El nudo gordiano del chavismo
José Rodríguez Iturbe (*)
A Iñaki Anasagasti,
por venezolano y por vasco,
con agradecimiento.
El telón de fondo
Venezuela, a 200 años de independencia y vida republicana,
sigue siendo un país haciéndose, no hecho. La Emancipación fue un proceso
ideológico-político con énfasis jurídico-constitucional. El parto de la
República fue, sobre todo, el empeño de civilistas ilustrados, no pocos de los
cuales ocupaban el vértice ductor económico-social de la vida colonial. La
desviación del concepto ciudadano para identificarlo con el soldado se realizó
en el transcurso de la guerra y con no poca incidencia americana de los
fenómenos peninsulares. Así, el pretorianismo rampante en España (a raíz de la
Guerra de Independencia hispana contra la Francia invasora de Napoleón I) y el
absolutismo maquiavélico del Rey felón (Fernando VII) influyeron, y mucho, en
las torceduras experimentadas, casi desde su cuna, por la débil
institucionalidad republicana. El civilismo pluralista y democrático pasó a
ser, en Venezuela, un adorno retórico desde la creación de la Gran Colombia
(Angostura, 1819; Cúcuta, 1820) hasta su muerte, una década después, con la
Convención de Ocaña y el fallecimiento de Bolívar. Lo que vino luego no fue
mejor. El caudillismo militar como subproducto sociológico de la Independencia,
según la aguda observación de Augusto Mijares; el poder en las manos de quien
controlara las armas se convirtió, entonces, en objeto de deseo a cuyo goce se
accedía no con los votos y el asentimiento ciudadano, sino con la violencia
belicista.
A 200 años de la Independencia Venezuela sufre la farsa más
destructiva de su historia republicana. Como no se trata de buscar un imposible
regreso al pasado, sino de apostar por el futuro, después de la hecatombe que
han representado (y aún representan) Chávez, Maduro y el chavismo, nada será lo
mismo que antes en la vida social y política venezolana. Estos casi tres
lustros signados por la siembra de odios, por el aflorar de la envidia y el
rencor, han dividido la nación en antagonismos viscerales, de un modo tan
pasional como no se recordaba en los años de la República democrática y
civilista vigente, con todos sus altibajos, en la segunda mitad del siglo XX.
Esa República fue la antítesis de la República autocrática y cuartelera,
repleta de caciques de vuelo bajo y de cosechas sucesivas de guerras civiles.
En 1903, puede históricamente ubicarse el último enfrentamiento bélico entre
venezolanos, causado por disputas sobre el poder y desde el poder. La política
militarizada (arbitraria, corrompida y primitiva) preanunciada por el Monagato y aflorada
en la degradación de la post Federación,
en el Guzmancismo y en el que Mijares llamó “el guzmancismo sin Guzmán”,
culminó con Los Sesenta. A partir de 1899, Venezuela contempló la inserción
histórica con rango dirigente del hombre de nuestras montañas occidentales. Esa
fue la última aventura de montoneras que, con el silencio inescrutable de
Gómez, representaría el crepúsculo de las guerras civiles y la implacable tiranía
de quien veía el país como una hacienda. La de Castro y Gómez fue la más larga
y dolorosa expresión tiránica de la Venezuela rural. Y, a la vez, su epílogo.
Allí, en el tiempo agónico del XIX, está la matriz que, a pesar de Rómulo
Betancourt y el 18 de octubre de 1945, hizo del siglo XX venezolano un siglo de
preeminencia andina. Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez signaron la primera
parte de la pasada centuria. Muerto Gómez siguió el tiempo de los caudillos. El
caudillismo civil (ya no militar), —Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito
Villalba— dio lo suyo en la puesta en marcha de una modernidad retrasada y en
una genérica democratización que, más que en tradición arraigada y en sólidas
instituciones, se apoyó en la fortaleza de la renta petrolera. La transición
postgomecista se alargó, con sus vaivenes, desde 1936 hasta 1958. Y, luego,
durante 40 años largos, la patria contempló el espectáculo inédito de la
dinámica de alternatividad de la democracia representativa. No eran las armas,
sino los votos los que decidían el destino de Venezuela. Esa fue una democracia
de partidos, con dos mayoritarias vertientes ideológicas —la socialdemócrata y
la demócratacristiana— cuyo mayor logro fue un aporte decisivo a las
estructuras de participación popular, no sólo en lo político sino también en lo
social.
La inercia del pasado hizo, sin embargo, de esas cuatro
décadas el tiempo del lento gestarse y desenvolverse de una conciencia
ciudadana, nunca plenamente cuajada desde el nacimiento civil, civilista y civilizado
de la República en el Congreso de 1811. La Patria Republicana, en efecto, nació
hace 200 años del Primer Congreso: con bastantes letrados y en la Capilla de la
Universidad. Se consolidó posteriormente, con grandes sufrimientos, en los
campos de batalla. Los combates del parto con dolor de la nación soberana los
libraron no militares de academia sino milicias de ciudadanos, con conciencia
de generación auroral, de promoción estirpe, dispuesta a enterrarse en los
surcos nuevos para que germinara y creciera y diera fruto el Estado que
significaba la mayoría de edad de la República. De toda la pléyade de héroes y
padres de la Patria sólo dos (que yo sepa) eran militares profesionales,
formados en las academias españolas: Francisco de Miranda y Lino de Clemente.
Podría discutirse si Antonio José de Sucre era también militar de academia, en
cuanto egresado de la Academia Militar de Matemáticas de Caracas. Y poco más.
Simón Bolívar, p. e., formó parte de las Milicias de Blancos de los Valles de
Aragua, en las cuales su padre había sido Coronel. Rafael Urdaneta, a su vez,
en el comienzo de la Emancipación, formaba parte de las Milicias de Blancos de
Cundinamarca. Y podrían multiplicarse las referencias. Santander, “el hombre de
las leyes”, era un universitario trocado en militar. Para nuestra desgracia,
santanderismo al revés fue lo que tuvimos en Venezuela. Mejor dicho, peor que
eso. Porque no fue el caso de militares que se adornaran con lauros académicos
civiles (como andando el tiempo sería la obsesión de muchos), sino de la
imposición de la fuerza para atribuirse rangos castrenses y grados
académicos. Los títulos fueron, así,
otra dimensión (cultural y espiritual) de los saqueos. Así, en la historia
trágica de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del XX, en
Venezuela hubo mucho “General y Doctor” o “Doctor y General”, por obra de su
realísima gana, de su sable o su machete, del pistolón o del máuser, por
temeridad o aventura, o por graciosa “concesión” de jefes de algarada, pero
nunca por ciencia y por conciencia, por saber adquirido y practicado en moldes
de normalidad institucional y académica. La pólvora sustituyó al discurso; el
degüello al proyecto. Así el hombre fuerte se hizo en Venezuela insaciable
Minotauro, ignorante de la dignidad de la persona y de los pueblos e idólatra
de la fuerza. Por eso, el dilema fue casi siempre, en nuestra historia enferma,
vencer, no convencer; cuando han debido procurarse, de consuno y pacíficamente,
ambas cosas.
Todos sabemos lo que pasó después de la Independencia. La
malsana búsqueda tutelar de las espadas abrió las compuertas de un caudillismo
que muchas veces no era más que bandolerismo. El poder, con esa visión enferma,
se afincó en el imperio brutal de las armas, no en el respeto a la condición humana
ni en la armónica concepción de la vida social. La mutua referencia de persona
y bien común que se estudia en la filosofía social era, para tales especímenes
de nuestra fauna política y militar, terra incognita, como titulaban los mapas
antiguos las zonas aún no holladas por la planta de los exploradores y
cartógrafos. Separada Venezuela de la Gran Colombia, el intento de gobierno
deliberativo iniciado en 1830 llegó hasta 1847, con José Tadeo Monagas. Gratia
arguendi, brinco con garrocha el trágico incidente de la llamada de la
Revolución de las Reformas, en 1835, contra José María Vargas, que dio al
traste con el primer intento de Presidencia civil, después del colegiado de la
I República. Allí, diciéndose bolivarianos, figuraron en la conjura contra el
albacea del Libertador y Rector de la Universidad de Caracas, próceres como
Santiago Mariño, el Libertador de Oriente, y José Laurencio Silva, Comandante
de los Húsares de Colombia, en revoltijo que golpea al olfato, junto con Pedro
Carujo, el del atentado septembrino (25 de septiembre) contra Bolívar en la
Bogotá de 1828.
