EN ANÁLISIS
Identidades y discurso populista en el siglo XXI
Héctor E. Schamis
Una clarificación preliminar. “Populismo” es una polisemia, término con varios significados. Tanto que Trump, Le Pen, Putin, Farage, Tsipras e Iglesias son populistas. Presumiblemente al igual que Maduro, los Kirchner, Morales, Correa, Ortega, Lula y sigue la lista. Y eso solo entre los vivos, dejando a los populistas muertos descansar en paz. Cuando todos son populistas, nadie lo es. Populismo y política terminan siendo sinónimos.
El desorden conceptual—y, por ende, taxonómico—nunca ayuda. En función de ello restringiré aquí el uso de populismo en el tiempo y el espacio. Algunas consideraciones serán tal vez de aplicabilidad general, pero me referiré al “populismo” del siglo XXI en América Latina. Las comillas ahora por mi propio agnosticismo sobre qué es, y qué no es, el populismo. Pero no obstante se trata del populismo tal cual está instalado en el debate.
Nótese, entonces, la siguiente curiosidad. Maduro habla de líderes y “lideresas”, palabra que desafina pero que hace un explícito reconocimiento de género. Rafael Correa y Evo Morales siempre reivindican a los pueblos indígenas. De hecho, este último incluso utiliza la palabra “indio”, con énfasis y orgullosamente. Cristina Kirchner, por su parte, se definía como una luchadora por el matrimonio igualitario—durante su gobierno se legisló sobre ello. También reivindicaba el derecho a la definición autónoma de la identidad de género. Por momentos se presentaba como una líder(esa) natural del movimiento LGBT.
Lo de la curiosidad es porqué el populismo de este siglo ha incluido en su discurso la “política de la diferencia”. La cual es una forma de hacer política anclada en el reconocimiento de la diversidad y la distintiva identidad de los grupos que conforman ese espacio social diverso. La igualdad en este contexto no es homogeneizar; es reconocer esa diferencia y otorgar derechos para institucionalizarla. Y esto representa una cierta heterodoxia, sino una completa herejía populista.
En el marco de la política de la diferencia la justicia opera como reparación simbólica más que material, esta última propia del populismo. Es el acto de introducir un reconocimiento postergado: reafirmar la identidad de grupos que reclaman derechos específicos a efectos de proteger su singularidad. Como es el caso del matrimonio igualitario, las cuotas de género y las constituciones de Bolivia y Ecuador que norman los derechos indígenas, a propósito de Morales y Correa.
Pero al mismo tiempo ello ilustra la tensión entre la uniformidad que emana de la noción de pueblo (y de nación)—premisa original en la concepción de ciudadanía del populismo—y la desagregación derivada de reconocer derechos especiales. Es decir, la contradicción surge de la idea de ciudadanía como agregación y homogeneidad, o de entenderla como heterogeneidad y expresión multicultural.
En el discurso de los populistas esta tensión se ve con regularidad: su retórica va y vuelve entre estas dos concepciones, aparentemente sin fricción alguna. Subrayo “aparentemente” por la inherente disonancia del populismo con la desagregación. Es que si las partes son reconocidas y legitimadas, la representación exclusiva del todo—que el populismo encarna por definición—se vuelve imposible. En otras palabras, si las partes y sus subjetividades son legítimas se complica la básica tarea de reificar al pueblo. Y sin dicha reificación ya no hay populismo.
En definitiva, y paradójicamente, así se erosiona el populismo como sistema de representación y, ergo, de dominación. El reconocimiento a la particularidad otorga recursos simbólicos—“empodera”, repiten incesantemente los mismos populistas—lo cual quiere decir que los constituye como sujetos autónomos. Y cuando el ejercicio de esa autonomía sobrepasa los mecanismos de control social, la coerción se hace manifiesta, como en la represión del Tipnis en Bolivia en 2011, por marchar contra la construcción de una carretera, o de la comunidad Shuar en Ecuador la semana pasada, por oponerse a un proyecto minero.
Pero todo esto es aún más problemático para los sufrientes populistas. Sin duda como efecto no buscado, la reivindicación de la diferencia y la desagregación de la identidad—con la consiguiente autonomía de los actores sociales—los lleva en dirección de lo que tanto aborrecen: el constitucionalismo liberal, cuyo principio fundamental es la protección de los derechos de las minorías. Ello a sabiendas de que la definición de minoría es a la carta: quien se sienta minoría, pues lo es.
Siempre dije que el populismo es un fenómeno democratizador. Claro que en el largo plazo y, a menudo, a pesar de sí mismo.
Fuente:
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/12/23/america/1482520856_385059.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario