miércoles, 28 de diciembre de 2016

REBUS SIC STANTIBUS

EL PAÍS, Madrid, 28 de diciembre de 2016
 TRIBUNA
Jueces o fiscales, ¿quién debe instruir?
Carlos Castresana Fernández

Parece que PP y PSOE se han puesto por fin de acuerdo en una propuesta que quieren promover conjuntamente durante esta legislatura: reformar íntegramente el proceso penal atribuyendo la responsabilidad de la investigación a los fiscales, limitando todo lo posible las acusaciones populares y estableciendo reducidos límites temporales para la instrucción de las causas.

El modelo propuesto no es, a primera vista, esencialmente diferente del que funciona en muchos países democráticos, y el objetivo de dotar a España de un proceso penal rápido, eficiente y garantista es muy loable. Observada con detenimiento, sin embargo, la propuesta no resulta nada prometedora: es voluntarista, está muy alejada de la realidad de nuestros juzgados y fiscalías, y se diría que ha sido concebida más con el designio de limitar el descrédito que las causas judiciales de corrupción están causando a los partidos proponentes, que con el de proteger los intereses generales de los españoles.

Somos una democracia joven que aún no ha cumplido los 40 años, y puesto que llevamos un par de siglos de retraso respecto de los países de nuestro entorno, no parece aventurado inferir que las severas imperfecciones de que adolece nuestro Estado de derecho provienen de nuestra limitada tradición democrática y escasa participación ciudadana. Demócratas neófitos, los españoles apenas intervenimos en los asuntos públicos: nos limitamos a acudir a votar cuando nos convocan, y luego solemos desentendernos y regresar a nuestros quehaceres hasta las siguientes elecciones.

En España, además, la división de poderes es prácticamente inexistente. El ejecutivo y el legislativo son esencialmente un único poder, y como consecuencia, las funciones de garantía, equilibrio y rendición de cuentas entre poderes descansan exclusivamente sobre el poder judicial. Este, por su parte, no puede ejercer con solvencia esas funciones de control porque carece de los medios y la independencia necesarios.

Por lo que se refiere a los medios, es sabido que tenemos un número de jueces (11 por cada 100.000 habitantes) muy por debajo de la media europea (21 por 100.000). Los jueces decanos llevan años insistiendo en que los juzgados padecen una carga de trabajo excesiva, y la respuesta de los sucesivos Gobiernos ha sido invariablemente desjudicializar materias, que han ido encomendando a notarios, registradores o al propio poder ejecutivo, con grave merma de las garantías del justiciable y sin solucionar el atasco. Cualquier propuesta responsable de reforma judicial debería empezar por reconocer y abordar las graves carencias materiales y personales de nuestra justicia, cuyas prestaciones deficientes e interminables listas de espera son impropias de un país desarrollado.

En cuanto a la independencia judicial, la pésima percepción de nuestra propia justicia que tenemos los españoles (EU Justice Scoreboard 2015) nos sitúa en el puesto 25 de los 28 miembros de la Unión Europea. Esa opinión no mejora si atendemos a nuestros operadores económicos, que sitúan la independencia de nuestros jueces a nivel mundial en el puesto 97 de 144 (Informe Global de Competitividad 2013-14, World Economic Forum). Lo verdaderamente descorazonador, con todo, no es la opinión de ciudadanos y empresarios, sino el hecho de que nuestros jueces están de acuerdo con ellos: preguntados acerca de si el Consejo General del Poder Judicial defiende suficientemente su independencia, el 76% optaron prudentemente por no contestar, y de los que respondieron, el 75% determinó taxativamente que no.