Con José Tadeo Monagas se produjo una herida institucional
que duró casi un siglo contra el civilismo parlamentario necesario para la
buena marcha de Venezuela. El 24 enero de 1848 fue el crimen de cierto
procerato aliado con el hampa contra la Representación Nacional: el
fusilamiento del Congreso. (Un precedente de impudicia “parlamentaria” del
teniente Cabello). Los Monagas se sucedieron a sí mismos. Fue necesaria la
unidad nacional entre conservadores y liberales para salir de ellos. La unidad
contra Monagas encontró su paradigma civil en Fermín Toro, pero tuvo su talón
de Aquiles en la búsqueda enfermiza de la “espada protectora”. Esta fue
ficticia: de escasa calidad, (por no decir carente de ella), tanto en el orden
moral como en el político y militar. El intento de unidad nacional para
reencontrar en armonía el camino de la Patria resultó estéril. Esa unidad
sirvió para salir del Monagato, pero no para evitar el barranco profundo de la
guerra civil. Las pasiones cultivadas y alentadas prepararon la guerra social,
el simún envolvente y enceguecedor de la Federación. ¿Cuándo comenzó
propiamente la Guerra Federal? Nadie discute la primacía en la paternidad de la
siembra de discordias a Antonio Leocadio Guzmán. No sería él quien, a la
postre, resultaría beneficiario de una tragedia que dejó destrozado y exhausto
al país, más allá de la retórica instrumental e ideologizada de aquellos que,
durante la segunda mitad del siglo XX, más dados a la gesticulación y a la
inercia intelectual que al auténtico estudio de nuestro complejo proceso de
pueblo, exaltaran como gesta idealizada lo que fue la consagración absoluta de
la anomia. Cierta izquierda militante hizo propia una sentencia de Laureano Vellenilla
Lanz, padre, uno de nuestros más destacados positivistas, quien calificó al
asturiano José Tomás Boves como “padre de la democracia venezolana”; y, para no
ser menos, mitificó, con un romanticismo cuestionable, el primitivismo de
algunos cabezas de partida (sobran nombres y ejemplos concretos, el más
criminal el de aquel Espinoza que consideraba causal de muerte saber leer y
escribir)) que tachonó de horrores el tiempo de la que sería llamada Guerra
Larga. ¿Cuándo comenzó propiamente la Guerra Federal? Se discute si su punto de
arranque debe colocarse en 1858, con el Manifiesto de San Thomas, o en 1859,
con la Proclama de Palmasola. La formal postulación de la Federación la hace,
sin embargo, Tirso Salaverría, en
febrero del 59, en Coro. Fue una guerra terrible, con sólo dos verdaderas
batallas al inicio mismo de los 4 años del conflicto: Santa Inés y Coplé.
Ezequiel Zamora resultó figura mitificada a posteriori por esa manipulación de
la historia que resulta de la mixtura de la ignorancia, el simplismo ideológico
y el afán instrumental. No fue Juan Crisóstomo Falcón, con sus “cabezones”
corianos, quien marcó el rumbo de la nueva etapa que, hipotéticamente, se abría
luego de los jugosos acuerdos (para los negociadores) resultantes de la llamada
Paz de Coche (Pedro José de Rojas y Antonio Guzmán Blanco), acontecimiento bien
descrito por Díaz Sánchez en su libro sobre los Guzmán, que ha resultado
prototipo de biografía histórica entre nosotros.
El país, exhausto, después de tan prolongada sangría tachonada
de escenas de barbarie, fue presa fácil de la ambición de Guzmán el joven,
teórico jefe de un inexistente “Ejército del Centro”. Guzmán Blanco prolongó,
directa o indirectamente, su tutoría sobre el país durante casi 30 años.
Septenio, Quinquenio, Aclamación, el Guzmancismo sin Guzmán (el tiempo de
los caudillos guzmancistas secundarios,
el más destacado de los cuales fue Joaquín Crespo). Guzmán, según relata
Francisco González Guinán en el volumen 10 de su Historia, resultó experto en
vejaciones y degradaciones, haciendo que el General Julián Castro (Presidente
ocasional de la reacción unitaria contra el Monagato en 1858; juzgado, luego,
por violar la misma Constitución que jurara) fuese quien dirigiera el pelotón
de fusilamiento de Matías Salazar el 18 de mayo de 1872. Siempre a los
autócratas les ha importado un comino el orden legal e institucional, pues lo
reducen a su querer y apetencia: ese fusilamiento hizo befa de la abolición de
la pena de muerte, decretada por Falcón en 1863. Guzmán y Crespo murieron casi
con el siglo. Uno en París y otro en la Mata Carmelera. En 1899 puede decirse
que, con el derrocamiento de Ignacio Andrade, se esfumó para la historia la
secta político-militar de Guzmán Blanco, la que agrupó a los “partidarios de la
causa”: el llamado Gran Partido Liberal Amarillo.
El largo paréntesis para buscar un cauce de la conciencia
ciudadana duró, pues, casi un siglo: desde el asesinato del Congreso con José
Tadeo Monagas, hasta el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez. La noche se alargó
como la siesta de una boa desde el comienzo del Monagato (1847) hasta la muerte
(diciembre del 35) de Gómez (Juan Bisonte, el Gran Loquero, el “bellaco
admirable” como lo llamó José Rafael Pocaterra). La muerte de Gómez señala, en
el decir de Mariano Picón Salas, el inicio retrasado del siglo XX venezolano en
1936. Siempre se mantuvo la llama del sueño inacabado. Siempre hubo un resto de
pueblo indoblegable, que se empinaba en medio de las degradaciones y miserias.
Allí está el paradigma de la dignidad parlamentaria, en Fermín Toro. Allí está
el ejemplo del humanista insobornable en Cecilio Acosta. La piedra en el zapato
que resultó Fermín Toro para Monagas resultó Cecilio Acosta para Guzmán (quizá
con menos impacto, porque Acosta no tuvo como Toro dimensión de estadista; y,
además, el poder de Guzmán era casi omnímodo, mientras su deshonesta dictadura
condenaba a sus críticos al “cementerio de los vivos”). Allí está el Rómulo
Gallegos de La Alborada o la gran poesía nacional de ese notable político y parlamentario,
juglar del amor y la esperanza patria, que fue Andrés Eloy Blanco. Por ese
resto indoblegable -por su siembra cuando no había posibilidad de cosecha
inmediata, por su sueño invencible cuando el ánimo abatido consideraba
imposible o impertinente el anhelo de un país mejorado- vino el parto de las
generaciones civilistas. Las dos de mayor bulto, las de 1928 y 1958. Ello
hubiera sido imposible sin la gradual apertura de la transición post-gomecista
de Elezar López Contreras e Isaías Medina Angarita.
Que las promociones del 28 y del 36, protagonistas
históricas de la Revolución de Octubre de 1945, alargaran su función ductora y
protagónica hasta el mismo final del siglo XX tuvo su parte buena y su parte
mala. Lo bondadoso del hecho puede encontrarse en que ello permitió la
institucionalización de la libertad y el despunte de instituciones republicanas
en una historia, como la nuestra, llena de olor a pólvora y de gestos de
audacia (¡ese tirar la parada de tantos aprendices de brujos, en un proceso de
pueblo reflejado en una sinusoide!) Lo negativo, que represó el sano vitalismo
exigido por la normal dinámica del relevo en los procesos sociales y políticos.
Lo bueno y lo malo fue posible porque, aunque fuese previsible ya desde los
años 20 del siglo pasado, a los períodos del civilismo posterior a 1958
correspondió la acelerada consolidación de un cambio extraordinario que supuso
el paso del país campesino al país urbano, de la república rural a la república
minera. El General petróleo provocó la más honda, permanente y pacífica
transformación de la nación venezolana.
El salto atrás
Todo esto viene a cuento para destacar que el pretorianismo
a lo Chávez no fue nunca, ni antes ni después de su infiltración en la Academia
Militar en los 70; ni antes ni después de la conjura formal a partir de 1982;
ni antes ni después de la felonía golpista del 4 de febrero de 1992; ni antes
ni después de su victoria electoral en la elección presidencial de 1998; un
proceso de conquista del futuro, sino un regreso, con muchas penas y sin
ninguna gloria, a lo más lamentable de nuestra propia historia. Llegamos así,
para nuestra desgracia, a una zona mixta de la locura y la delincuencia de la
cual aún no estamos liberados. Edecio La Riva Araujo solía decir, en su estilo
singular, que el poder huele a jazmín. ¡Odorífera expresión del poder! Como
sabemos los venezolanos, el poder no huele a jazmín sino, a menudo, a ácido
sulfídrico, a sudoración de mapurite, a gases de nafta catalítica. El jazmín de
la imaginación poética de La Riva no posee ningún punto de comparación con la
fetidez de la descomposición social y política de la nación a partir de 1999;
de la Venezuela tomada al abordaje, con ánimo de sacar vientre de mal año, por
el más patético conjunto de fracasados, acomplejados, utópicos y anacrónicos
seudo izquierdistas, -ninguno, por cierto, (y valga la puntualización) ejemplo
cabal de lo más destacado y respetable de la izquierda criolla-. No puede oler
a jazmín, este malhadado empeño, porque sus responsables están impregnados de
todas las miasmas del basurero de la historia (para decirlo con lenguaje trostkysta)
donde no pocos de ellos habían sido arrojados desde los años 60 de la centuria
pasada.
