Parlamento y ciudadanía común
Luis Barragán
Varias veces incurrimos en el
error de una distinción que los hechos prueban como una excepción, porque se
supone al diputado de la República, como puede serlo el estadal o el concejal,
un privilegiado frente al ciudadano común y corriente. Según el imaginario colectivo, el uno goza de
la estima, recursos y garantías materiales que se suelen negar al otro para
conformar una especie de estatus sobrevenido de las distancias.
Ciertamente, hay las
prerrogativas propias de la función parlamentaria que resultan actualmente
frágiles y engañosas, las responsabilidades que incluye el acceso y manejo de
una información sensible que las redes tienden a compartir, o el diario
compromiso con los problemas ajenos que contrastan con la exclusiva atención de
los personales que se explican en otros ámbitos. De entenderse al ciudadano de a pie como al
que no le alcanzan los ingresos para sobrevivir, emplea normalmente el
transporte público, está sometido a los riesgos y peligros que impone el hampa,
debe correr desesperado ante una emergencia médica del hogar, cuenta con la
presión injusta de los impuestos o ha de alimentarse, vestirse y medicarse
hasta donde alcance la cobija, concluimos que existen parlamentarios
literalmente de a pie con los agravantes que impone la profesión. Acotemos,
sobre todo cuando se trata del opositor por todos estos años, una obviedad que
no se acepta como obvia.
Agravantes que apuntan a la doble
disparidad retratada por el ejercicio ineludible de la política como profesión,
así la curul fuese alcanzada en nombre de los más puros principios y
pretensiones de ciudadanía, al igual que por la circunstancias de una
considerable inversión en la campaña electoral que solamente la logra una
organización partidista que procura conseguirla y ejecutarla, sin confundirla
con el patrimonio familiar del exitoso aspirante, exiguo al establecer la
comparación. Por lo menos, supongamos la
suerte de quien – justa o injustamente – fracasó en el intento.
Se dirá de aquellos que
inexplicable y abundantemente concurren a los almuerzos alicorados de costosos
restaurantes, por largas horas, o que tienen a su disposición un cumplido chofer a las puertas de cada una de sus
diligencias, naturalmente frecuentes en los diputados del oficialismo.
Ampliamente reconocidos, por obra de ese venturoso toque mediático que los
favorece, añadido el despliegue personal como relacionista público o las
facilidades que le dispensa el aparato partidista, los hay quienes que poco les
importa las formas, hoguerosos de la vanidad.
Suscribimos estas líneas
reflexionando no sólo en nuestro caso personal, sino en el de otros colegas que
son noticia constante o efímera, rompiendo la presunta regla del diputado
goloso de sus privilegios: Américo de Grazia ha saltado a la palestra pública
por la corajuda denuncia de la matanza de Tumeremo, pero – harto amenazado de
muerte – es Dios quien lo cuida, ya que
él y su partido no tienen cómo sufragar el más modesto guardaespaldas; apenas
estrenándose como diputada, Olivia Lozano fue víctima de un ataque selectivo de
los tristemente célebres colectivos armados al caminar hacia la sede
legislativa; representante del estado Mérida, Adi Coromoto Valero viene a las
sesiones plenarias y se va a su natal Nueva Bolivia en autobús, añadida la vez
que fue objeto de un asalto en la carretera que la dejó en la inopia vial. Más de las veces, no advertimos de
situaciones que obligan a la reconsideración sociológica de un parlamento que
refleja fielmente al país, aunque – por supuesto – no le es fácil al parlamentario
opositor hacer las consabidas colas, siendo imposible procurar algo de los
CLAP, pues, identificado, debe terciar
en medio del profundo malestar de la calle, cuidarse de una gratuita agresión o
hasta responder ante lo dicho por otros de sus colegas.
04/07/2016
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