La fiscalía no sale mejor librada. Según su Estatuto, el ministerio fiscal está integrado con autonomía funcional dentro del poder judicial, pero todos sabemos que esa aseveración no pasa de ser retórica. Los fiscales no tienen legalmente ninguna representación ni función en el órgano de gobierno de los jueces: no están ni se les espera. El poder ejecutivo, por el contrario, sí está muy presente en la fiscalía. Para empezar, es el Gobierno quien elige al fiscal general del Estado, y además, quien tiene legalmente reconocida la facultad de dirigirse a él en cualquier momento interesándole que promueva las actuaciones pertinentes en defensa del interés público. Al analizar esa conflictiva relación, el Consejo de Europa recomendó a España en 2013 que estableciéramos con claridad en la ley los supuestos de hecho y los procedimientos para dotar de transparencia al ejercicio de tal potestad. El Gobierno asegura estar dispuesto a abordar esa reforma, pero han pasado tres años desde aquella recomendación y el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) acaba de reprocharnos que no hemos hecho nada al respecto.

A pesar de ese panorama, impropio de la democracia europea avanzada que se supone que somos, es forzoso reconocer que en los últimos años algunos jueces, en un alarde de independencia y esfuerzo personal, y venciendo no pocas resistencias, han sido capaces de culminar con éxito investigaciones de casos muy importantes de corrupción. Esos procesos paradigmáticos han tenido dos denominadores comunes, además de los jueces investigadores: todas han necesitado varios años de instrucción porque su complejidad lo hace inevitable, y en todas ha jugado un papel decisivo la acusación popular. ¿Qué será de esas investigaciones a partir de ahora si limitamos drásticamente su duración, expulsamos de ellas a las acusaciones populares y se las encargamos exclusivamente a los fiscales?

La independencia judicial no tiene más límites que el sentido de la responsabilidad y el compromiso con la legalidad de cada juez. La de los fiscales no existe: están sujetos al principio de unidad de actuación y dependencia jerárquica y sometidos a la autoridad del fiscal general a quien, según hemos visto, el Gobierno solicita de vez en cuando, siempre de forma confidencial, que defienda lo que desde su apreciación necesariamente subjetiva considera de interés público.

Si el Gobierno quiere quitarles la instrucción, debemos preguntarle: ¿qué están haciendo mal los jueces que harían mejor los fiscales?

La corrupción pública y privada y la falta de transparencia son carencias que asfixian a nuestra democracia. Atribuir la investigación de las causas penales al ministerio fiscal sin corregir antes las graves carencias y disfunciones de la fiscalía y del poder judicial, no contribuirá precisamente a eliminar corrupción. Más bien lo contrario.

A estas alturas es de esperar al menos que los ciudadanos, perdida ya la inocencia, hayamos entendido que los españoles no somos escandinavos; que limitarnos a votar cada cuatro años para después desentendernos de los asuntos públicos es un lujo que no está a nuestro alcance; y que si queremos disfrutar de una democracia de calidad en la que nuestros derechos estén garantizados por tribunales verdaderamente independientes y los recursos disponibles sean gestionados con equidad y transparencia, tendremos que sacudirnos el desencanto y participar más activamente en la defensa de los intereses generales.
(*) Carlos Castresana Fernández es abogado y fiscal del Supremo en excedencia.

Fuente:
http://elpais.com/elpais/2016/12/09/opinion/1481287117_804509.html

EL PAÍS, Madrid, 14 de febrero de 2014
 TRIBUNA
El malestar de la impunidad
Carlos Castresana Fernández

El grupo parlamentario mayoritario en el Congreso de los Diputados avanza una reforma de nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial que desnaturaliza y prácticamente erradica de nuestro ordenamiento jurídico la jurisdicción universal, el mecanismo a través del cual los tribunales españoles pueden atribuirse competencia y perseguir crímenes de carácter internacional cometidos fuera del territorio español.

La reforma culmina otra anterior de 2009, que ya operaba un reduccionismo incompatible con algunos principios elementales del derecho internacional equiparando lo universal a lo español. Ahora, prácticamente, incluso lo español desaparece. En adelante, los jueces y fiscales españoles nos ocuparemos de lo que ocurre dentro de nuestras fronteras, y punto.