La República, desde que el Teniente Coronel golpista Hugo
Chávez logró echarle mano a la jefatura del Estado (nunca fue demócrata; el
medio para él era secundario, el putsch o los votos: fracasado el primero, optó
con éxito por los segundos; pero ello no le hizo variar su visión fascistoide
del mundo y de la vida) ha visto difuminada la temática política, que ha dado
en llamar “revolución” o “proceso”, reducida, simplemente, no a la búsqueda del
bien común, sino al goce y disfrute del poder, entendido, en su primera etapa
como la eliminación de sus “enemigos”; y en la segunda, como “transición al
socialismo”. Desde la primera comenzó su enredo maquiavélico, que se ha
agudizado en la segunda. El goce y disfrute se redujeron y se reducen a una
infinita espiral táctica, ayuna de una estrategia en función de un verdadero
proyecto. (Eso y la incapacidad antológica de la etapa de destrucción nacional
que aún no ha concluido, aunque está bastante avanzada, ha sido reconocido y
proclamado hasta por teóricos neo-marxistas que alguna vez se ilusionaron con
Chávez, como, p. e., Heinz Dieterich). Y esa espiral táctica mira obsesivamente
a la permanente lucha por la conservación del poder, viendo siempre tal lucha
con dimensión existencial. Por ello, desde el ángulo de Chávez, fue siempre una
lucha agónica, signada por la lógica del gladiador: mors tua vita mea [tu
muerte es mi vida]. No sabemos a cuáles profundidades pueda llegar esa lucha
entre sus herederos, en la canibalesca confrontación por ocupar su puesto entre
quienes se dicen sus amantes y leales seguidores.
Alguien podrá decir que, en su forma y en su fondo, algunas
posiciones opositoras lucen acaloradas. Puede ser. Son posiciones surgidas del
combate y para el combate político. Algunos, que se autoproclaman expertos en
medir serenidades ajenas, se quejan de falta de “racionalidad” en la oposición.
Para ellos, racionalidad equivale a ataraxia, a impasibilidad, a frialdad
solemne o a estirado estilo ayuno de emociones. Según tal óptica, ningún tipo
de sentimiento debería traslucir en la formulación de los juicios, ni en el
despliegue de las argumentaciones. Frente a un país desquiciado por Chávez y el
chavismo, erigirse en la equidistancia que coloca a los demás en los extremos
resulta, al menos, una humorada de dudoso gusto. En Venezuela nos conocemos
todos. Con nuestros aciertos y nuestras pifias. Con los prestigios y los
desprestigios acumulados. Porque nadie puede evadir la propia historia. Ni
pretender ser de otra galaxia. No es difícil jugar a un carnaval de máscaras
para etiquetar a los demás. “He aquí el tinglado de la antigua farsa”, podría
decirse evocando las palabras iniciales del monólogo de apertura de Los intereses
creados de Jacinto Benavente. ¿Actitud solemne de vestales impolutas? ¡Por el
amor de Dios! ¿Quién pretende engañar a quién?. Tales simplismos no resultan ya
moneda de aceptación general, sino alimento contaminado ex professo procurando
horadar, para quien los ingiera desprevenidamente, la convicción con los
prejuicios. El apasionamiento no es necesariamente un defecto. Puede ser una
virtud. Hannah Arendt, cuando en 1951 apareció su importante obra Los orígenes
del totalitarismo, enfrentó con contundencia la acusación de que, en lo
referente al antisemitismo, su carga emocional restaba al estudio fuerza,
seriedad y hondura. Dijo entonces algo que, salvando las inmensas distancias,
sirve, a mi entender, para rebatir algunos juicios sobre la situación venezolana:
“Describir los campos de concentración sine ira no resulta ser ‘objetivo’, sino
que equivale a indultarlos”. Hablar de la antipatria de Chávez sine ira
equivale a indultarla. La hipocresía sólo sirve para mostrar su anemia. Por la
supervivencia de nuestro ser nacional es necesario rechazar con fuerza la
degeneración que la violencia dirigida desde el poder, auténtico terrorismo de
Estado, pretendió y pretende pasar como fenómeno “normal”.
Josef Pieper, en su ensayo Las Virtudes Fundamentales, no ha
vacilado en destacar el rango ético de la indignación frente a la viciosidad
exhibicionista: “Cuando a la voluntad corrompida, que va a la deriva en el
vicio de lo sensible, ―dice― se le une una falta de fuerzas para irritarse,
tenemos el caso de una degeneración total y sin esperanzas. Tal situación es la
que se presenta cuando un sector de la sociedad, un pueblo o toda una cultura
están maduros para su extinción”. Chávez habló y Maduro intenta imitarlo (lo
vemos, una y otra vez) con un acento y ritornello gestual que, más que propios
de un profeta, resultaban y resultan la patética expresión de ecos postreros.
La barahúnda en la cual vivimos muestra la evidencia del no gobierno. Ha
logrado, sin duda, la crispación de todos. Pero no logró, como pensaba, la
subasta total de la conciencia ciudadana. Aunque algunos sean cómplices y otros
se hayan rendido, Venezuela no podrá estar nunca como oferta en pública
almoneda. El Estado de derecho, de tanto aporreamiento, ha quedado convertido
en un Estado de revés. Cuando Chávez consideró, llevado por su obsesión de
conflicto, que cualquier problema era un asunto de alto voltaje, terminó por
fundir todos los posibles vericuetos de salida del régimen. Así, la crisis,
ahora con el tandem Maduro-Cabello, ha cobrado dimensiones de confrontación
existencial entre una visión corrupta y degradada de la conducción del Estado,
que se esconde en la grandielocuencia del término “revolución” y la visión
institucional, de armonía política y jurídica que exige un inmediato correctivo
por el bien de todos. Ante un gobierno embarrancado, es urgente encontrar
―antes o después― los cauces que permitan la relegitimación institucional.
Según la Real Academia, que “fija, limpia y da esplendor”, urgencia es
“necesidad apremiante de lo que es menester”. Del 2012 al 2014 ha habido
avances notables en la búsqueda de una unidad nacional mucho más poderosa que
la que el gobierno chavista imaginó. Una unidad más robusta que cualquier
impotable egolatría, por demás anacrónica. Unidad que será necesario prolongar,
si las cosas cambian de veras, en un Gobierno de Reconstrucción Nacional que
dirija el tiempo de la posible y deseable transición.
En el principio fue la rabia
Todo comenzó, me parece, con la rabia como motor de la
historia. No fue con el slogan leninista de la violencia es la partera de la
historia. Fue la rabia la que llevó al voto castigo. Fue una rabia ―extendida,
ilusionada e ingenua― la que premió a los autores de la felonía del 4F del 92
con el poder. Así, los electores creyeron, muy bien preparados por una campaña
de ciertos medios durante más de una década, que la satanizada política y los
satanizados políticos tendrían su merecido. El proceso de desintegración moral
y política de la sociedad venezolana, con incidencia letal en los partidos
(tanto en AD como en COPEI) convirtió una crisis de gobierno en una crisis de
sistema. Eso ha sido bien descrito en La Rebelión de los Náufragos de Mirtha
Rivero. Muchas responsabilidades del mundo económico están bien documentadas en
los escritos de Juan Carlos Zapata. Además, la política clientelar durante dos
décadas, los 80 y los 90, aportó (y no poco) a la anemia y desprestigio de las
agrupaciones partidistas, instituciones básicas del sistema político
venezolano, sobre todo desde 1958. Así, por la búsqueda de chivos expiatorios,
en medio de la política espectáculo, al concluir el siglo se terminó por ungir
como emperador republicano a Chávez, quien irrespetó siempre el orden
constitucional. (Lo irrespetó, al menos desde el 82, con el juramento ante el
samán marchito, actualizando aquella que
Luis Castro Leiva llamó moralidad brumarial de la conjura; la irrespetó el 92
con la aventura golpista y con su rendición; la irrespetó el 99 con su evasión
retórica a la obligación de jurar obediencia a la Constitución de 1961; y la
irrespetó ad nauseam con la violación sistemática y continuada de su propia
Constitución de 1999 como ha demostrado Asdrúbal Aguiar en su Historia
Inconstitucional de Venezuela.
Había mucha rabia acumulada desde la caída de la moneda, a
raíz del Viernes negro (18 de febrero de 1983). La estabilidad democrática no
la daban en realidad ni los partidos ni los militares, sino la expectativa de
una mejoría en condiciones materiales y culturales de vida. La crisis económica
mostró que la democracia venezolana, más allá de su apariencia de solidez
política, tenía por asiento un barril de pólvora de frustraciones sociales. Fue
lo que plantearon, con valentía, Moisés Naim y Ramón Piñango, desde el IESA,
con su trabajo Venezuela: una ilusión de armonía. La rabia estalló, caótica,
seis años después, en febrero de 1989, sobre todo en Caracas y zonas aledañas.
