EL PAÍS, Madrid, 7 de
diciembre de 2016
TRIBUNA
La intoxicación
conspirativa
Un complotista diría
que este corto artículo formaría también parte de una gran conspiración
Isaac Nahón Serfaty
La mentalidad
conspirativa ha sido estudiada ampliamente. Los historiadores Léon Poliakov y
Norman Cohn, y el mismo Umberto Eco desde la ficción, contribuyeron a explicar
por qué nos fascinan las teorías delirantes que pretenden poseer la clave para
develar la “verdad” de lo que pasa en el mundo.
Esta “verdad” va más
o menos así: un pequeño grupo de malvados ricos (casi siempre judíos, claro)
controlarían los hilos del poder, la economía, los medios de comunicación y las
instituciones religiosas. De hecho, un complotista diría que este corto
artículo que usted está leyendo, formaría también parte de una gran
conspiración.
Como algunos lectores
me lo han expresado en correos de odio que recibo de vez en cuando, quién mejor
que un judío para hacerles creer que la conspiración de la “sinarquía sionista”
no existe.
El problema no es la
mentalidad conspirativa. Cada quien puede creer lo que quiera, incluso en cosas
que rayan en el delirio paranoide. Lo grave se presenta cuando de la creencia
se pasa a la acción. Gente intoxicada por teorías escatológicas pueden hacer
daño.
Por ejemplo, eligen
presidentes. Una parte del electorado que votó por Donald Trump cree en
disparatadas (y no tan disparatadas) historias sobre los “perversos
extranjeros” que quieren destruir el American way of life. En otros contextos,
las visiones delirantes del mundo hacen que alguien se ponga un chaleco de
explosivos y mate a transeúntes en un mercado.
¿Qué función cumplen
las teorías conspirativas? La misma que las religiones, de alguna manera. Los
conspiracionistas tienen una visión coherente del mundo. Todo lo explican por
una supuesta “razón superior”, razón que responde a los dictámenes de unos
pocos (los judeo-masones o los illuminati) que manejan los hilos de una gran
conjura, como lo haría el Dios todopoderoso de las religiones.
Desde el punto de
vista psicológico, la intoxicación conspirativa produce angustia entre los
creyentes. Paradójicamente, de esa angustia paranoide surge una certeza: el
mundo tiene sentido, todo tiene una explicación de acuerdo al plan
magistralmente ejecutado por los conspiradores.
Las redes sociales
contribuyen a potenciar la intoxicación conspirativa. Las plataformas digitales
crean loops cognitivos en los que los conspiracionistas se retroalimentan con
toda clase de medio verdades, noticias falsas, imágenes manipuladas, vídeos
grotescos, fantasías numerológicas, entre otros dispositivos de la retórica del
complot.
Pero la teoría
conspirativa no es solamente un asunto que atañe a minorías ruidosas. Textos
basados en mentiras conspirativas, como los desgraciadamente famosos Protocolos
de los Sabios de Sion, han tenido y tienen todavía influencia en el imaginario
público en países como Egipto o Pakistán. Regímenes como el de Irán de los
ayatolás, la Corea del Norte de la dinastía Kim y el desgobierno chavista en
Venezuela, tienen maquinarias de propaganda que alimentan visiones
conspirativas del mundo.
No hace falta, sin
embargo, dejarse arrastrar por el delirio extremo para caer en la ceguera de
los complotistas. Hay diferentes niveles de intoxicación que pueden llegar a
verdaderas borracheras doctrinarias. Hemos tenido suficientes demostraciones
recientes de ello entre los apologistas de Fidel Castro. Debido a su daltonismo
ideológico, no son capaces de distinguir el rojo de la sangre derramada de las
víctimas del fallecido dictador.
(*) Isaac Nahón
Serfaty es profesor en la Universidad de Ottawa (Canadá) y coautor, con Meir
Magar, de la novela La conjura del esplendor.
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