domingo, 3 de julio de 2016

¿CUÁL DISTINCIÓN?



Parlamento y ciudadanía común

Luis Barragán

Varias veces incurrimos en el error de una distinción que los hechos prueban como una excepción, porque se supone al diputado de la República, como puede serlo el estadal o el concejal, un privilegiado frente al ciudadano común y corriente.  Según el imaginario colectivo, el uno goza de la estima, recursos y garantías materiales que se suelen negar al otro para conformar una especie de estatus sobrevenido de las distancias.

Ciertamente, hay las prerrogativas propias de la función parlamentaria que resultan actualmente frágiles y engañosas, las responsabilidades que incluye el acceso y manejo de una información sensible que las redes tienden a compartir, o el diario compromiso con los problemas ajenos que contrastan con la exclusiva atención de los personales que se explican en otros ámbitos.  De entenderse al ciudadano de a pie como al que no le alcanzan los ingresos para sobrevivir, emplea normalmente el transporte público, está sometido a los riesgos y peligros que impone el hampa, debe correr desesperado ante una emergencia médica del hogar, cuenta con la presión injusta de los impuestos o ha de alimentarse, vestirse y medicarse hasta donde alcance la cobija, concluimos que existen parlamentarios literalmente de a pie con los agravantes que impone la profesión. Acotemos, sobre todo cuando se trata del opositor por todos estos años, una obviedad que no se acepta como obvia.

Agravantes que apuntan a la doble disparidad retratada por el ejercicio ineludible de la política como profesión, así la curul fuese alcanzada en nombre de los más puros principios y pretensiones de ciudadanía, al igual que por la circunstancias de una considerable inversión en la campaña electoral que solamente la logra una organización partidista que procura conseguirla y ejecutarla, sin confundirla con el patrimonio familiar del exitoso aspirante, exiguo al establecer la comparación.  Por lo menos, supongamos la suerte de quien – justa o injustamente – fracasó en el intento.

Se dirá de aquellos que inexplicable y abundantemente concurren a los almuerzos alicorados de costosos restaurantes, por largas horas, o que tienen a su disposición un cumplido  chofer a las puertas de cada una de sus diligencias, naturalmente frecuentes en los diputados del oficialismo. Ampliamente reconocidos, por obra de ese venturoso toque mediático que los favorece, añadido el despliegue personal como relacionista público o las facilidades que le dispensa el aparato partidista, los hay quienes que poco les importa las formas, hoguerosos de la vanidad.

Suscribimos estas líneas reflexionando no sólo en nuestro caso personal, sino en el de otros colegas que son noticia constante o efímera, rompiendo la presunta regla del diputado goloso de sus privilegios: Américo de Grazia ha saltado a la palestra pública por la corajuda denuncia de la matanza de Tumeremo, pero – harto amenazado de muerte – es Dios quien lo cuida,  ya que él y su partido no tienen cómo sufragar el más modesto guardaespaldas; apenas estrenándose como diputada, Olivia Lozano fue víctima de un ataque selectivo de los tristemente célebres colectivos armados al caminar hacia la sede legislativa; representante del estado Mérida, Adi Coromoto Valero viene a las sesiones plenarias y se va a su natal Nueva Bolivia en autobús, añadida la vez que fue objeto de un asalto en la carretera que la dejó en la inopia vial.  Más de las veces, no advertimos de situaciones que obligan a la reconsideración sociológica de un parlamento que refleja fielmente al país, aunque – por supuesto – no le es fácil al parlamentario opositor hacer las consabidas colas, siendo imposible procurar algo de los CLAP, pues, identificado,  debe terciar en medio del profundo malestar de la calle, cuidarse de una gratuita agresión o hasta responder ante lo dicho por otros de sus colegas.


04/07/2016

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