Fue el Caracazo, con su cara de tragedia y su campanada de advertencia. Y el
simplismo encontró su chivo expiatorio en los políticos. La rabia pensó que
sólo el estamento político era culpable de los malestares del venezolano. Faltó
coraje para reconocer que ese estamento político era expresión de una sociedad
no sana. Faltó coraje para decir Fuenteovejuna, Señor. Faltó coraje (también
entre la mayoría de los políticos) para decir que la rabia era un mal faro y
que el intento de hacer tabla rasa con la clase política solo podía beneficiar
a los lobos con piel de oveja, a quienes predicaban (y predican) el
antipoliticismo para poder hacer su política, imponiéndola como única vía, como
cercenación del pluralismo y la tolerancia, como escayolamiento indeseable del
imaginario y de la conciencia colectiva. Así se llegó a la exaltación bondadosa
de los alzados el 92 y a su respaldo mágico electoral el 98. Los resultados
están a la vista. No se corrigió lo malo, se arrasó con lo bueno y se incineró
lo que quedaba de una sociedad política que, en el caso venezolano, había sido
la lenta incubadora de una (todavía hoy) poco vertebrada sociedad civil. A
pesar de todo, en la actualidad, me parece, la sociedad civil es más multiforme
y dinámica que una no renovada sociedad política. Pero, no nos engañemos: su
espontaneísmo no es garantía de eficacia en el marco de una confrontación; y su
necesaria organización y proyección eficaz ha resultado y resultará difícil en
un horizonte donde predominan el individualismo y el primadonnismo, elementos
antagónicos de toda presencia seria en los espacios públicos. Y el ejemplo de
organización y eficacia lo han dado los jóvenes universitarios —que no tenían
uso de razón cuando Chávez llegó al poder— cuando como Generación Libre o
Generación de la Libertad, como coordinada presencia de las Federaciones de
Centros Universitarios de todas las Universidades públicas y privadas— desde su
aparición después del Referéndum Revocatorio, hasta la derrota de Chávez el
2007 y la combativa y eficaz presencia en las campañas de 2013 y 2014.
Voto castigo interpretado como mandato revolucionario
Una cosa piensa el burro y otra quien lo enjalma. Así reza
el dicho popular. La rabia ciudadana quería sólo castigar. Pero el burro
enjalmado tenía una confusa obsesión revolucionaria. Confusión que iba desde
una visión semiletrada del mundo del pensamiento político y de la herencia institucional
de Occidente que nos llegó, guste o no, por vía de España, la Madre Patria,
hasta una variación del sentido del lenguaje y de las coordenadas de
pensamiento. Revolución, por ejemplo, se interpretó como demolición. Y se
procedió (y se intenta proseguir con Maduro), con entusiasmo digno de mejor
causa, por parte de los elegidos por la rabia, a demoler cualquier rastro
institucional de la vida republicana. Muchos, pensando con cortedad, dieron el
garrote al ciego. La antigua Corte Suprema de Justicia dio la apariencia legal
que necesitaba el invidente de la ciencia jurídica y administrativa en su
frenesí demoledor, quien sin haber leído nunca a Shakespeare (La tempestad)
pensaba que todo pasado es prólogo. Después de defenestrada con una mueca
críptica la defensa de la Constitución del 61 (ponencia de Humberto J. La
Roche), la vieja Corte procedió a suicidarse (Cecilia Sosa dixit). Lo demás ya
se conoce. El proceso constituyente y el nuevo Tribunal Supremo. Allí, en el
TSJ, sigue haciendo de las suyas la continuidad de lo rabulesco. Con más de
seis “Reformas” del Reglamento Interior y de Debates, según el menú de las
necesidades del oficialismo, (grotesco estilo Jalisco que no tiene precedente
en la historia parlamentaria de Venezuela), la unicameral Asamblea Nacional
(teórica heredera del Congreso bicameral) se ha garantizado la eliminación de
facto del Parlamento plural que tipifica a toda verdadera democracia y
completando el camouflage “legal” del asalto a otras instituciones. La reforma
del Reglamento de la AN fue necesaria, p. e., para imponer, con la “razón” de
la fuerza; la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia:
aumentando el número de Magistrados para manejar, según el querer del César,
con mayor seguridad y menor costo, la máxima instancia judicial del país. Y,
por supuesto, el control económico: la manipulación sin precedentes del Banco
Central de Venezuela tiene como último objetivo el control total de la banca
nacional; es decir, el monopolio de la capacidad crediticia en manos
gubernamentales. Como se hizo en Cuba desde el nombramiento del Ché Guevara en
el Banco Nacional de ese sufrido país hermano que lleva soportando a Fidel
Castro y ahora a Raúl más de medio siglo. Si faltaba algo, es perceptible el
intento de lograr la definitiva sumisión a los criterios demolicionistas
revolucionarios de lo que aún quede de institucional en el seno de las Fuerzas
Armadas. La meta parece ser, pues, que sólo quede en Venezuela el polvo del
Estado, sus cenizas.
El último Congreso de la República (el elegido en 1998, el
que presenció la entrega del poder de Rafael Caldera a Hugo Chávez, el que no
reaccionó frente al salvoconducto que daba la Corte que moría para brincarse
con garrocha el art. 250 de la Constitución del 61, el que no dijo nada ante el
no juramento de Chávez a esa misma Constitución, en 1999) fue, evidentemente,
incapaz de hacer respetar la Constitución de 1961, que había jurado cumplir y
hacer cumplir. Junto con ese mini Congreso (mini en duración y en estatura
histórica) murió la que, hasta el presente, ha sido la Constitución de más
larga vida de nuestra accidentada vida republicana, y que, a pesar de sus
defectos, resultó un texto sabio, producto de un verdadero consenso nacional
después del derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez.
“Revolución” como emergencia trágica del Lumpenmilitariat
Todo en el inicio, después de la rabia y los cálculos, eran
sonrisas y zalamerías con el poder que se estrenaba. La Realpolitik, para
algunos, exigía olvidarse de principios y moralismos; pensando que el gobierno
de Chávez era uno más, el cual, sin duda, se hipnotizaría con una sonrisa
vagamente prometedora; como había pasado con no pocos de los políticos
emblemáticos de los gobiernos anteriores. Y sonrieron, pero fue la suya como la sonrisa de los tontos de pueblo,
llamando la atención a cualquiera que pase a su lado. Pensaron que el tonto era
el ungido y el ungido los hizo quedar como tontos.
En la demencialidad de la coyuntura se intentó algo que, en
puridad, no tiene precedente: invertir las relaciones del mundo civil y del
mundo militar en la administración del Estado. Juan Vicente Gómez gobernó con
lo más granado de la intelectualidad civil positivista, a cuyos integrantes
encargó, dentro de su terrible mandato, poner las bases mínimas del Estado
moderno. Sobre la “paz” gomera y sobre esas bases acometió después,
exitosamente, Eleazar López Contreras el inicio de la modernización del Estado
venezolano, iniciando un post-gomecismo que, en mi visión, se extiende hasta
1958. Pero Gómez, y también, después de él, López y Medina, mantuvieron a los
militares fuera de la gestión política. Pérez Jiménez, por su parte, aunque fue
producto de un golpe de Estado en el cual de manera formal y explícita, por
primera vez en la historia inconstitucional de Venezuela, las Fuerzas Armadas,
como institución, asumieron la responsabilidad de la conducción de la
República, no usó la administración pública como botín prioritariamente
reservado al estamento castrense. En el chavismo y el post-chavismo, el
panorama es distinto. Más allá de las migajas burocráticas dadas a ciertos
civiles del MBR, primero, y del PSUV, después, hoy acontece lo contrario. Se
contempla cómo la alta burocracia estatal está plagada como nunca de militares
(la elección de Gobernadores y el primer gabinete de Maduro son un ejemplo),
como si, a los ojos de quienes gobiernan, la condición castrense facultara, por
sí misma, para cualquier desempeño en cualquier campo de la vida nacional. Los
altos militares del chavismo no parecen adornados ni de competencia ni de
honestidad. Los resultados están a la vista. Y son tan desastrosos porque se ha
buscado, para este militarismo sui generis y a todas luces anacrónico, a aquel
que, con toda precisión analógica con el Lumpenproletariat de Marx, puede ser
llamado Lumpenmilitariat. Quizá por ello la institución más afectada en la
perseverante demolición institucional que el gobierno de Chávez realizó sea, en
la actualidad, la institución militar. El chavismo, en efecto, ha resultado ser
la expresión de una perversa alianza de tres escorias con empatías mutuas: el
Lumpenmilitariat, el Lumpenproletariat y la Lumpenintelligentsia.
En el post-chavismo aflora un grave problema, El
Lumpenmilitariat no tiene otro compromiso que con su propio bienestar y
acomodo. No existe en él, en realidad, lealtad a lo que antaño, los caudillos y
sus cuarteleros llamaron la Causa; es decir, lo que ahora, por vergüenza
semántica, algunos de los que tuvieron formación marxista auténtica califican
como el Proceso. Bambalinas de zarzuela. En el fondo, el culto a la Revolución
no es más que un forzado y tanático culto a Chávez y queda como una alcabala,
desagradable pero necesaria, para obtener honores, distinciones y recompensas.
No me parece exagerar si digo que, de los responsables de la actual crisis
política nacional, el Lumpenmilitariat es más responsable que cualquier otro
sector humano de la abrumadora invasión de fealdad y miseria, material y moral,
que se abate sobre la sociedad venezolana, particularmente en los grandes
núcleos urbanos como Caracas. El afán de lograr un Estado forajido requiere una
sociedad que se parezca a él.
