EL NACIONAL, Caracas, 26 de diciembre de 2016
Libros: Thomas Mann
Nelson Rivera
Se titula Relato de mi vida, pero es el texto de un hombre que evita hablar de sí mismo. Y para cumplir con la exigencia, traza unas notas melodiosas y superficiales. Una pizca sobre sus padres, otra sobre el ambiente idílico en el que creció, en otra menciona al niño que escribía comedias y las representaba, junto a sus hermanos, en el espacio del hogar. Como si estuviese realizando el perfil de alguien lejano y afable: una prosa suave y predecible, de alguien que no padeció los rigores de descubrir el lado hostil del mundo. Un Thomas Mann un tanto decorativo, doméstico, flemático, desde siempre alentado por los vientos de la fortuna.
El joven, en principio interesado en la poesía y el ensayo, más adelante encuentra su cauce en la narrativa. Sus primeros tanteos reciben elogios. No le falta trabajo. Entre sus amistades tiene, por ejemplo, a dos hermanos: mientras uno pinta su retrato, el otro interpreta el violín. Cuando piensa en aquellos años, no titubea: aquel era “el mejor Munich que ha habido jamás”. Leer a Schopenhauer y a Nietzsche le marca (debo anotar aquí que sus ensayos sobre ambos, que forman parte de una recopilación recién traducida con el nombre de Textos críticos, son cautivadores y ejemplifican su capacidad para trenzar narrativamente los distintos planos de su pensamiento). Cuando recuerda a Nietzsche escribe: “El primer efecto que provocó en mí fue una sensibilidad, una clarividencia y una melancolía de índole psicológica, cuya naturaleza yo mismo apenas consigo discernir con claridad, pero que en aquella época me hizo sufrir de una manera indescriptible”.
El uso de la palabra “sufrir” es inusual en este relato. Incluso en los momentos en que narra los suicidios de sus hermanas, la cautela se impone. La elegancia de su escritura, la lejanía que exuda el hombre realizado, las frases que lentamente aparecen y deslumbran (“lo significativo no es otra cosa que lo lleno de relaciones”), ganan la partida a la tentación de cerrar el libro. Lentamente, el ensayo cambia de rumbo: sin romper con lo somero-biográfico, con la autobiografía que se resiste a ser contada, Mann se interna en la reflexión sobre parte de su obra: el pudor y el autoelogio que copan las primeras páginas –hablo de un ensayo de no más de unas 60 páginas-dan paso a los procesos de Tonio Kroger, Los Buddenbrook, Consideraciones de un apolítico, Confesiones del estafador Félix Krull, alguna escueta consideración de La montaña mágica, y algo más. En estos raptos está, me parece, lo mejor del libro.
Mann distingue entre la sensibilidad agitadora y la indicadora, para suscribirse a la segunda. En ella encuentra su simpatía con el dolor, que abarca una confesada ofuscación por su época (“Acaso como ningún otro había yo experimentado en mi propio cuerpo, en violentos conflictos, como la época forzaba a pasar del plano de lo metafísico e individual al plano de lo social”). No se engaña: habla de la dualidad humana como estímulo vital para el creador. Esa dualidad es la que incita al hombre a preguntarse por su esencia. A buscar, más allá de la comodidad de lo inmediato, en el alma y en el tiempo. Mito y psique son inseparables, aun cuando la ciencia intente distinguirlas. Mann señala –y se pregunta también- si su obra está o no inscrita en esa tradición. Esa tradición constituye una legitimidad.
La distinción del Premio Nobel, lo confiesa, no le sorprendió. La afirmación de “se encontraba en mi camino”, no sería un enunciado de la vanidad, sino de algo que precede a todo reconocimiento: el de ser portador de un destino, “que yo contemplo de una manera totalmente humana, sin hacer muchos aspavientos”. Mann se veía a sí mismo reservado, elegido para las colosales tareas literarias que realizó. La complacencia de lo cumplido: esa es la respiración que se escucha en el fondo de este relato, escrito para recapitular lo mejor de lo vivido y no para hurgar en las grietas del alma.
La edición de Relato de mi vida ofrece más: un texto de Erika Mann, El último año de mi padre, metódica relación que permite atisbar a Thomas Mann en su cotidianidad, en un tiempo donde su salud se resquebraja. La profusión de detalles termina por construir un retrato de múltiples dimensiones. El libro cierra con un material de lujo: la Cronología y bibliografía de Thomas Mann, elaborada por Andrés-Pedro Sánchez Pascual, esqueleto sin fisuras de la producción editorial del gran escritor.