Entonces, como justificación de la reforma, se alegó que el ejercicio de la jurisdicción tramitando algunas causas ante la Audiencia Nacional estaba perjudicando las relaciones políticas, económicas y diplomáticas de España con algunos países, Estados Unidos entre otros. Ahora se señala que la persecución penal de algunos antiguos jerarcas de China por crímenes contra la población autóctona de Tíbet puede producir la misma consecuencia. Fuentes gubernamentales ponen de manifiesto su indisimulada preocupación por el gran malestar del Gobierno chino, tenedor del 20% de la deuda pública española, unos 80.000 millones de euros.

Son varias las consideraciones que cabe hacer al respecto. La primera es moral y obvia: lo que perjudica las relaciones internacionales no son las querellas, sino los crímenes. La segunda es más práctica, casi cínica: ¿puede alguien señalar un solo caso en el que un buen negocio se haya cancelado o pospuesto por consideraciones humanitarias? Las relaciones económicas entre España, Argentina y Chile no se resintieron jamás por las órdenes de captura que nuestros tribunales emitieron contra los militares de aquellos países.

¿Puede señalar alguien un negocio pospuesto por causas humanitarias?

Frente a argumentos tan inconsistentes, cabe oponer otros que parecen más importantes. España no puede, para empezar, cambiar a su capricho el derecho internacional, porque este protege bienes jurídicos supranacionales que son indisponibles para los Estados. Llevamos décadas, cuando no siglos, considerando que algunos crímenes, por su naturaleza, atentan al orden internacional general, perjudican al conjunto de la humanidad, y por eso deben ser perseguidos universalmente. Para ser más precisos: la piratería, la esclavitud, el genocidio, los crímenes de guerra y contra la humanidad, el crimen de agresión y la tortura son crímenes internacionales; la opinión al respecto del Congreso español es simplemente una de tantas, irrelevante para la comunidad de naciones en su conjunto.

Además, nuestro país no debería abdicar de principios elementales de justicia por presiones políticas de nadie. Dice la propuesta de reforma legislativa que se pretende adaptar nuestra regulación de la jurisdicción al carácter subsidiario de su ejercicio. No es verdad; en realidad, es al revés: el orden jurisdiccional internacional descansa sobre el principio de complementariedad, de modo que los tribunales internacionales se hacen cargo únicamente de las situaciones en que los tribunales nacionales, territoriales o extraterritoriales, no quieren o no pueden asumir sus obligaciones.

Todos entendemos como razonable que la jurisdicción universal no debe ser ejercida unilateral e ilimitadamente, porque el remedio podría llegar a ser peor que la enfermedad. Los mejores especialistas del mundo, mientras llega el consenso de los Estados, llevan años procurando delimitar los criterios de ejercicio de esa jurisdicción para determinar cuál puede ser en cada caso el forum conveniens, el que mejor asegure y equilibre los derechos de los inculpados y de las víctimas. Véanse al respecto los Principios de Princeton y los de Bruselas. Ahora disponemos, además, de una herramienta nueva y extraordinaria, el Tribunal Penal Internacional, que está llamado a ejercer funciones moderadoras de la cooperación entre los Estados para ir reduciendo progresivamente los espacios de impunidad, al tiempo que se expande y consolida la seguridad jurídica internacional; pero nadie se plantea seriamente que la solución sea suprimir o restringir la jurisdicción universal. Esa, simplemente, no es una opción, porque millones de víctimas quedarían inmediatamente abandonadas a su suerte. Si nuestros gobernantes están sinceramente preocupados por la justicia internacional y por los derechos humanos, es en La Haya, y no en Pekín, donde tienen mucho trabajo por hacer. Hay otros países, no solo el nuestro, que se han comprometido seriamente a ejercer la jurisdicción de manera coordinada y brindar así una protección más efectiva a los derechos humanos.