La política como guerra
La política como guerra. Esa es la constante de los libros y
artículos de Alberto Garrido (q.e.p.d) sobre Chávez y el chavismo. A veces luce
casi como un determinismo. Pero algo tiene de realidad. La concepción palurda
de que la política es guerra, resultó la propia del primitivismo rural de la
Venezuela campesina. No era, no, una especie de concepción von Clausewitz al
revés. Nadie de nuestro escasamente alfabeto universo de caudillos enanos (los
cuales figuran en la historia como dotados habitualmente con una crueldad y
cerrazón mental directamente proporcional a su enanismo), nadie, repito,
manifestó jamás un conocimiento, siquiera epidérmico, de las teorizaciones del
prusiano sobre la guerra. Tal fue, sí, en el pasado venezolano, el
reduccionismo enfermo de la política a la fuerza, en un país devastado por el incendio
bélico (nunca totalmente extinguido) de 1810 a 1903. Fue el drama sin grandeza
de nuestro siglo XIX post independentista, a partir de la “bolivariana”
Revolución de las Reformas contra José María Vargas -el albacea testamentario
del Libertador, el Rector de la Universidad de Caracas, la “casa que vence las
sombras”- en 1835; hasta el inicio del siglo XX, con la Liberal Restauradora,
que trajo la hegemonía de los mandamases andinos. Chávez, influenciado
inicialmente por un singular personaje sureño llamado Norberto Ceresole y
guiado, luego, por ese supuesto Corán revolucionario llamado El oráculo del
guerrero (hasta que Boris Izaguirre dijo, con propiedad, que era un texto
paradigmático de la literatura homosexual), no procuró la incorporación de ninguna
región preterida (la recentralización chavista resulta un intento de acabar con
lo que de federal tenía el sistema venezolano), ni tampoco de aquellos sobre
los cuales teorizó Franz Fanon, les damnés de la terre, los condenados de la
tierra.
Bajo el slogan de la unión del ejército y el pueblo se
escondió y se esconde, en cruda realidad, la neutralización de las fuerzas
armadas, dándoles, para su entretenimiento y desnaturalización, las baratijas
de las más disímiles tareas no castrenses y los guisos derivados de la mayor
bonanza fiscal de Venezuela desde la aparición del petróleo. En Chávez y el
chavismo se presentó, pues, según la percepción dejada por Garrido, la
identidad entre la política y la guerra. Se le intenta dar continuidad en
post-chavismo de Maduro-Cabello. Ello, evidentemente, no resulta un dato
positivo. ¿Cuál fue, históricamente hablando, el producto de la identidad entre
guerra y política? Sus tristes resultados no son un secreto. Entre otros
desaguisados, merecen mencionarse la anemia institucional de la República y el
agotamiento (casi al límite) de un civilismo carente de las fuertes raíces de
una extendida conciencia de ciudadanía. Anemia y agotamiento, éstos, que
permitieron aquél unión, paz y trabajo de la Causa: la unión (en los grillos),
la paz (de los sepulcros), y el trabajo (en las carreteras) en el largo
absolutismo tiránico de Gómez. El tiempo gomero (además de otras endemias y
horrores) supuso 27 años de alergia provocada a la política de ideas. Alergia
provocada, desde un poder omnímodo y excluyente: gobierno personalista y de
fuerza que sólo entendía a sus adversarios como “los malos hijos de la Patria”;
y, en consecuencia, no podía concebir para ellos otra situación que su
silencio, generado por el destierro, la prisión o la muerte. Algo semejante
pretendió Chávez y pretenden sus devaluados herederos políticos. La crisis
política actual tiene, sin duda, a pesar de los rasgos que la tipifican, mucho
de un salto atrásconcebido como brinco al futuro. De saltos conocidos está llena
la historia trágica contemporánea. Cabrera Infante, refiriéndose a Fidel
Castro, escribió en una ocasión: “Por obra de una extraña cabriola hegeliana
dio un salto hacia adelante y cayó hacia atrás”. Chávez, factor principal de
esta crisis apocalíptica de Venezuela, manifestó sentimientos filiales hacia
Fidel, repetidos hasta la nausea por
Maduro. Lo que tenemos de Cuba está en lo que vemos. Y más aún en lo
que no vemos. Lo que tenemos aquí en
Venezuela de China no es la transformación del Pequeño Timonel y sus
seguidores, sino los fracasos proclamados como éxitos por el Mao prepotente y
sectario del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural.
Los partidos formados desde el poder
Hay partidos formados para alcanzar el poder y partidos
formados desde el poder. Los partidos formados para alcanzar el poder intentan
hacer Estados ideológicos. Los partidos formados desde el poder son reflejo
necesario de la gestión gubernamental que los gesta y mantiene. Los partidos
formados desde el poder duran mientras dura el poder. Acción Democrática y
COPEI fueron partidos para alcanzar el poder y, desde él, aspirar a realizar un
programa. Fueron expresiones ideológicas de la socialdemocracia y la democracia
cristiana. Su decadencia vino como consecuencia del clientelismo y la
corrupción: la ilusión popular en sus banderas justas se marchitó con la
incoherencia de quienes se decían sus representantes. El caso del PSUV es
distinto. No es un partido formado para alcanzar el poder, sino formado desde
el poder mismo, para aspirar a perpetuarse en él. El origen no es una juventud
con formación ideológica, como fueron las surgidas de la FEV y la UNE. El
origen remoto del PSUV es la logia militar golpista del 4F. Así el MBR está en
la base de las evoluciones posteriores, que siempre supusieron la
transformación del Ejército en Partido. Luego vinieron, por consejo, modelo y
matriz cubana, la ilusión de dotar de una organización de masas a lo que,
diciéndose “revolución”, era un revoltijo de apetencias personales y radicalismos
de bambalinas, sin ninguna urdimbre política seria. En Cuba la sustitución del
viejo PSP (el comunismo histórico de esa isla) por el PCC de factura castrista
(excluyendo al núcleo duro pro-soviético: la llamada Microfracción de
Escalante) pasó por el intento de las ORI (Organizaciones Revolucionarias
Integradas) y por el PURS (Partido Único de la Revolución Socialista). El PCC
fue hecho a la medida de Fidel. En Venezuela el intento de unificación encontró
fuertes resistencias hasta en el PCV. Pero el PSUV fue hecho a la medida de
Chávez. La muerte de Chávez ha supuesto un rápido proceso de desintegración. El
fenómeno no es nuevo en Venezuela. Indica que están perdiendo el poder y que el
PSUV desaparecerá cuando las mieles hegemónicas del ejercicio arbitrario del
control del Estado desaparezca. ¿Precedentes? Está el caso de las Cívicas
Bolivarianas de López Contreras y del llamado PPG (Partido de los Partidarios
del Gobierno). También está el caso del PDV (Partido Democrático Venezolano)
medinista. Este último tuvo, según Ramón J, Velásquez, la mayor concentración
de intelectuales y artistas que haya tenido partido alguno en la historia de
Venezuela. Y después del 18 de octubre de 1945 desapareció sin dejar rastro.
Los partidos hechos desde el poder se volatilizan cuando el poder ya no es
hegemónico o pasa a otras manos. Por eso la resistencia organizada desde el
gobierno a que se conozca la verdad sobre la votación del 14 de abril de 2013.
Pero esa verdad se conoce. Y lo que está enterrado por la votación popular es
el tinglado que garantizaba prebendas y granjerías. El PSUV no es una
excepción. Como todos los partidos hechos desde el poder y para el poder está
agonizando. Y la logia militar golpista original del 4F ya no tiene recambio
histórico.
La intelligentsia y el imaginario colectivo
Hemos visto, sin toda la capacidad de respuesta que hubiera
sido necesaria, la prostitución de nuestra memoria histórica. Desde las
estupideces sobre Cristóbal Colón y un supuesto irredentismo indígena, ajeno a
nuestra realidad; hasta la exaltación de lo menos perdurable de la Federación,
contemplando espejismos, con miopía fingida, suponiendo socialismos agrarios en
el acratismo y en el descoyuntamiento del sentido de comunidad nacional que
produjo la barbarie anárquica. Esa barbarie anárquica generó tal anemia
ciudadana que permitió que se consolidara, cruzada la curva de la mitad del
siglo XIX, por tres décadas, la egolatría deshonesta de Guzmán Blanco. Éste se
concentró en el ejercicio del poder central y en el disfrute de una inmensa
riqueza amasada con dolo, en perjuicio de la sociedad cuyo control poseía.
Gobernó Antonio Guzmán, hijo, desde Caracas o desde París (instalado en el
Raphael, del XVIème arrondisement,). Cuando Guzmán, en el epílogo del
Guzmancismo sin Guzmán (para usar la terminología de Augusto Mijares) se dio
cuenta que el Gran Partido Liberal Amarillo ya no respondía a sus caprichos
sino a los intereses de los caudillos segundones (es decir, que lo que parecía
impensable se había dado: que quien mandaba de verdad en estos predios era
Joaquín Crespo) exclamó, más con cansancio y desprecio que con ira, en su
casona de Antímano: Vámonos, que las gallinas están cantando como gallos. Y se
fue.