*Relato de mi vida. Thomas Mann. Traducido por Andrés-Pedro Sánchez Pascual. Hermida Editores. España, 2016.
Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/libros-thomas-mann_72580
EL NACIONAL, Caracas, 5 de diciembre de 2016
Libros: Luciano Concheiro
Nelson Rivera
Una imagen: libro desprendimiento de una estela del pensamiento contemporáneo. La estela a la que me refiero es la que incluye un ramillete de notables pensadores: arcos que se desplazan de Reinhart Koselleck a Jean Baudrillard, de Paul Virilio a Gilles Lipovetsky, de Franco Berardi a Byung-Chul Han, de Giorgio Agamben a Slavoj Zizek, y otros numerosos. De hecho, en la contratapa de Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante, se cuenta que Luciano Concheiro, el jovencísimo autor del libro (nació en 1992), ha sido traductor de Berardi, Hardt y Zizek, lo que anuncia sus preferencias intelectuales. Concheiro es un prosista antisistema, que tiene entre sus referencias el autodenominado Comité Invisible. Un estudioso que destila candor.
Uno de los ejes, quizás el más revelador, se interna en los vínculos estructurales entre capitalismo y aceleración. Pensar la aceleración hace evidente la lógica intrínseca de circulación del dinero: reducir su tiempo a cero. Lograr las mayores ganancias en el menor tiempo posible. El objetivo: que cada segundo adquiera un creciente valor monetario. A ello están dirigidos los empeños de la Innovación: que productividad, rentabilidad y eficiencias se alcancen con menores costos y en lapsos más inmediatos. El sistema anhela liquidar la pérdida de tiempo. El resultado es un auge de la obsolescencia: cada vez se alcanza más rápidamente (y, quizás, a diario aumentan los objetos y las realidades que se vuelven obsoletas). Más: la obsolescencia se programa. Es posible que el portátil en el que escribo estas líneas contenga un chip oculto que, en hora y día programado, la apague de forma irremediable y me obligue a comprar una máquina nueva.
Esta aceleración tiene lugar en cada uno de nosotros: no disponemos de tiempo. Vivimos bajo asedio de lo que nunca alcanza. Su disparador es el consumismo: nada nos satisface. Las identidades se construyen a partir de lo que se compra y desecha. Hay una valoración que deriva de lo que se adquiere y se adquirirá. El consumo es una espiral en constante aceleración. Así, el consumismo perfecto es el que desaparece mientras se ejecuta. Concheiro lista los conciertos, el cine y los festivales como ejemplos de esto (quizás habría que preguntarse si el auge de la gastronomía no está en relación con este salto de un consumo al siguiente, y al siguiente, y al siguiente, y así, impelidos por el deseo de probar cada forma comestible).
La política como menú del día a día; la secuencia de escándalos mediáticos que desaparecen apenas han surgido; las capas de olvidos en que se depositan los asuntos públicos; el mercado como imperativo que configura las ideas en circulación; el cansancio como el factor neto que la productividad arroja a la esfera personal (La sociedad del cansancio, el libro de Byung-Chul Han, es imprescindible al respecto); lo efímero de los intercambios humanos; la precariedad del sujeto en la sociedad; lo incierto de sus opciones en el futuro; la modificación del cuadro de patologías y fármacos que afectan a la inmensa mayoría; son, una a una o en conjunto, inseparables de la aceleración, de las experiencias que ella genera.
Si la revolución no es ya posible, una vez que el siglo XX las volvió feroces maquinarias de destrucción; si la democracia despolitiza y no es capaz de producir soluciones; si las luchas no son sino ilusos anhelos de regreso a un ya imposible Estado de bienestar; si las reacciones políticas resultan en ejercicios de impotencia y escasa imaginación; es posible que “la resistencia tangencial” (que no resistencia pasiva ni desobediencia civil) sea un modo de escapar de la aceleración, para ubicarnos o vivir “transitoriamente fuera de él”. En ello consiste la invitación de Concheiro, su propuesta.
En los cínicos griegos o en el taoísmo, pueden hallarse los fundamentos de esta resistencia tangencial al turbocapitalismo. Ella no es asociable a los movimientos promotores de lo slow, la resistencia fundamentada en la lentitud –tal como sugiere Concheiro, al proclamar la lentitud se entroniza el poder de la aceleración–. Sería el instante, su cultivo, su contingencia, su aprovechamiento, el fundamento de una filosofía práctica, no esbozada como ruptura sino como bisagra: “El instante entendido como una temporalidad radical, como una experiencia temporal que eficazmente resiste a la aceleración, no es un fin en sí mismo ni una solución, es una estación: un mientras tanto. Es lo que tenemos por ahora, pero no asumamos que es todo lo que tendremos”.
*Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante. Luciano Concheiro. Editorial Anagrama. España, 2016.
Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/libros-luciano-concheiro_14041
EL NACIONAL, Caracas, 28 de noviembre de 2016
Libros: Ismaíl Kadaré
Nelson Rivera
La muñeca amplifica los territorios en los que Ismaíl Kadaré (Albania, 1936) hace uso de la alegoría. En su enorme obra narrativa, las turbulencias de lo colectivo, las ocupaciones a las que ha sido sometido el pueblo albanés, el asedio y los padecimientos que han convertido en víctimas de las guerras a personas y familias, han sido ofrecidas al lector en la forma de elaborados repertorios alegóricos. Una de sus novelas más emblemáticas opera como un potente faro del conjunto de su obra: en El palacio de los sueños, un poder dirige a una milicia de cerebros que se ocupa de la tarea de conocer y controlar los sueños de los ciudadanos. En La muñeca encuentro una ramificación que no le conocía hasta ahora: narración de carácter autobiográfico, centrada en la madre del escritor. Un Kadaré inclinado al espacio personal.
Ligera como una muñeca de papel, muy temprano, Kadaré se percata de que su madre es distinta. No calza con las características que los demás repiten. “Al principio, de manera confusa, después cada vez con mayor nitidez, comprendí que los atributos que casi nunca faltaban en los versos y canciones dedicadas a las madres: la leche, el pecho, la fragancia, el calor maternales no me resultaba fácil encontrarlos en la mía”. Narrar le resulta en un método para invocarla y comprenderla. Lo hace con un sedoso sentido del humor. Se lee La muñeca con una sonrisa al borde de los labios.
Con el paso del tiempo, la dificultad se despeja (o eso parece): hay umbrales que le resultan infranqueables. A los 17 años la casan con un hombre al que apenas ha entrevisto. Eso forma parte del orden del mundo en el que vive. Su familia tiene abolengo, pero la de los Kadaré, aunque venidos a menos, también. Como es previsible, las dos familias rivalizan. Las diferencias, numerosas, se alimentan de forma recíproca. “En ninguna de las dos mansiones se mencionaba este hecho, como si hubieran pactado que cada clan mantuviera su propia máscara. Bajo la máscara de aparente frugalidad, encubrían los Dobi su riqueza. Y lo mismo hacían los Kadaré: bajo su máscara de falsa grandeza encubrían lo contrario: su pobreza”.
Cuando la joven va a vivir a la casona de los Kadaré (casona a la antigua donde hay un calabozo), es tomada por un malestar del que nunca se recuperará: no le gusta el edificio. En el palacete enorme se asfixia. La tensión con su suegra es inmediata. Se inicia una “guerra fría” que se prolongará en el tiempo. La abuela de Kadaré lucha con su inteligencia y un carácter de fama. La madre, miembro de una familia numerosa, cuenta con hermanas, criados y recursos económicos. En la casona habitan los malentendidos, los silencios tensos. El padre de Kadaré, cosa que agita los recuerdos del hijo escritor, no se pronuncia. Permite que la tirantez predomine.
Kadaré recuerda al Kadaré de la primera juventud: arrogante, quizás sarcástico, frío observador del mundo. Cuenta aquí sus primeras incursiones literarias, sus estudios literarios en los que el régimen comunista dictaba clases en contra –sí, en contra– de Joyce, Kafka y Proust, emblemáticos de la literatura que no debía escribirse.
El tiempo pasa. La suegra ha fallecido. La pobreza se hace sentir. El palacete ha quedado atrás. Se ven impelidos a vivir en un angosto apartamento en Tirana, la capital de Albania. Kadaré tiene títulos universitarios y es un autor que ya goza de reconocimiento. Su disgusto hacia el régimen le crea un especial vínculo con su padre. Habla de los días en que conoció a Helena, con quien se casaría (Helena Kadaré fue la primera mujer que logró publicar una novela en Albania). Los años transcurren, pero la perplejidad que le genera su madre no disminuye. La muñeca parece acrecentar su incomprensión del mundo. En alguna parte de su relato, Kadaré confiesa que alguna vez pensó en que la ingenuidad de la adolescente de provincias cambiaría con la vida en la capital. Pero no fue así: a medida que la madre envejecía, la ingenuidad aumentaba. “Tan pueril y a la vez tan sin edad”.
La muñeca. Ismaíl Kadaré. Traducción: María Roces González. Alianza Editorial. España, 2016.
Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/libros-ismail-kadare_708
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