La reforma nos devolverá de golpe al club de potencias de segunda clase


Cuando se sentaron los cimientos del derecho penal internacional, en Nuremberg, en 1945, los dirigentes españoles de la época estaban mucho más cerca del banquillo de los acusados que del estrado de los acusadores. Así pues, mantuvieron las distancias, guardaron una prudente abstención, y así pasamos los españoles el siguiente medio siglo, en fuera de juego. Sin embargo, en los años noventa, nuestra joven democracia se incorporó con entusiasmo y buena fe a la comunidad jurídica penal internacional y democrática, y hoy existen dos resoluciones de nuestros tribunales que pueden encontrarse en todos los libros de texto del mundo en la materia: el auto de la Audiencia Nacional sobre Pinochet y la sentencia del Tribunal Constitucional sobre Guatemala; ambas establecen con gran claridad los límites y las condiciones del ejercicio de la jurisdicción universal por los tribunales españoles. Los parlamentarios españoles deberían leer ambas resoluciones antes de aprobar una reforma que nos devolverá de golpe al club de potencias de segunda clase, como le llamó John Le Carré, y del que tanto nos costó salir.

En todo caso, tengan por seguro nuestros representantes, que lo que nos produce realmente gran malestar a los ciudadanos que les votamos, son las esterilizaciones involuntarias, los asentamientos ilegales, los desplazamientos forzados de población autóctona y las torturas generalizadas en Tíbet; justamente la clase de conductas prohibidas por las Convenciones de 1948 y 1949, Convenciones que los españoles ratificamos un día y que desde entonces, ante toda la comunidad internacional, nos comprometimos a cumplir y hacer cumplir.
(*) Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal Supremo y profesor visitante de Haverford College, Pensilvania, EE UU.

Fuente:
http://elpais.com/elpais/2014/02/11/opinion/1392118667_008517.html

EL PAÍS, Madrid, 13 de noviembre de 2012
 TRIBUNA
Contratos que no pueden cumplirse
Carlos Castresana Fernández   

El drama de las ejecuciones hipotecarias, que se han cobrado ya varias vidas y amenazan el bienestar y el futuro de 350.000 familias españolas, tiene que terminar.

Las disposiciones de la ley hipotecaria y de la ley de enjuiciamiento civil que regulan los préstamos hipotecarios y su ejecución en caso de impago son normas especiales, pero no tanto como para que no deban ser interpretadas, como todas las demás, a la luz de la realidad social del tiempo en que deben ser aplicadas.

Mientras el Gobierno y los grupos parlamentarios deshojan la margarita de las reformas legislativas, invito a los jueces a reconsiderar la interpretación de las normas vigentes a la luz de algunos postulados básicos del ordenamiento jurídico.

Un principio fundamental de nuestro sistema legal, social y económico, recogido en el Código Civil, establece que el deudor responde de sus deudas con todo sus bienes presentes y futuros. También es esencial el que dispone que los contratos tienen fuerza de ley entre las partes y deben cumplirse en sus propios términos.

Pero no son menos importantes, y están igualmente recogidos en nuestro Código Civil, los que establecen que en el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones, las partes deben conducirse de buena fe; así como la disposición que asegura que la ley no ampara el abuso de derecho ni el ejercicio antisocial del mismo.

Los bancos tasaron temerariamente al alza las viviendas. Los que se equivocaron fueron ellos

Las familias españolas no son responsables de la crisis financiera mundial. Tampoco son culpables de la crisis que se ha desencadenado en España como consecuencia de la explosión de la burbuja inmobiliaria. Han perdido en seis años una quinta parte del valor de su patrimonio y han retrocedido treinta años de bienestar social, pero la culpa no es suya, sino de la especulación incontrolada de banqueros y constructores, que los Gobiernos de PP y PSOE propiciaron y fomentaron, permitiendo que las viviendas de las familias pasaran, en esos años felices de vino y rosas, de ser un bien de primera necesidad legalmente protegido y de reconocida utilidad social, a convertirse en un producto comercial sometido a los vaivenes del mercado libre en manos de promotores inmobiliarios sin escrúpulos, para ser finalmente transformadas en un producto financiero con el que se podía especular alegremente en la bolsa como si se tratara de fichas de juego sobre el tablero de un casino. Ahora son activos tóxicos de los que hay que deshacerse.