¿Adónde podía retirarse un hombre como Guzmán Blanco, que se
jactaba de ser el hispanoamericano más rico de su tiempo, un marginado por
exceso (para usar la terminología de Arístides Calvani)? –Pues a París, por
supuesto. Una de sus hijas resultó la
consorte del Duquesito de Morny. La aventajada plutocracia post federal
criolla unió su sangre, su fortuna y sus destinos con la aristocracia del II
Imperio francés. Allí, en París, murió, en 1899, Guzmán Blanco, mientras por
estos predios, entonces más semi bárbaros que lo que son ahora, una bala
indocumentada acabó antes, en 1898, con la vida de Joaquín Crespo en la Mata
Carmelera. Así finalizó el agitado siglo XIX venezolano. Chávez llevó a Guzmán
al Panteón. El orador que hizo su panegírico, el historiador de filiación
comunista Federico Brito Figueroa, no pudo menos de reconocer que había sido
uno de los gobernantes más deshonestos de la historia republicana. ¿Se irán los
herederos de Chávez igual que Guzmán? ¿Adónde irán? Me parece que ninguno, en
realidad, lo sabe. Son más predecibles los destinos con que sueñan los más
conspicuos representantes de la llamada Boliburguesía (la nueva burguesía
“bolivariana”).
Corsi e ricorsi que diría Vico. Desaparecido Chávez parece
que desaparecerá el chavismo. Los resultados electorales del 14 de abril de
2013 son más que evidentes, aunque algunos se empeñen en no ver. Cuando Guzmán
se fue de verdad y mataron a Crespo (aún se discute de dónde salió la bala) se
acabó el Guzmancismo sin Guzmán. Y entonces vinieron los andinos. Los Sesenta
fue la aventura iniciada en la frontera occidental, en el Táchira. Desde allí
arrancaron los compadres, Castro y Gómez, para imponer (con Gómez) la paz
forzada y hacer del siglo XX un siglo andino en la historia de Venezuela. Al
comienzo fue el delirio, la verborrea nacionalista y la adulación sin límites
al Cabito por parte de algunas Logias y de la oligarquía valenciana y
caraqueña. Historia de opereta. Ayuna de grandeza. Mezcla continuada de cuadros
risibles y dolorosos. Miseria moral y material. Cadena tragicómica. Siempre por
la tangente del caudillismo o de las roscas nauseabundas de intereses de grupo,
económicos y políticos. La patria como ficción. La República como aquella
amarga carcajada de la que hablara la pluma cebada en el dolor de José Rafael
Pocaterra. El terremoto de comienzos de siglo XX y Castro saltando con un
paraguas por un balcón de la Casa Amarilla, terminando, como es lógico,
desmayado por el golpe. Muy bolivariano, despertó lanzando un discurso a la
asombrada guardia que acudió en su auxilio con aquello de si la naturaleza se opone
lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca, y otras sandeces propias del
histrionismo del Cabito. Precedentes, esos, de otros histrionismos grotescos
más cercanos. Las secuelas fueron más prosaicas: una pierna rota y el abandono
del antiguo y céntrico palacio de los Capitanes Generales, la Casa Amarilla, y
luego (hasta él) de los Presidentes de la República, buscando en la mansión
crespera de Misia Jacinta, Miraflores, un lugar antisísmico más seguro. El
Bloqueo de 1902 y la arenga (dicen que fue escrita por Manuel Landaeta Rosales
o Francisco González Guinán) que todos conocen (al menos en mi tiempo de
bachillerato todos conocían) por sus primeras palabras: “La planta insolente
del extranjero ha hollado el sagrado suelo de la Patria”. ¿Intentó Chávez
imitar a Cipriano Castro? Su obsesión contra “el Imperio” pareciera indicarlo.
Pero el suyo fue un antimperislismo de pacotilla: los Estados Unidos siguieron
siendo el primer cliente del petróleo venezolano. Lo son aún en el inicio
postchavista de Maduro. Pero ―ya lo sabemos― las incidencias de esta Ínsula
Barataria en que ha devenido la República no resultan muy lógicas.
Chávez murió y sus herederos parece que desean (de dar
crédito a la retórica fanfarrona de Cabello o a las contradicciones sin fin de
Maduro) que el epílogo del chavismo sea apocalíptico. Quiera Dios que no lo
logren. Un día de guerra civil son cien años de odio. Nuestra última guerra
civil fue la llamada Revolución Libertadora de Manuel Antonio Matos (el
principal banquero del país, emparentado con Guzmán Blanco). En el papel, la
insurgencia no podía perder: agrupaba contra Cipriano Castro a los más
destacados caudillos de la historia con olor a pólvora de nuestro siglo XIX.
Pero perdió. Fue una guerra horrorosa: la última con batallas de verdad y casi
40.000 muertos, según las cifras de Arellano Moreno en su Mirador de Historia
Política Venezolana. El encuentro más prolongado y sangriento (22 días y cerca
de 4.500 bajas, en una lucha casa por casa) fue la Batalla de La Victoria. Según
referencias aportadas por Manuel Caballero en Gómez, el tirano liberal, los
observadores militares norteamericanos de la Batalla de Ciudad Bolívar (22 de
julio de 1903) estimaron en 1.200 los fallecidos en la acción que constituyó la
derrota definitiva de los revolucionarios y el reconocimiento de las cualidades
de combatiente de un comerciante y hacendado fronterizo trocado en “General” de
montoneras, Juan Vicente Gómez. Según sus propios cálculos, el chavismo no
puede dejar el poder, pero....¡nunca se sabe! Los vivos, en el alarde de su
propia viveza, suelen terminar por dejar de ser inteligentes. Y en política
(más aún en la política venezolana) nada es eterno.
Los excesos de Castro minaron su salud. Y la salud minada
abrió el paso a la operación quirúrgica y a la recomendación de su tratamiento
en el exterior. La historia es conocida. Castro dejó a su compadre encargado
del poder. A un mes de su partida ya Castro no era más Presidente. Sic transit
gloria mundi. A Gómez le llevaron el
telegrama donde el delirante caudillo (respondiendo quién sabe a qué informe o
intriga) recordaba desde afuera: “A la culebra se la mata por la cabeza”. Ahora
interceptan los teléfonos y los correos electrónicos; antes lo hacían con los
telegramas. La operación interna fue política. Sin un tiro. Rodearon
inicialmente a Gómez los políticos de Caracas y Valencia que pensaban que un
hombre primitivo y de muy escasas letras sería presa fácil de la casi ilimitada
capacidad de maniobra que el sector que deseaba unir el poder político y el
económico se atribuía maquiavélicamente a sí mismo. Gómez los dejó hacer
zamarramente. Luego los eliminó, política o físicamente (y, en algunos casos,
política y físicamente). Por 27 años seguidos, desde 1908 hasta su muerte
natural en diciembre de 1935, fue, para decirlo con la consigna urdida por la
adulación de Ezequiel Vivas, ¡Gómez único! ¿Logrará Chávez emular a Gómez? No
parece. Hasta ahora, en analogía de proporcionalidad impropia, lo más que se ha
visto como distintivo del actual desastre fue el título del lujoso ejemplar que
se distribuyó en Caracas a los asistentes a una Cumbre de la OPEP. (Se atribuyó
la autoría al General Jacinto Pérez Arcay). El título del volumen reza,
presentando los documentos básicos de la revolución bolivariana (¡?): Por
ahora....y para siempre! Gracias a Dios, los para siempre de la historia
venezolana resultan un ratico, más o menos prolongado. Hitler habló del Reich
Milenario. Dejando como herencia millones de muertos sólo se extendió por 12
años. En un arranque de magnanimidad, Chávez dijo en Barinas, en los
alrededores del 2004, que su V República duraría cinco mil años! El chavismo ya
dura un poquito más que el III Reich. Como dice el Eclesiastés, alguna vez
citado instrumentalmente por Chávez, todo tiene su tiempo.
No se ha dejado tranquilo a Bolívar. Además de un
atormentado aquelarre de madrugada para hurgar en sus huesos, al parecer,
contando con los buenos oficios de Farruco Sesto, se pretende erigirle un
mausoleo faraónico. Chávez llevó también a Cipriano Castro al Panteón. Elías
Pino Iturrieta escribió sobre la legítima duda que asalta sobre si quienes allí
lo llevaron como “prócer” sabían lo que hacían. Luego de la discutible
presencia de Guzmán Blanco y del espectáculo circense con el traslado “simbólico”
de Guacaipuro (una especie de vodevil donde actuaron un plumífero “indígena”
gringo y otros danzantes), con la parafernalia a raíz de lo de Castro quedó
claro el absoluto irrespeto de la Revolución por el Panteón y quienes allí
aguardan, junto con el Libertador la resurrección carne.
Con Gómez los intelectuales sirvieron de escabel a la
tiranía personalista. Más que un militarismo, en sentido estricto, el gomecismo
fue el canto del cisne de nuestro caudillismo rural, cazurro y arbitrario, que
exigió para su consolidación la seguridad de un ejército nacional (que comenzó
a formarse después de una centuria de belicismo suicida en el desorden
interno). Los “militares” que mandaban no eran propiamente de academia. Eran
servidores del poder; y éste no era otro que Juan Vicente Gómez. Era, pues, un
poder con nombre y apellido. En su persona se concentraba, se monopolizaba, sin
adornos de pluralismo, el ejercicio de la capacidad de decisión. A Gómez no le
importaban las ficciones jurídicas sino las realidades prácticas. Las ficciones
se las preparaban los intelectuales que se prestaban, por cansancio o por falta
de vergüenza, a ser piezas al uso, según el capricho del dictador. Gómez podía
estar, formalmente hablando, fuera del ejercicio de la Presidencia. Pero nadie
dudaba que quien mandaba era él, y nadie más. Así, cuando salió “en campaña”
para combatir una supuesta invasión de sus adversarios, dejó a José Gil
Fortoul, a la sazón Presidente del Consejo de Gobierno, como Presidente
Encargado de la República. Eso fue en 1913. En 1914 comenzó un espectáculo
alucinante: uno de los más pintorescos pasajes de nuestra historia de opereta.
