EL PAÍS, Madrid, 24 de julio de 2014
TRIBUNA
La nueva guerra de los treinta años
No se puede aspirar a resolver la situación de Oriente Próximo, sino a gestionarla
Richard N. Haass
Es una región atormentada por una lucha religiosa entre tradiciones que se disputan su credo, pero el conflicto enfrenta también a militantes y moderados, impulsado por gobernantes vecinos que intentan defender sus intereses y aumentar su influencia. Los conflictos se producen entre Estados y dentro de ellos; resulta imposible distinguir las guerras civiles y las guerras por delegación. Con frecuencia los Gobiernos pierden el control a favor de grupos pequeños –milicias y similares– que actúan dentro de los límites fronterizos o traspasándolos. Las pérdidas de vidas son devastadoras y millones de personas pierden sus hogares.
Esa podría ser una descripción del Oriente Próximo actual. En realidad, describe la Europa de la primera mitad del siglo XVII.
En el norte de África de 2011, el cambio llegó después de que un humillado vendedor tunecino de fruta se prendiera fuego para protestar; al cabo de unas semanas, la región estaba en llamas. En la Europa del siglo XVII, un levantamiento religioso local por parte de protestantes bohemios contra Fernando II, el emperador católico de Habsburgo, desencadenó la conflagración de aquella época. Tanto los protestantes como los católicos acudieron en apoyo de sus correligionarios, dentro de los territorios que más adelante llegarían a constituir Alemania. Muchas de las mayores potencias de aquella época, incluidas España, Francia, Suecia y Austria, quedaron involucradas. El resultado fue la guerra de los Treinta Años, el episodio más violento y destructivo de la historia de Europa hasta las dos contiendas mundiales del siglo XX.
Hay diferencias evidentes entre los acontecimientos del periodo 1618-1648 en Europa y los citados de 2011-2014, pero las similitudes son muchas y dan mucho que pensar. Tres años y medio después del amanecer de la primavera árabe, existe la posibilidad real de que estemos presenciando la primera fase de una lucha mortífera, costosa y prolongada; dada la gravedad de la situación, podría muy bien empeorar.
Tres años después del inicio de la 'primavera árabe', la situación podría empeorar
La región está madura para los disturbios. La mayoría de su población es políticamente impotente y pobre, tanto en riqueza como en perspectivas. El islam nunca experimentó algo parecido a la Reforma en Europa; las líneas divisorias entre lo sagrado y lo secular no son claras y están discutidas.
Además, las identidades nacionales compiten con frecuencia con las derivadas de la religión, la secta y la tribu, y cada vez se encuentran más rebasadas por ellas. La sociedad civil es débil. En algunos países, la presencia del petróleo y del gas disuade la aparición de una economía diversificada y, con ella, de una clase media. La enseñanza insiste en el aprendizaje memorístico, en lugar del pensamiento crítico. En muchos casos, los gobernantes autoritarios carecen de legitimidad.
Los participantes exteriores, con lo que han hecho y lo que han dejado de hacer, han avivado aún más el fuego. La guerra de 2003 en Irak fue muy relevante, pues exacerbó las tensiones entre suníes y chiíes en uno de los países más importantes de esa región y, a consecuencia de ello, en muchas de las demás sociedades divididas de esa zona. El cambio de régimen en Libia ha creado un Estado que falla. El tibio apoyo al cambio de régimen en Siria ha preparado el terreno para una prolongada guerra civil.
La trayectoria de la región es preocupante: Estados débiles que no pueden vigilar su territorio; pocos Estados relativamente fuertes y que compiten por la supremacía; milicias y grupos terroristas van obteniendo una mayor influencia y unas fronteras que se desdibujan. La tradición política local confunde la democracia con el abuso de la mayoría de los votos, pues se utilizan las elecciones como medios de consolidar el poder, no de compartirlo.
Aparte del enorme sufrimiento humano y las pérdidas de vidas, la consecuencia más inmediata de la agitación es la posibilidad de un terrorismo más frecuente y duro, tanto el localizado en Oriente Próximo como el que emana de él. Y también existe la posibilidad de una alteración de la producción y del transporte de energía.
Se debe perseguir un alto el fuego específico entre Israel y Hamás
Hay límites a lo que las instancias exteriores pueden hacer. A veces, las autoridades deben centrarse en impedir que la situación empeore, en lugar de en programas ambiciosos para mejorar; este es uno de esos momentos. Lo que esa situación requiere, por encima de todo, es prevenir la proliferación nuclear (comenzando por Irak), ya sea mediante la diplomacia y las sanciones o, de ser necesario, mediante ataques militares o de sabotaje. La otra posibilidad —un Oriente Próximo en el que varios Gobiernos y, por mediación de ellos, milicias y grupos terroristas tengan acceso a las armas y materiales nucleares— es demasiado espantosa para plantearla.
También tienen el mayor sentido las medidas que reduzcan la dependencia mundial de los suministros energéticos de esa región, incluidos el desarrollo de fuentes substitutivas y las mejoras en la eficiencia de los combustibles. La asistencia económica debe ir dirigida simultáneamente a Jordania y al Líbano para ayudarlos a afrontar la avalancha de refugiados. El fomento de la democracia en Turquía y Egipto debe centrarse en el fortalecimiento de la sociedad civil y la creación de Constituciones sólidas que difuminen el poder.
El contraterrorismo contra grupos como, por ejemplo, el Estado Islámico de Irak y de Siria (que ahora se llama simplemente Estado Islámico) debe llegar a ser una característica fundamental de esa política, ya sea mediante aviones no tripulados, pequeñas incursiones o la capacitación y entrega de armas a los copartícipes locales. Ya es hora de reconocer la inevitabilidad del desmembramiento de Irak (ahora el país es más un medio para la influencia de Irán que un baluarte contra ella) y fortalecer un Kurdistán independiente dentro de las antiguas fronteras de Irak.
No hay margen para las falsas ilusiones. El cambio de régimen no es una panacea; puede ser difícil de lograr y casi imposible consolidarlo. Las negociaciones no pueden resolver todos los conflictos, ni siquiera la mayoría de ellos.
Eso es sin lugar a dudas cierto, de momento, respecto de la disputa palestino-israelí. Aun cuando cambie, un acuerdo amplio ayudaría a las poblaciones locales, pero no afectaría a la dinámica de los países o conflictos vecinos. Ahora bien, se debe perseguir la consecución de un alto el fuego específico entre Israel y Hamás.
Asimismo, la diplomacia puede dar resultado en Siria solo si acepta la realidad existente en el terreno (incluida la supervivencia del régimen de Assad en el futuro previsible), en lugar de intentar transformarla. No se debe buscar la solución en el trazado de nuevos mapas, aunque, una vez que las poblaciones hayan cambiado y se haya restablecido la estabilidad política, el reconocimiento de nuevas fronteras podría ser deseable y viable.
Las autoridades deben reconocer sus límites. De momento y en el futuro previsible —hasta que surja un nuevo orden local o se generalice la extenuación— Oriente Próximo no será tanto un problema que resolver cuanto una situación que gestionar.
(*) Richard N. Haass es presidente de la organización Consejo de Relaciones Exteriores.
Traducido por Carlos Manzano.
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