Hace dos milenios que el derecho romano reconoció un principio general de la contratación, en cuya virtud se limitan las responsabilidades de los contratantes cuando graves circunstancias sobrevenidas e imprevisibles alteran sustancialmente el equilibrio entre ellos, haciendo que las obligaciones de alguno resulten inopinadamente, sin culpa ni dolo de su parte, insoportablemente onerosas. Se entiende –y así lo ha entendido también nuestro Tribunal Supremo en situaciones de crisis equivalentes a la actual—que los contratantes dan siempre su consentimiento rebus sic stantibus, es decir, mientras las cosas permanezcan así, de modo tal que, si las condiciones en las que se contrató cambian dramáticamente, el deudor deja de estar obligado en los términos originales porque se estima que el consentimiento que prestó entonces ha perdido vigencia después. A falta de negociación y acuerdo renovado entre las partes, el juez no puede imponer al deudor consecuencias que este nunca hubiera aceptado de haber podido representarse de antemano la situación posterior, porque tales consecuencias, inicialmente lícitas, han devenido injustas.

Los bancos españoles están ejerciendo su derecho contra las familias deudoras de manera abusiva y antisocial, manifiestamente contraria a las reglas de la buena fe. Acuden a los juzgados y solicitan que se ejecuten los préstamos hipotecarios, haciendo completa abstracción del hecho de que los deudores no pueden cumplir porque el contrato ha quedado distorsionado por un cambio radical de las condiciones de los mercados que los propios bancos propiciaron, en buena medida, aprovechándose durante años de una inflación inmobiliaria desmedida para obtener una revalorización artificial de sus activos. Son los bancos quienes sobreestimaron la solvencia de los deudores, quienes tasaron temerariamente al alza las viviendas, quienes determinaron las cuotas y los intereses, los vencimientos y todo lo demás. Ellos calcularon que los deudores podrían pagar, y se equivocaron.

En estas condiciones, los contratos se han tornado profundamente desequilibrados e injustos y no pueden cumplirse tal como fueron pactados. Los jueces no pueden hacer recaer sobre los deudores todas las consecuencias de la crisis y la especulación de las que no son culpables. Nuestro ordenamiento jurídico, simplemente, no ampara que, proviniendo todos los errores que han distorsionado el contrato de una de las partes, las consecuencias las deba pagar la otra parte. La Ley Orgánica del Poder Judicial ordena taxativamente qué debe hacerse con las acciones ejercidas de mala fe: los jueces deben rechazarlas fundadamente.

El legislador debe determinar, arbitrando procedimientos de quita y espera adaptados a esta nueva realidad, la manera de regular la insolvencia de las unidades familiares. Mientras, a falta de acuerdo entre las partes, los jueces no pueden limitarse a observar y laissez faire: deben imponer una moratoria, aquí y ahora, porque las condiciones en que se pactaron los préstamos de las viviendas de las familias en la última década y media volaron por los aires al estallar la burbuja inmobiliaria y no van a volver; y ejecutar las hipotecas con arreglo a las condiciones originales impuestas en contratos de adhesión por una sola de las partes, en circunstancias muy diferentes, y sobre estimaciones unilaterales completamente equivocadas, resulta inmoral e insoportablemente injusto. Los jueces no deben olvidar cuál es su función primigenia en un Estado de derecho: brindar tutela judicial efectiva.

La pregunta se la hacía hace veinte siglos Cicerón en términos retóricos que hoy evocan trágicamente nuestros desahucios: ¿tengo que devolver la espada al amigo que me la prestó si después ha enloquecido y amenaza con matarme? La respuesta, entonces y ahora, es obvia: no.
(*)  Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal Supremo

Fuente:
http://elpais.com/elpais/2012/11/12/opinion/1352733945_450263.html
Ilustraciones: La primera, sin autor identificado, tomada de la misma entrega del texto; la segunda: http://www.gruporadialcentro.com.ar/macri-esta-seguro-de-que-no-hay-que-meterse-con-la-justicia/; y la tercera: http://www.infoprision.com/blog/la-justicia-superior-corta-las-alas-la-justicia-del-com%C3%BAn

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