir a Chile, donde por fin logró escribir.
"Escribía sobre cualquier cosa, día y noche. Eso fue en 1949 y después del cincuenta regresé a Venezuela porque mi papá me arrastró de una oreja". Y en su patria, entre Caracas y Cumaná, fue productor de leche, agricultor y oficinista, al tiempo que finalizaba la redacción de su desordenada primera novela, que terminó siendo un clásico.
Al Sur del Ecuador El cuento ya es leyenda popular: "Un día estábamos en un bar muy bueno, en la avenida Caroní de Bello Monte. Yo estaba ahí con una gente y entre ellos andaba Gonzalo Castellanos, quien era arquitecto y me preguntó a qué me dedicaba.
Le dije que era escritor y que tenía una novela lista. Cuando iba a decir que se llamaba Al Sur del Ecuador (ese era su título original) me equivoqué y le dije: Al Sur del Equanil, que era una pastilla calmante muy popular. Salvador Garmendia, que estaba presente y muy rascado, dijo: `Ah, pero qué cosa tan buena’. La gente se imaginó que él había leído mi novela y la había encontrado muy buena pero la verdad es que Garmendia se estaba refiriendo a la pastilla llamada Equanil, que era muy buena. Resulta que se corrió la voz de que yo tenía una novela que hasta Salvador Garmendia la había aprobado".
Meses después se publica Al sur del Equanil. "Cuando la publiqué me dijeron de todo. Se produjo un incidente porque la gente discutía cuál era mejor, si Los pequeños seres o Al sur del Equanil. Pero yo no estaba compitiendo con Garmendia porque nuestros estilos eran muy diferentes. Me acusaban de ser plagiario de Kerouac, de Henry Miller, del noveau romance francés". Escapó de su pequeña polémica literaria y dejó el país, otra vez, para instalarse en la vibrante New York.
Ahí trabajó en un restaurante italiano de la calle 33 y fue de los primeros en vivir en un loft de lo que hoy se conoce como Soho. Cuando se cansó, cogió un bus y atravesó el país, hasta Los Ángeles, donde recogía los platos sucios que dejaban los huéspedes del Hotel Billtmore y, tras esa breve estadía, se mudó a San Francisco. "¡Qué ciudad tan hermosa!", recuerda con los ojos brillando. "¡Dígame ese puente Golden Gate, la bahía y después el barrio chino!", suspira, "San Francisco a mediados de los sesenta fue un lugar muy especial". Después regresaría a New York, a trabajar en la Westinghouse Broadcasting Company, en el show de Merv Griffin. "Pero yo me la pasaba de baile en baile, me decían piernas de goma", y precisamente de esos bailes nace la idea de su obra El Bonche (Monte Ávila Editores, 1976).
La exagerada vida de Renato Rodríguez no se limita al continente americano. Viajó en buque hasta Francia. Desembarcó y tomó un tren hasta París, donde se topó con un viejo amigo chileno y consiguió un empleo en la Oficina de Cooperación a la Escuela del gobierno francés. "Si uno tiene paciencia y humor le va bien donde quiera. Estuve en Bélgica, Suiza, Italia y una larga temporada en Alemania, en Dusseldorf, trabajando en una fábrica de piezas para automóviles". Con los años el tanque de gasolina se fue secando. Los viajes se redujeron y una mañana fresca y soleada, yo estaba frente a Renato, el gran escritor venezolano y Premio Nacional de Literatura, en una pequeña granja cafetalera en Aragua, escuchando su gran relato de vida que, es al mismo tiempo, su máxima obra. Renato Rodríguez murió el 22 de junio de 2011, un miércoles.
Tenía 86 años.
Durante aquel memorable encuentro, Renato me dijo que sentía que la pólvora ya se le había mojado y que ya no quería escribir. "¿Para qué voy a escribir?, aquí nadie lee", murmuró melancólico.
Maestro: espero que estés en algún bus celestial, acompañado por Kerouac y el resto de la tropa, y vayan disparados a toda velocidad, la gran juerga de todas las juergas, la brisa fuerte, fría, entrando por las ventanillas, más allá del Golden Gate... más allá del Equanil.

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