sábado, 31 de diciembre de 2016

LA PÓLVORA DE ESTOS LODOS

EL PAÍS, Madrid, 31 de diciembre de 2016
 TRIBUNA
¿Los mismos demonios?
Monika Zgustova

Como cada domingo, aquella tarde invernal de marzo de 1881, el zar Alejandro II se dirigió a la sala de equitación de San Petersburgo para pasar revista a la Guardia Imperial. Acudió a pesar del aviso del Ministerio del Interior que advertía de un ataque terrorista. Acabada la revista, decidió volver al Palacio del Invierno no por los bulevares céntricos donde con toda probabilidad actuarían los terroristas sino por el apartado canal de Catalina. Entre los pocos transeúntes que se atrevieron a salir a las calles barridas por el vendaval y la nieve discernió a un chico con una caja de bombones. Cuando el trineo imperial pasaba a su lado, el joven tiró su caja a los pies de los caballos; la fuerte explosión que se produjo a continuación lanzó al muchacho contra la barandilla del canal. El zar, ileso pero perturbado por el atentado, el sexto que sufría, bajó del trineo y tambaleándose se dirigió hacia el joven moribundo. Fue entonces cuando le alcanzó otra bomba que llevó a cabo lo que el muchacho de la caja de bombones no había logrado. El séptimo intento de regicidio triunfó.

La policía logró detener a los miembros de la banda terrorista. En Rusia a los radicales y terroristas se los llamaba nihilistas; el radicalismo lo aprendieron en sus años de estudios en Occidente. La palabra nihilista surgió por primera vez en la novela Padres e hijos, de Ivan Turguénev: su protagonista Bazarov era un representante del nihilismo, esa corriente de pensamiento tan cara tanto a los radicales como a la intelligentsia del siglo XIX que creían que había que destruir todo lo establecido, desde el orden hasta la escala de valores. Un nihilista no debía apegarse ni a su familia ni a los amigos, ni siquiera a la existencia misma porque para los nihilistas la vida, tanto la ajena como la propia, solo tenía valor si se sacrificaba por una causa justa: la de la destrucción.

Dostoievski escribió su novela Los demonios horrorizado por la muerte de un terrorista, Ivanov, asesinado por sus compañeros de lucha de la banda de Nechayev. El escritor decidió exhibir lo que era el terrorismo en una novela-advertencia que no solo abarcaría el caso del temido grupo: “Estos fenómenos no son marginales o aislados”, escribió, “por eso mi novela no ha copiado acontecimientos o descrito personas”. Efectivamente, como suele ocurrir con los artistas geniales, Los demonios se erige hoy en obra profética: presagia a la perfección los planteamientos y el funcionamiento de los movimientos radicales y terroristas del siglo XX, incluidos los anarquistas, los bolcheviques y demás. Dostoievski sabía bien de qué hablaba: tenía cuatro años cuando en 1825, en San Petersburgo, se produjo la Revuelta Decembrista, surgida de la nobleza, que llegó a convertirse en mítica; además, de joven, él mismo participó en el Círculo Petrashevski antes de que la policía derribara la congregación intelectual y enviara a sus miembros, también a Dostoievski, a Siberia.

Los demonios describe una ciudad amenazada por un grupo de radicales. Algunos se muestran ingenuos, confiados en un cambio social que traería la igualdad universal, ese eterno sueño ruso. Otros están poseídos por la sed de sangre y venganza; otros aún buscan una posición de poder y calculan las ventajas que su postura radical, que ansía descomponer todo lo establecido, les podría aportar. Dostoievski desenmascaró la fría crueldad, muy alejada de cualquier idealismo, con la cual actúan los cabecillas del grupo.

Sin embargo Rusia no supo valorar la clarividencia de Dostoievski. La intelligentsia, en su mayoría liberal, consideraba al grupo de Nechayev como una trágica excepción y creía firmemente en el futuro revolucionario ruso. El influyente crítico de la época, Mijáilovski, dijo que el libro, “esa horrible caricatura de la juventud revolucionaria”, no era digno del talento de Dostoievski. La Rusia que tanto ansiaba un cambio revolucionario rechazó Los demonios.

En la actualidad existen otros grupos que militan para abatir nuestra civilización, basada en el progreso gradual bajo el amparo de la democracia liberal. El islamismo radical se suele considerar como antimoderno y antioccidental; pero no hay que olvidar que sus raíces, y los de los demás grupos radicales, están hundidas en el pensamiento europeo. Entre los padres ideológicos de los grupos fanáticos, entre ellos los yihadistas, se pueden rastrear algunos intelectuales europeos. Como Jean-Jacques Rousseau, ese indignado que denunció la sociedad comercial con su corrupción moral y su desigualdad y propagó el retorno a lo primitivo, y fue el faro de la Revolución Francesa. Isaiah Berlin le describió como “uno de los más siniestros y al mismo tiempo formidables enemigos de la libertad en toda la historia del pensamiento moderno”. Entre los que le sucedieron hubo el inventor del socialismo utópico Charles Fourrier y el teórico del anarquismo Mijaíl Bakunin.

Los intentos de destruir una civilización basada en el progreso, que a los radicales les parecía hipócrita y fraudulenta, y liberarse violentamente del yugo de una sociedad desigual tuvieron su auge en Europa a principios del siglo XX. De allí creció el anarquismo y el anarcosindicalismo que tuvieron en jaque a sociedades enteras y presagiaron directamente a los totalitarismos y los grupos fundamentalistas de nuestros días.

Los terroristas de la actualidad encuentran que su postura es tan legítima y sublime como a multitudes de seguidores les pareció grandiosa la postura de Rousseau cuando enaltecía al hombre primitivo a quien la civilización solo podía corromper. También los radicales rusos morían encantados por su propia grandeza al asesinar al zar en nombre de la igualdad social y los jóvenes burgueses se llenaban de entusiasmo al aspirar el aire bélico de la I Guerra Mundial que, según ellos, debía acabar con el aire enrarecido del aburrimiento burgués, como muestra Stefan Zweig en El mundo de ayer. Arthur Conan Doyle, por ejemplo, escribía en 1914 que “al país no le iría mal una purga sangrienta”. De modo parecido, los militantes del ISIS perciben a Occidente como un vacío moral y espiritual y oponen a él su superioridad religiosa y la pertenencia a una hermandad.

Si los grupos terroristas rusos que lanzaron bombas contra el zar no fueron sino fenómenos fugaces, tampoco los yihadistas que organizan sus atentados en la actualidad durarán mucho tiempo. Sin embargo sus muy sangrientos castillos de fuego, armados desde Europa y Estados Unidos hasta el este de Asia, deberían hacernos pensar. Por un lado, no son tan ajenos a la cultura occidental como pudiera pensarse, y por otro, rechazando la violencia, nuestra reflexión no solo debería girar en torno al peligro que a causa de ella corre nuestra civilización democrática con su orden, su progreso y sus beneficios materiales, sino también en torno al hecho de que gran parte de la población mundial aspira a ese orden, progreso y beneficios sin tener la mínima esperanza de alcanzarlos jamás.
(*) Monika Zgustova es escritora. Su última novela es Las rosas de Stalin.

Fuente:
http://elpais.com/elpais/2016/11/04/opinion/1478289136_607148.html
Ilustración: Raquel Marín.

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