domingo, 7 de septiembre de 2014

PASAJEROS SOMOS (2)



EL NACIONAL, Caracas, 6 de noviembre de 2001
Crónicas marcianas
Loco con suerte
Luis Chumaceiro

“No hay un gran genio sin mezcla de locura”.

Aristóteles.



“El que sabe hablar, sabe también cuándo”.

Arquímedes.



“Los locos están de moda, ¿porqué no seguir hablando de ellos?”.

Chumaceiro

Una faceta poco conocida de Páez, especialmente por aquellos que no han adquirido Leyendas Históricas de Venezuela, el libro de Arístides Rojas que editó El Nacional, son sus perturbaciones histérico–epilépticas. Él lo escribirá en sus memorias: “Al principio de todo combate, cuando sonaban los primeros tiros, apoderábase de mí una intensa excitación nerviosa, que me impelía lanzarme contra el enemigo para recibir los primeros golpes; lo que habría hecho siempre si mis compañeros con grandes esfuerzos no me hubieran retenido”.
Excitación, descontrol y la temeridad propias de un ser desquiciado. ¿Quién era en realidad ese hombre que gritaba “mi lanza, mi caballo”, en cada batalla? Valor, temor, lucidez, locura, inconsciencia, nunca sabremos con certeza qué predominaba en él, así como tampoco podrá constatarse la especie del trauma infantil al sufrir la mordida de un perro con hidrofobia o, según otros, de una víbora.
Muchos venezolanos importantes han transitado por las tortuosas veredas de la demencia. A Juan Manuel Cajigal (1802-1856) se le desarrolló una meningo–periencefalitis difusa a partir de los 37 años que, según el mismo Rojas (Recuerdos de Cajigal: 1892), “comenzaba por la monomanía tranquila, tímida. Creía que iban a perseguirle, que querían asesinarle”. Cecilio Acosta murió en 1881 de ataxia locomotriz, atrofia muscular progresiva, esclerosis de los cordones laterales y reblandecimiento cerebral. Según Tejera (Perfiles venezolanos: 1888) “no manifestaba en su conversación, algo monótona, las dotes que lo adornaban en la tribuna; repetía una frase hasta la saciedad y giraba alrededor de un pensamiento con aquellas idas y venidas”.
Pero el caso más interesante, hasta fecha muy reciente, era el de Diógenes Escalante. Este tachirense retornó, después de años de ausencia por sus responsabilidades diplomáticas, para convertirse en el candidato de consenso a la presidencia de la República por el Partido Democrático Venezolano, partido del gobierno de Medina, y AD, el principal partido de oposición. Contaba con todo y lo tenía todo.
Me cuenta mi abuela Luisa Elena –todos sus hermanos, los Ledo, fueron periodistas de Últimas Noticias y El Nacional– que un buen día de ese año 1945 se presentó Manuel R. Egaña, en la redacción del primero de estos periódicos, para buscar a Ramón J. Velásquez y proponerle la secretaría privada del futuro mandatario. Para hacer breve el cuento, el buen historiador aceptó y empezó a ejercer inmediatamente su rol.

A poco, ya en funciones, se presentó Ramón J. en la suite de Escalante, en el Hotel Ávila. Estaba algo apurado porque a primera hora el presidente Medina recibiría a su sucesor. El candidato no estaba listo y se negaba a acudir a la cita con el alegato de que no tenía camisa, a pesar de tener la habitación repleta de ellas. En pocas horas, el hombre perdió la cordura y cambió la historia de Venezuela ya que, a los tres meses, una AD que se sintió excluida, participa en el golpe de Estado contra Medina. A Escalante una multitud lo recibió y muy pocos, algunos familiares y Egaña, lo despidieron. Murió, en 1964, en un hospital psiquiátrico de Miami.
La paradoja de estas historias es que hay que tener mucho cuidado con los gobernantes que tienen perturbaciones mentales. A los hombres de carácter, los verdaderos líderes, les gusta oír hablar de sus faltas; a los otros, los que tienen inclinaciones narcisistas y autoritarias, les gusta oírse a sí mismos, se embelesan con los adulantes y no aceptan la crítica democrática. Los locos más peligrosos son los que tienen suerte, aquellos que, como no saben lo que es imposible, terminan creyendo realidad sus sueños delirantes.

NOTA LB:  Oscar Battaglini (“El  medinismo”, Monte Avila Editores, Caracas, 1997:  190 ss.), habla de un juego de intereses (presión, conspiración militar y negociación política).  La candidatura de Escalante “no resultaba solidaria con el interés del medinismo”, aunque aseguraba la cotinuidad de la política modernizadora. Hay satisfacción y apoyo del Departamento de Estado estadounidense. El medinismo lo respalda, evitando aislarse. Ya Betancourt cuenta con el aval norteamericano, después de visitar el Departamento de Estado en julio de 1945.

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