EL NACIONAL - Domingo 27 de Octubre de 2013 Papel Literario/3
Albert Camus, 1913-1960
Camus, 100 años de luz
7 de noviembre de 1913, hace 100 años, nace en Mondovi, Argelia colonial francesa, muere el 4 de enero de 1960 al chocar su vehículo contra un árbol cerca de Le Petit-Villeblevin, Francia.
Sobre las causas se han publicado posteriormente especulaciones no confirmadas. Hijo de colonos franceses (pieds-noirs), de vida modesta: padre viñatero, madre analfabeta. Pronto se mudaron a Argel, donde el profesor Louis Germain lo introdujo en las letras y el saber de su tiempo. Camus, agradecido por siempre, le dedicó su discurso del Nobel, 1957.
Camus no fue indiferente ante la guerra anticolonial. ¡Ah! La guerra de Argelia. Sé cuando un escritor inmenso, como el autor de El extranjero y La peste, y uno de los últimos en pensar y demostrar que un intelectual tiene, no sólo el derecho, sino el deber de participar en todos los grandes combates que le impone su época: resistencia, antiestalinismo, lucha contra todas las dictaduras, independientemente de su color. Estas fueron sus primeras palabras. Es verdad que un muerto es, para siempre, contemporáneo de sus últimos gestos, sus últimas palabras. Es desconsolador, pero es verdad, que uno pertenece a su muerte como a su infancia. La infancia y la muerte de Albert Camus son lo que son: contemporáneas de esa maldita guerra: ¡Argelia! ¿Y la última palabra de Albert Camus, esa famosa frase sobre la justicia y su madre pronunciada en Estocolmo, la tarde del día en el que iba a recibir el Premio Nobel? Durante mucho tiempo pensé que era una frasecita de ésas que se le escapan a uno un día de hastío, porque ya no puede aguantar más la estupidez de las preguntas que le hacen y porque no mide todavía el eco que las circunstancias otorgan a su voz. La frase es: "Ninguna causa, aunque sea inocente y justa, me separará jamás de mi madre, que es la causa más importante que conozco en el mundo".
Camus ratifica la frase. La piensa con detalle. En ese texto, Camus dice por completo adiós a esta justicia en sí, y, para decirlo en una palabra, este universalismo que ha tratado de fundamentar durante su vida. "Actúa como si la máxima de tu acción pudiera erigirse, por voluntad tuya, es ley universal de la naturaleza". Ésa era la posición de Camus. El camusismo, y ésa era su virtud, quería ser un kantismo práctico. Y con la guerra de Argelia, se acabó. Es el primer árbol con el que se choca Albert Camus. Y es, se diga lo que se diga, su primer gran error político.
Ya que estoy haciendo un retrato de Albert Camus, quiero aprovechar para abrir un paréntesis sobre su madre. Existen algunos retratos de madres, bien caracterizados, en la historia de la literatura. Por supuesto, cada madre es única.
Para los escritores, como para los demás, ninguna madre se parece a otra. Pero la mala madre, no obstante, es un tipo bastante extendido. La buena madre, lo mismo: amante y maravillosa. Ahora bien, con Camus, nos encontramos con un tipo especial, un ejemplar único, un animal sin especie: la madre del gran escritor que no sólo no escribe sino que no habla, no oye; la madre silenciadora y silenciosa, la madre cuyo vocabulario se reduce a 400 palabras, la madre cuyo hijo no supo jamás del todo si habían sido unas fiebres tifoideas de joven las que le habían causado esa dificultad del habla, o una conmoción cerebral tras el anuncio de la muerte de su marido, el 11 de octubre de 1914 en un campo de batalla de Bretaña. Hay que oír bien lo que dice ahí Camus de su propia confusión. Hay que tratar de imaginarse al niño, y después al joven, levantándose antes del alba para correr a la Escuela de la República, en la que descubre los recursos del saber y los de los libros. Y hay que imaginar, a su regreso, en el pequeño apartamento de la calle de Argel en la que la madre y sus dos hijos duermen en la misma habitación, a esa madre amada con un amor absoluto cuando, sea cual sea la razón, no es posible ni hablarle, ni entender lo que dice, es decir, comunicarse con ella. Se puede interpretar en el sentido que se quiera. Ahí está el principio de una relación con el lenguaje hecha de fe y desconfianza, gratitud y escepticismo, que será una de las características del camusismo. Una situación exactamente contraria a la de Sartre, el niño maravilloso y nacido en un auténtico baño de palabras.
