miércoles, 12 de enero de 2011

en tránsito


EL NACIONAL - Miércoles 12 de Enero de 2011 Opinión/7
Caracas-La Habana
LEOPOLDO TABLANTE

Por más que un pasajero de Metro y carrito por puesto se friegue en la madrugada con estropajo y pachulí, lo más probable es que, en horario de oficina, lleve sobre la piel el relente inflamable de este país de economía extractiva cuyo sector petroquímico produce derivados espurios. El subsidio oficial a los combustibles ha prolongado la vida de esos trasatlánticos de ocho cilindros que surcan con indiferencia el tránsito venezolano. Dos interpretaciones a este fenómeno son posibles: en primer lugar, Venezuela no ha creado las condiciones económicas necesarias para que muchos conductores se mantengan en la clase media y visiten, cada tanto, su concesionario favorito; en segundo lugar, el país se encuentra tan rezagado que ni siquiera las principales inquietudes globales acaban por integrarse a su presente.

A comienzos de diciembre pasado, un reportaje del New York Times (Simón Romero: "Caracas Journal. Detroit’s Monsters Thriveon a Diet of Cheap Gas", 12/12/2010) describió el ambiente urbano de Caracas a partir de esos fósiles rodantes provenientes de una industria de Detroit en plena caída libre. Si Detroit era la ciudad estadounidense que, en los años cincuenta, simbolizaba el sueño americano; si hasta hace relativo poco tiempo esta urbe concentraba el orgullo tecnológico de una potencia económica, Detroit apenas si puede hoy optar a la categoría de escombro. A mediados de 2010 escribí una columna titulada "CaracasDetroit". Sin embargo, la ciudad paralela de Caracas, más que Detroit, es La Habana. En el capítulo "La Amazona", de la novela La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabera Infante, un narrador en primera persona rechaza la proposición de venir a vivir a Caracas de una amante, Margarita, quien elogia de Venezuela esa modernidad perezjimenista que hoy fluctúa entre la nostalgia ilustrada y el cansancio terminal. Porque con Caracas está pasando algo parecido a lo que sucedió en La Habana: la revolución ha actuado como un cañón de rayos X y ha puesto al desnudo una estructura urbana gringa que, en nuestro caso, es devorada por un tejido cancerígeno de cerros y cortes malandras.

En sus memorias cubanas en calidad de bailarina, la periodista Alma Guillermoprieto evoca la voz de Galo, un actor de teatro a quien ella califica como "homosexual, intelectual y revolucionario", un incomprendido obligado a ver las cosas más allá de la ensoñación del Hombre Nuevo: "¿Sabes que es lo raro? ­dice Galo según el recuerdo de Guillermoprieto­. Que después de todos estos años (diez u once después del triunfo de la Revolución; Guillermoprieto llegó a Cuba el primero de mayo de 1970 y permaneció allí menos de un año) es imposible encontrar una sola huella de la presencia soviética en las películas cubanas, sin hablar de la pintura, la música o la gastronomía. Por otra parte, Estados Unidos nos quiere muertos, pero si apenas rasguñas la superficie verás su influencia por todas partes" (Alma Guillermorprieto: Dancing with Cuba. New York: Vintage Books, 2004, p. 254).

Si incluso hoy el carácter turístico de La Habana es subrayado por esos grandes automóviles americanos de los años cuarenta y cincuenta, uno de los principales símbolos de nuestro destino no alcanzado es un parque automotor heredado del impulso desarrollista recordado como "Gran Venezuela".

¿Qué otra cosa es ese subsidio oficial que permite llenar hasta el tope el tanque de gasolina de una ranchera LTD 1978 por mucho menos del equivalente a un dólar del mercado paralelo? La Venezuela urbana es un epitafio voluntarista dedicado al proyecto soñado por Gumersindo Rodríguez y refrendado por el recién fallecido CAP entre 1973 y 1978: el del país de economía rentista y poco cálculo racional sobre el que el comandante Chávez fundó su política del resentimiento para, sencillamente, repetir la operación.

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