Luis Barragán
En días pasados, J. Adolfo Iglesias escribió para El País de Madrid una crónica de la travesura de John Lennon de la que se cumple medio siglo, llevándola al dibujo que hizo luego en Almería para intentar otra denotación. El músico metido a intelectual, como lo refirió el cronista, se hizo más famoso que el resto del grupo musical, asegurando que éste lo era más que Jesucristo.
Por fin hallamos en el traspapelador disco duro de todos los tormentos, la pieza tomada de El Nacional de Caracas de 1966, en su sección de noticias internacionales, negando el compositor e intérprete tamaña sentencia. Una nota marginal, quizá obligada que, después, por la muestra hemerográfica tomada, no tuvo impacto – por lo menos – inmediato entre los venezolanos: al fin y al cabo, por una parte, el rock todavía prendía en ciertos sectores de la clase media urbana que lo cultivaron apenas tiempo atrás, gracias al vinil traído del exterior que, en definitiva, bailaban a Billo´s para rematar sus fiestas; y, por otra, fue a finales de 1965 que vieron a los Beatles por vez primera en televisión (canal 8), faltando para que surgieran o se reconvirtieran las emisoras radiales orientadas a los jóvenes con una reiterada discografía anglosajona para la precursora inquietud de Juan Liscano.
Reímos tres veces, porque el escándalo de los grupos fundamentalistas estadounidenses – ante semejante boutade – no tuvo acá equivalente alguno, excepto las relativamente tardías reacciones de un sacerdocio que sabía de las extraordinarias promesas del Concilio Vaticano II, recién concluido. Brian Epstein, el manager del grupo de Liverpool, debió contentarle mucho el impacto de un gesto impulsivo, ya que el estratega del también inducido asedio de las jóvenes hacia un cuarteto de muchachos, intuía, mas no garantizaba, que faltaba por recorrer el pequeño trecho que haría rentable la exclusiva grabación en los estudios para parir el Club de los Corazones Solitarios del Sargento Pimienta.
Además, industrializada la protesta un poquito más tarde, el rock se hizo un sentimiento para la época que fue la del mundo desarrollado y hastiado de occidente, con sus reventones en Berkeley y París, sobreentendida la necedad: por mucho que nos guste, como en efecto ocurre, aunque no cuente con las virtudes y el deleite que, por citar un par de ejemplos, asoman la trompeta de Wynton Marsalis o la batuta de Valery Gergiev. Sobreestimado en su momento, ni remotamente era competitivo con el cristianismo, suposición que emergió de la quizá infinita ingenuidad de Lennon. Sin embargo, y de esto sabemos que dos tazas de café no bastarán para conversarlo con Iván Méndez, de los pocos con los que todavía se puede hablar de todo esto y de todo aquello que inquieta, el medio siglo en cuestión nos remite a un rasgo de la antipolítica.
Así como el prisionero de Yoko Ono (mientras otros la tildan de su liberadora), podía darse el lujo de hacer de cualquier morisqueta una gracia por obra de los grandes medios que lo festejaban, esa infinita ingenuidad lo hizo creer que cambiaba el mundo, trastocada una intuición en una lección catedrática, como fervientemente convirtió Sartre la cátedra en un hito que no sobrevivió a la dura prueba del tiempo; pero ¿ qué tiene que ver la antipolítica con esto? Nos parece que mucho: un líder de opinión, adedado por los medios, con escasa o ninguna preparación, audaz en los cinco minutos de fama que pugnó por extender como nunca lo imaginó Warhol, de sugestivo formato corporal, estrafalariamente simplista, arrojó más lejos la piedra amarrada a la intuición, el desparpajo catedrático y el hito: se convirtió en poder y, a falta de respuestas, se aferró al primer dogma que flotaba alrededor, aunque logrando contaminar a sus adversarios que, incluso, supo elegir.
29/07/2016
http://opinionynoticias.com/internacionales/27116-de-una-ocurrencia-de-medio-siglo
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