Hizo designar a Victorino Márquez Bustillos como Presidente Provisional de la
República. Y fue laprovisionalidad más larga de la historia. Posiblemente no
sólo de la historia de Venezuela. No conozco un fenómeno semejante en ninguna
otra latitud. Márquez Bustillos estuvo allí, atento a desempeñar el papel
asignado, sin ninguna pretensión de independencia
o creatividad personal, desde 1914 hasta 1922. Y luego un Presidente “elegido
constitucionalmente”, Juan Bautista Pérez duró escasamente de 1929 a 1931
cuando se le pidió la renuncia (que presentó con rapidez y docilidad) para que
Gómez volviera, cumplidos los requisitos jurídicos formales, al desempeño de la
primera magistratura hasta su muerte. La sorna caraqueña ―aguda, inagotable―
decía, en referencia a Miraflores: “Aquí vive el Presidente / y el que manda /
vive enfrente”. En realidad, Gómez vivía en Maracay.
En la crisis que han representado y representan Chávez y el
chavismo estamos viviendo un salto atrás histórico. Y sin demasiada capacidad
de reacción intelectual. Es verdad que prácticamente ninguno de los que
genéricamente integran lo que podría llamarse hoy la intelligentsia nacional
está en las filas de los defensores o adulantes del régimen. Más aún: los pocos
que se arrimaron o abordaron, con variadas intenciones a la balandra del
ganador, después de las elecciones del 98 hace rato no lanzan alabanzas sino
amargas críticas contra quien les deshizo, cuando le convino, su ilusión
escapista. Los historiadores (Manuel Caballero, q.e.p.d., Germán Carrera Damas
y Elías Pino Iturrieta a la cabeza) y los humoristas (Zapata, Laureano Márquez,
Claudio Nazoa, Rayma, entre otros), son demostrativos que la crisis social y
política sirve para encontrar en el presente, desatados, los peores fantasmas
de nuestra historia; y que, como desgobierno nacional, la pesadilla actual es
veta inagotable para la mejor medicina
contra la úlcera: la risa.
Chávez tuvo numerosos Vicepresidentes, en catorce años.
Ninguno con poder real. La rotación en Ministerios claves como el de Interior y
Justicia y el de Defensa puso de relieve que la provisionalidad, al revés de
cuando Gómez, debe verse en todos los órdenes de la alta burocracia estatal,
pero no en la Presidencia. Chávez no es Gómez. Los 40 años de democracia civil,
civilista y civilizada, vituperados por él y sus seguidores, a pesar de sus
defectos (entre otros, como queda dicho, la anemia letal de los partidos
fundamentales del siglo XX y el éxito político de Chávez y el chavismo),
permitieron el desarrollo, aún incipiente, de una conciencia ciudadana que,
gracias a Dios, no tolera ya un Gómez. Por si faltaran razones, indico una
simple y de bulto: porque esta Venezuela del arranque del siglo XXI no es la
misma del inicio apesadumbrado de nuestro siglo XX. Mario Briceño-Iragorry
habló, respecto a los más destacados personajes de la generación positivista
que nutrieron los cuadros gobernantes del gomecismo, de la traición de los
mejores. Su elevada preparación cultural, en un país minado por el paludismo y
otras endemias, por la incultura y la pobreza, se usó pro bono suo, en su
propio beneficio, pero no en servicio para elevar la humana condición de un
pueblo que esperaba. Y esperó largamente, hasta que comenzara, en la sobada
expresión de Picón-Salas, el siglo XX en 1936. Hoy, me parece que podría,
objetivamente, hablarse de la complicidad de los peores. Y parece que está a
punto de comenzar en 2014, en Venezuela, un retardado siglo XXI.
Apareció el petróleo, en las primeras décadas del siglo
pasado. El General petróleo fue quien realmente realizó la profunda transformación
de la Venezuela desde la primera mitad del siglo XX. Se operó el cambio de la
República pobre, pobrísima, a la República rica. Fue el cambio, como ya
dije, de la nación campesina a la nación
urbana; del país rural al país minero. Del sueño imposible de La Alborada de
Rómulo Gallegos, al despuntar la centuria, al sueño rebelde y acariciable en su
potencialidad modernizadora de la élite universitaria de 1928 (en un país con
más de un 70 % de analfabetismo), va toda la elipse que cristaliza en el imaginario
colectivo distinto de una generación civil, civilista y civilizada. Saint-Just
hablaba de la force de choses. Rómulo Betancourt, quizá parodiándolo, hablaba
de la terquedad de los hechos. No pueden evadirse, con un simple alarde de
voluntarismo, las fronteras y las limitaciones de la realidad. Chávez parece no
haber entendido eso. Y contagió la incomprensión al tándem Maduro-Cabello. Pero
si no se entiende eso, la política se convierte en un ejercicio de escapismo. Y
si el escapismo logra armarse de la arbitrariedad hecha poder el daño colectivo
puede ser de dimensiones bastante grandes. La aniquilación de la empresa
petrolera nacional, PDVSA, p. e., fue, desde el más alto gobierno, una
“política” deliberada.
Para la fortaleza del civilismo democrático
La rabia a los defectos del pasado ha cedido su lugar, ante
las evidencias del actual desmadre gubernamental, a la decidida combatividad de
grupos democráticos que buscan galvanizar las mayorías nacionales, tanto de la
sociedad política como de la sociedad civil. Ello se puso en evidencia a pesar
de las deformaciones del actual sistema electoral (hecho para beneficiar
siempre a Chávez y al chavismo) en la última elección parlamentaria de 2010,
donde el Consejo Electoral, ante la aplastante victoria opositora debió
concederle el 52 % de los sufragios, que chavistamente se traducían en una
minoría de asientos en la Asamblea Nacional. La tarea de empezar a labrar el
futuro saliendo de este oscuro presente es vista como tarea que debería ser de
todos, como empeño que no admite la deserción ni la cobardía. Desde diciembre
de 2001 es, sin posible marcha atrás. Con tragedias como la del 2002, con
Tiburón 1 ordenando la represión asesina de la gigantesca manifestación
pacífica. Con avances y retrocesos, con éxitos y fracasos, con heroísmos y
ruindades, con sacrificios sin cuento. Millones de ciudadanos con banderas,
canciones y consignas conquistando la calle. Con muertos y perseguidos.
Millones de firmas para salir de esto en paz, una y otra vez. Siempre con la sensación
que hemos, como se dice en criollo, llegado al llegadero. El Firmazo, el
Reafirmazo y el Revocatorio, el 2004. La victoria de la campaña dirigida por el
Movimiento Estudiantil contra los caprichos constitucionales del mandamás —como
la reelección indefinida— el 2007 (que Chávez, acompañado del Lumpenmilitariat,
calificó irritado con términos escatológicos que la decencia impide
transcribir).
Somos un país en crisis, aunque el teniente Cabello se
empeñe en negarlo. Todo ese conjunto de desgracias no son una campaña
mediática, como se empeñan a menudo sus voceros en decir, Son una tremenda
realidad que presagia adversidades políticas en el futuro inmediato. Con cifras
de desempleo y de pobreza que indican lo mal que el venezolano del comienzo
triste del siglo XXI ya está viviendo, con la revolución que es demolición. No
está, no, Venezuela en su mejor momento. Tampoco lo está el post-chavismo y esa
“Revolución” con cara de pagaré vencido. No hay demolición bonita. Los
ciudadanos de a pie piden unidad. Parece que se requiere unidad para dirigir.
Para dirigir eficazmente, en medio de un desarrollo de acontecimientos que
puede desembocar, en tragedia. El gobierno pareciera, con su criminal política
económica y social, estar precipitando un estallido, sin darse cuenta de que
Nerón incendió Roma y, aunque estuvo cantando ante el incendio, se vio, a la
postre, en la cobarde necesidad de inventar luego la culpa de los cristianos
para tapar, con los horrores de la persecución, los hechos de su locura
delincuente. La mayoría sabe que no hay ninguna posibilidad de empezar a
construir la salida de la crisis nacional mientras la locura neroniana siga en
el poder.
En medio de la situación actual, pues, la lucha por salir
honorablemente de ella continúa. No es momento de apaciguamientos. “El
apaciguamiento ―recuerda Dick Morris en Juegos de poder― no brinda una opción
entre la paz y la guerra, sino sólo entre luchar y rendirse”. Y la palabra
rendición no existe en nuestro diccionario. Riesgos no faltan ni faltarán. Ellos
no pueden mellar el ánimo, sino fortalecerlo. Alexander Hamilton advirtió que
una nación que prefiere la deshonra al peligro está preparada para tener un amo
y se lo merece. Con los testimonios ya dados por la sociedad civil y la nueva
juventud venezolana —sobre todo la universitaria— no parece ser esa, en la
actualidad, gracias a Dios, la situación de nuestra patria. El fin de la
pesadilla parece inminente.