Regresemos al asunto argelino. Después de aquella frase terrible, Camus decide callarse. Y, para explicar ese famoso silencio de Camus, existen dos explicaciones clásicas. Si uno es anti-Camus, dice: "Es precisamente su situación, con su madre, su condición de piednoir que le impide entender nada de lo que está sucediendo; por tanto, se queda al margen de este gran acontecimiento de la historia del siglo XX que es la rebelión de los pueblos colonizados." Si uno es pro-Camus, dice: "Al contrario comprende todo, incluso antes que el resto de los intelectuales, porque él, además, aprende a salir del maniqueísmo, a contar hasta tres; sabe que la inevitable descolonización dará a luz, también inevitablemente, a regímenes tan dictatoriales o más que los anteriores a los que han sustituido, de forma que, si no habla de ello, no es porque se sienta sobrepasado, sino porque es un adelantado." La primera explicación es injusta, por supuesto: porque, ¿cómo convertir en militante de la Argelia francesa o en "colonizador humanista" al autor de los admirables reportajes sobre la miseria en la Cabilia, que son lo más poderoso que se ha escrito, junto con el Viaje al Congo de Gide, en materia de anticolonialismo? Pero la segunda explicación tampoco es acertada, porque desprecia una multitud de declaraciones en las que él explica que los beneficiarios auténticos del colonialismo, los únicos que merecen el epíteto infamante de colonialistas, son los "grandes" colonos y sus "socios" en la metrópolis, es decir, las doscientas y tantas familias en Argelia y en Francia que se benefician del régimen.
La verdad se encuentra entre los dos extremos. Y, sobre todo, creo que, en el sueño camusiano de una fraternidad entre "indígenas" y "blanquitos", de un Estado binacional que se ahorre los sufrimientos y los dramas de la independencia, hay la huella de una ingenuidad, de un optimismo, es decir, de una falta de sentido de lo Trágico, que es otra característica del espíritu de Camus.
¿Camus, sin sentido de lo trágico? ¿Cómo puede decir eso si existe un filósofo en el siglo XX que ha tenido sensibilidad para lo absurdo, es decir, para la finitud y, por tanto, si las palabras tienen un significado, para lo trágico de la condición humana, si existe un filósofo que, desde El mito de Sísifo hasta La caída, no ha dejado de insistir en la irresoluble contradicción entre el deseo humano de "transparencia" y el "silencio irrazonable del mundo", ese es Albert Camus.
Porque, para empezar, absurdo no es trágico. Y, sobre todo, aparece inmediatamente otro Camus; hay un Camus en Las bodas y, en particular, Las bodas en Tipasa, que se recupera y propone que el desgarro no es irremediable, ni el silencio del mundo, eterno, ni la contradicción, insuperable; hay un segundo Camus, coextensivo del primero, encerrado en los mismos textos, que apuesta por la unidad, la fusión; como dice en El primer hombre, por "la inocencia" de todas las cosas. Un C
amus de luz y calor, un Camus que filosofa sobre el "cuerpo desnudo", un Camus que sueña con una armonía casi carnal de los elementos.
Ésa es la razón de que Camus, luego de escribir en Alger Républicain sobre la publicación de La náusea, se enzarzara en una lucha a muerte con un tal Jean-Paul Sartre.
Llegamos al asunto de Sartre.
Este es injusto y extraño. Creo que podríamos interesarnos más por las relaciones de Camus con Mauriac: esa magnífica polémica, en el momento de la liberación, a través de Le Figaro y Combat, entre el defensor de la caridad y el de la justicia que, poco a poco, y no sin honradez, se inclinará hacia la caridad. O con Breton: el extraño ataque, en El hombre rebelde, y su segunda respuesta contra un surrealismo reducido, a la famosa frase sobre "el acto surrealista más simple", que consistía en "bajar a la calle, con la pistola en la mano, y disparar al azar contra la gente". O con Malraux: su encuentro en 1938, en un cine del barrio de Belcourt en el que el coronel rojo acaba de celebrar un mítin antifascista; la forma que tiene Camus, desde la época de la Brigada Alsacia-Lorena, de poner humildemente Combat, al servicio de ese hombre glorioso. Creo que, cuando queremos esbozar un retrato del primer gran intelectual francés que instruyó un proceso sin reservas contra la violencia revolucionaria y el mesianismo asesino, deberíamos interesarnos más por sus relaciones con Merleau-Ponty: porque es con él con quien tiene la disputa fundamental, sobre este punto y a partir de Humanismo y Terror; es con él, más que con Sartre, con quien vive el verdadero conflicto sin vuelta atrás; y es Merleau-Ponty, quien, en 1946, cuando Les Temps Modernes publica Le Yogi et le Commisaire, quien provoca la primera tempestad y la primera indignación de un Camus que solo ve en ese texto una justificación miserable de los siniestros procesos de Moscú. En fin. La vida de los escritores se escribe a sus espaldas.
Y es un hecho que, cuando se habla de Camus, se piensa ante todo en Sartre; y que esa disputa cubre a Camus tras una lápida.
Cfr. http://aletheiamuip.com/escritores/albert-camus/
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