lunes, 11 de julio de 2016

EXPLICADORES

Éranse un cineasta y un boxeador
Guido Sosola


Semejante a lo ocurrido en el campo literario y, no por casualidad, comenzando nuestra primera e identitaria gran bonanza petrolera, la que convirtió a Miami en capital espiritual de Venezuela,  el cine de los años setenta reforzó el curioso imaginario: a pesar de la derrota, las guerrillas de la década anterior constituye una gesta heroica de la justa redención de los pobres. Por supuesto, desde una visión de la clase media que hizo de Hegel una forzada lectura a la que llevó Marcuse o, por lo menos, en los predios de la Universidad Central, añadiéndole el último  disco de Soledad Bravo, un objeto seguro de exhibición.

Recientemente fallecido, Mauricio Wallerstein, un venezolano nacido en México y residenciado en Puerto Rico,  dirigió y produjo importantes y exitosas películas que hoy no tendrían cabida en nuestras salas, pues, algo simple, los gustos cambiaron y exponen una precariedad a la que abona  una cinematografía oficial de enorme simplicidad panfletaria, por lo que financia y también por lo que expone en las salas bajo la administración del Estado. Y no tendrían cabida porque, al deslizarse hacia los ochenta, logró colocar el bisturí en la intimidad de ese país que estiró el boom petrolero hasta donde pudo,  reacio a aceptar que iba – lento, pero seguro – a parar al infierno.

Después de “Cuando quiero llorar no lloro” (1972), cinta razonablemente detestada por Juan Nuño, torpe fotografía del drama social, aunque el director – muy luego – dijo rechazar el cine sociológico, calco de la novela de Miguel Otero Silva, continuó con “Crónica de un subversivo latinoamericano” (1975, de un sabor inconfundible con el  entusiasmo que despertó en una  época el MAS y toda esa crítica de las armas que auspició sobre la década perdida, por lo menos, es mi impresión. Encontró su propia senda con obras como “Eva, Julia, Perla” (1979), “La máxima felicidad” (1982), “Juegos bajo la luna” (2000), entre otros títulos necesarios de revisitar. Sin embargo, por una parte,  “Macho y hembra” (1984), título todavía teñido de las reminiscencias protestatarias que hizo del ménage-à- trois un recurso – ésta vez, realmente subversivo -  para explorar las honduras de una sociedad y de la canción de Kim Carnes (“Bette Davis eyes”) una obligada remisión a las escenas eróticas de Elba Escobar e  Irene Arcila; y, por la otra, circunstancia feliz y personal de la que apenas hacemos mención, el cineasta contrajo matrimonio con la actriz Marisela Berti, quien pública y corajudamente confesaba utilizar la “T” de cobre para escándalo de esa sociedad pacata y prebonancible que, poco a poco, digirió, reconoció y acepto la defensa liberalizadora de la sensualidad corporal de la mujer.

No debemos olvidar también que, por estos días, murió Carlos “Morocho” Hernández, el primer campeón mundial de boxeo profesional que tuvimos. Famosísimo y también protagonista de las páginas de sucesos, explica al venezolano anterior a las grandes bonanzas, el de la época de las guerrillas, como si fuese tomado de las obras de Jeannette Abouhamad o Maritza Montero, el que había olvidado al boxeador Simón Chávez y la selección campeonil de 1941 para celebrar la práctica deportiva como el gran negocio internacional al que por fin accedimos, camino a la devoción por Cassius Clay y Luis Aparicio (h) que iluminaba los estadios norteamericanos.

Morocho Hernández continuó siendo el mismo pastoreño de siempre, pero – inconsciente del novísimo rol que su campeonato deparó – se creyó autorizado para incurrir en delitos violentos y hasta por motivos fútiles, como el de golpear inmediatamente a la novia con la que se exhibía o el de solventar sus problemas conyugales con un golpe certero al mentón de su arriesgada mujer. Cosas del propio negocio, dilapidó los reales y, vale la pena escribir algún día sobre esta faceta del hombre citadino que hoy, por razones de inseguridad personal, ya desapareció, fue un insigne cabaretero de altas horas de la madrugada al que también, en los bares de mala muerte, le ilusionaba el amor nada desprendido de una mesonera.  Y es que, quérase o no, el cineasta y el boxeador explican también a la Venezuela que hoy festeja o dice festejar su Independencia.

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