(*) José Rodríguez Iturbe, Caracas, 1940. Diputado por el
Estado Zulia durante 6 Congresos consecutivos 1970-1999. Presidió las
Comisiones de Política Exterior y de Defensa. Fue Presidente de la Cámara de
Diputados de 1987 a 1990. Abogado por la Universidad Central de Venezuela.
Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha sido Profesor en la
Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Monteávila, en Caracas.
Desde 2005 es Profesor de Historia de las Ideas Políticas en la Universidad de
La Sabana, Bogotá.
-------------
Señor Doctor
José Rodríguez Iturbe
Bogotá
Recordado Pepe:
Una mano amiga me hizo llegar una copia de un trabajo tuyo
intitulado “El nudo gordiano del chavismo”. El ejemplar que llegó a mis manos
vino sin fecha. Me pareció brillante, como todo lo tuyo. Con elocuencia y
erudición características. Me hizo recordar el ensayo de Luis Herrera “Frente a
1957” publicado en Tiela y en el que se pronosticó el fin de la dictadura
militar de Marcos Pérez Jiménez.
En tu trabajo encuentro muchas cosas con las cuales estoy de
acuerdo, de acuerdísimo. Otras que me llamaron la atención. Voy a comentar las
segundas.
Cuando hablas de la “rabia acumulada” mencionas con toda
justicia lo que plantearon “con valentía” Moisés Naím y Ramón Piñango en su
trabajo “Venezuela, una ilusión de armonía”. Omites mencionar, sin embargo, que
el 5 de julio de 1987, desde la más alta tribuna de la República, en presencia
de todo el liderazgo nacional, encabezado por el propio Presidente de la
República y transmitido en cadena nacional de radio y televisión, el Secretario
General del Partido demócrata Cristiano, en el cual tú y yo militábamos,
pronunció un discurso intitulado “El Pueblo está bravo”, en el cual se
presentaban las razones para la rabia del pueblo y se ofrecían caminos para
enfrentar constructivamente los motivos de la irritación popular.
A partir de esa fecha, se inició un gran esfuerzo
político-electoral que, a pesar de todas las traiciones, fue respaldado por
tres millones de venezolanos que, para esa fecha, representaban más del 40% del
electorado nacional.
Lo de Naím y Piñango fue muy meritorio, pero no fue lo
único.
También me llamó la atención, y mucho, que cuando hablas de
la decadencia de Acción Democrática y de Copei te limitas a repetir el
argumento de Ibsen Martínez y de Marcel Granier en “Por estas calles”, de que
fue el clientelismo y la corrupción lo que marchitó las banderas de esos
partidos.
Con mucho respeto me permito recordarte que Copei fue un
partido en constante ascenso electoral desde su fundación en 1946 hasta las
elecciones regionales de 1992. Siempre crecimos, elección tras elección, con la
sola excepción de la elección general de 1983, en la que experimentamos un
retroceso que todavía se discute si fue debido a la imagen negativa que tenía
la opinión pública de la administración de Luis Herrera o a la reiteración de
la candidatura de Rafael Caldera, o a ambas circunstancias, como me inclino yo
a creer.
En 1988 logramos nuestra más alta votación histórica en
cifras absolutas y, por segunda vez (la primera fue en 1978) logramos superar
el 40% de la votación nacional.
La decadencia electoral de Copei se produce por dos causas
muy claras: La división y el oportunismo.
De acuerdo con las cifras del Consejo Supremo Electoral,
Copei bajó de tres millones de votos que obtuvo en 1988 a un millón trescientos
mil cinco años después, en 1993. Perdimos 1.700.000 votos en cinco años. Lo
curioso es que la votación del candidato disidente de Copei fue precisamente
1.700.000 votos. Tú yo sabemos sobradamente que esa votación no la aportó el
MAS, ni el MEP, ni el PCV, ni ninguno de los partidos que integraron el
tristemente célebre “chiripero”, sino que provinieron de la votación copeyana.
De modo que no hay que buscarle cinco patas al gato. La
catástrofe electoral copeyana se inició en 1993 como consecuencia de la
división del electorado entre el candidato oficial del partido y la figura más
representativa del social cristianismo venezolano que resolvió montar tienda
aparte. Omitir la mención de esa circunstancia a la hora de explicar la
decadencia electoral de Copei me parece inadmisible.
Ni clientelismo, ni corrupción, fue la división del
electorado social-cristiano.
Por supuesto que no hay que olvidar que ya en la elección de
1988 nuestro líder más representativo, Rafael Caldera, había hecho todo lo
posible por perjudicar la opción electoral de la democracia cristiana. Y eso
también influyó.
En 1993, sin embargo, y a pesar de la división, nos quedaron
un millón trescientos mil votos. Cinco años más tarde los perdimos todos por un
ejercicio insólito de oportunismo electoral, que nos llevó a postular a una
venezolana muy prestigiosa, creyendo que podíamos aprovecharnos de ese
prestigio para obtener beneficios electorales.
Todos los argumentos que escuché a favor de esa candidatura
apuntaban a que con ella sí ganábamos las elecciones y que con ninguno de los
líderes de Copei podíamos ganar.
El resultado fue perfectamente previsible. Se desinfló la
señora y Copei desapareció electoralmente hablando. Tampoco puede admitirse que
se olvide ese argumento a la hora de analizar las causas de nuestra debacle
electoral.
De modo que para mí, están perfectamente claras las razones
de la tragedia electoral de Copei: la división y el oportunismo.
Mi gestión como Secretario General Nacional del Partido
terminó con mi renuncia al cargo en diciembre de 1992. Dejé al partido con tres
millones de votos, con 40% de la votación nacional, con la más grande fracción
parlamentaria de su historia y con 13 gobernaciones de estado y las alcaldías
más importantes del país. Es bueno recordar que esas gobernaciones fueron las
de Anzoátegui, Barinas, Carabobo, Cojedes, Delta Amacuro, Falcón, Guárico,
Miranda, Mérida, Nueva Esparta, Táchira, Yaracuy y Zulia.
Reconozco que sobre la gestión que me sucedió, encabezada
por Donald Ramírez, hubo muchos comentarios sobre clientelismo y corrupción.
Incluso se habló de operaciones cuestionables para entregar posiciones
salidoras al Congreso Nacional a cambio de contribuciones monetarias. Entre
ellas un caso notable en el estado Zulia.
Pero nada se compara con el efecto demoledor que produjeron
la división de nuestro electorado en 1993 y el ejercicio de oportunismo en
1998. Las cifras oficiales del Consejo Supremo Electoral lo demuestran
contundentemente.
Es muy cómodo hablar de clientelismo y corrupción sin
especificar de quien o de quienes se habla, con lo cual se deja una sombra de
sospecha sobre demasiada gente.
Estoy seguro de que a ti no te ha pasado desapercibido que
la llamada revolución chavista es la primera revolución, en la triste historia
de todas nuestras revoluciones, que no llevó a nadie a los tribunales por
concepto de corrupción.
Es impresionante que después de todas las acusaciones tremendas
de corrupción que se hicieron contra adecos y copeyanos, luego del triunfo del
chavismo ningún adeco ni ningún copeyano fue llevado a los tribunales con
alguna acusación de corrupción.
Yo que soy miembro del Instituto de Previsión Social del
Parlamentario me conmuevo cuando asisto a las asambleas del Instituto y veo a
los jefes más destacados de ambos partidos durante los cuarenta años
gestionando diligentemente las prestaciones a las que tienen derecho y a las
que podrían renunciar tranquilamente si fuera verdad que se habían enriquecido
como lo hizo creer la gigantesca campaña anti-partido que se desató en los
últimos años de la República Civil.
Por eso espero que comprendas la reacción que me produce
cuando veo repetido el argumento de que la decadencia de nuestro partido fue
causada por clientelismo y corrupción.
Por supuesto que los hubo. Pero la decadencia de Copei está
explicada por la división y por el oportunismo. Tú y yo sabemos sobre gente que
se enriqueció indebidamente, pero generalizar no es justo.
Tendría otros muchos comentarios que hacerte acerca de
acontecimientos más recientes que mencionas en tu trabajo, pero prefiero dejar
esta carta como está para que no se ponga demasiado larga.
Recibe un cordial abrazo de tu amigo,
Eduardo Fernández
Reproducciones: José Rodríguez Iturbe. Momento, Caracas, nr.
755 del 03/01/71, y El Nacional, Caracas, 02/11/1979.
NOTA LB: Marcos Villasmil ha tenido la amabilidad de remitirnos el valioso texto de JRI, una misiva de EF y otros materiales críticos de reflexión sobre COPEI, incluyendo la respuesta a un artículo reciente de dudoso calibre sobre la llamada "alternativa". Forma parte de lo que MV ha ejercitado bajo el título denunciativo de "socialcristiano busca partido". No quisiera abundar sobre la materia, debido a mi retiro de la organización verde por causas muy justificadas que ni siquiera quise motivar en la misiva correspondiente, a principios del presente año. Empro, juzgada su importancia, deseamos conservar la extraordinaria contribución del Pepe y la contestación que acarreó. Lamentablemente, no sabemos convertir un PDF en Word, ni orbitarlo acá, pues, la carta de Donald Ramírez luce relevante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario