domingo, 3 de marzo de 2013

VARIAS VECES, STALIN

EL NACIONAL - Domingo 03 de Marzo de 2013 Papel Literario/1
La muerte de Stalin
NELSON RIVERA

Hacia finales de 1945 la salud de Stalin había comenzado a resquebrajarse (archivos abiertos en los años de Gorbachov han permitido confirmar que el 9 de octubre habría padecido un primer ataque de apoplejía). Su obsesión por los detalles, su voracidad controladora que le exigía horas y horas de trabajo, lo dejaban extenuado. Se acostaba todos los días alrededor de las 4 de la madrugada. La hipertensión, la arteriosclerosis y los dolores reumáticos lo acosaban. A partir de 1947 su corazón le había obligado a permanecer varias semanas fuera del Kremlin, a veces dos y tres veces al año.
Stalin soñaba en secreto con tener una vida larga (en 1936 había ordenado el inicio de investigaciones médicas orientadas al descubrimiento de los secretos de la longevidad), pero también los médicos formaban parte de su ilimitada desconfianza. Vladimir Vinogradov, su médico personal desde 1946, permanecía preso desde 1952, acusado de ser parte de la llamada "conspiración de los médicos", que encubría una acción en contra de judíos. En ese momento Stalin ordenó la destrucción de su propio expediente clínico: no quería dejar rastro alguno de sus padecimientos. Este programa de eliminación (varios de los más prominentes médicos de la Unión Soviética, en su mayoría judíos, permanecían detenidos), avanzaba paralelo a otro llamado la "conspiración mingreliana", cuyo destinatario final sería Lavrenti Beria, jefe del servicio secreto desde 1938 (Beria sabía que Stalin tramaba eliminarlo).
Se automedicaba. Ingería píldoras de yodo que, según creía, le daban energía y mejoraban su ánimo. A partir de 1951 se negaba a ver a los médicos.
En 1952 dejó de fumar, de un día para otro. Pero 1952 fue un año exigente. Las luchas internas, la Guerra Fría y los fracasos económicos le consumían.
Envejecía, sin que su demonio interior se aplacara. Mientras luchaba con sus malestares, diseñaba planes para asesinar a capas enteras de profesionales o de colaboradores. Enfermo era cada vez más peligroso.
En Kuntseve, la dacha donde vivía, Stalin cambiaba de habitación cada noche por temor a un atentado. Pasaba horas y días en reuniones en las que planificaba la liquidación de sus propios colaboradores o en las que revisaba, centímetro a centímetro, los parámetros de su seguridad.
Con el propio Beria había diseñado medidas que hacían a Kuntseve impenetrable.
Había controles de acceso, anillos de seguridad, guardias en todas partes. Había severos protocolos: nadie podía llamar a las habitaciones donde Stalin descansaba.
No se le podía molestar ni mucho menos ingresar a sus habitaciones. Quien violase estos procedimientos podía ser ejecutado. Ni siquiera a su hija Svetlana le estaba permitido visitarle sin autorización o llamarle por teléfono.
Una noche sin incidentes


Llegó el año de 1953. Procuraba descansar, pero su odio permanecía intacto. Su deseo de aterrorizar no retrocedía.
Lucía más pesado. El 28 de febrero fue un día sábado.
Entre mediodía y primera hora de la tarde Stalin llamó uno a uno, a Nikita Jrushchov, Nikolái Bulganin, Giorgi Malenkov y a Lavrenti Beria, y les invitó a ver una película en su despacho del Kremlin, a las 8 de la noche. Beria asistió lleno de temor, pensando que aquella invitación podía ser la emboscada final. La selección del cortejo era propia de la crueldad de Stalin: Jrushchov y Bulganin era aliados, enemigos de Malenkov y Beria. Stalin organizaba estos encuentros para aterrorizar a los asistentes e indisponerlos unos contra otros.
Terminada la función, Stalin los invitó a Kuntsevo. Casi a medianoche se sentaron a cenar. Varias botellas de vino de Georgia, el predilecto del dictador, se bebieron mientras comían. A las 4 de la madrugada los comensales se despidieron. Al día siguiente, cada uno esperaba una nueva llamada de invitación porque sabían que Stalin detestaba la soledad de los domingos.
La noche anterior había transcurrido sin incidentes.
Las últimas horas
Stalin era un sujeto de rutinas.
Se levantaba entre las 10 y las 11 de la mañana. Llamaba y pedía té y los diarios. Si había correspondencia urgente, se le incluía al momento en que un oficial de seguridad ingresaba por primera vez en el área de aposentos.
Unos minutos después de las 11 de la mañana del domingo 1 de marzo de 1953, los oficiales se sintieron extrañados. Dentro de la dacha estaban Mijail Starostin, el oficial de seguridad de mayor rango ese día, y Pyotr Logachev, ayudante del comandante de Kuntseve. Además de numerosos hombres armados, estaban la cocinera, el jardinero y el bibliotecario.
A mediodía Stalin no había aparecido. Como si se tratase de una ficción, transcurrieron las horas, la 1, las 2, las 3, las 4, las 5, las 6, las 7, las 8, y nadie se atrevía a levantarse, girar el pomo y entrar en el área privada. Pero además, ese día ocurrió otro hecho, consecuencia de la vileza de Stalin, de su vida dedicada al terror, de las medidas de seguridad enfermizas de las que se había rodeado: nadie lo llamó. Nadie.
Ni siquiera Svetlana.
Poco después de las 8 de la noche, Starostin intentó convencer a Logachev de que entrara a las habitaciones. Lozgachev le refutaba: Starostin era el oficial de mayor jerarquía.
No hubo acuerdo, ambos estaban aterrorizados. A las 10:30 de la noche se presentó la ocasión: llegó un paquete remitido desde el Comité Central del Partido Comunista, que llevaba el sello oficial de "urgente".
Logachev se armó de valor y abrió la puerta.
Sobre lo que ocurrió en ese momento hay diversas versiones (algunas con evidente afán de distorsionar los hechos), pero la mayoría coincide en esto: al lado de una pequeña mesa, Stalin estaba tirado en el piso.
Vestía una camiseta y un pantalón de pijama. La mancha de orina se extendía sobre ambas piernas. El cuerpo estaba frío.
Sobre la mesa había una botella de agua mineral y un vaso.
La conclusión fue que Stalin, como todos los días, se levantó y, al buscar un vaso con agua, sufrió el derrame.

  
Logachev salió y buscó ayuda. Entre cuatro lo levantaron del piso, lo condujeron a la sala contigua y lo acostaron en un sofá. Alguien dijo que había que cubrirlo, pero nadie se atrevió a entrar a la habitación a buscar una cobija.
Estaba prohibido ingresar a la habitación del dictador. Levantaron una alfombra del piso y se la pusieron encima. Se miraban unos a otros y todos veían lo mismo: rostros en estado de pánico. Que el miedo había ocupado hasta el último rincón de las mentes de estos hombres, lo revela esto: ninguno atinó a llamar a un médico.
Fieles a la trama burocrática que los ataba, Starostin dijo que notificaría a su superior, y marcó el número de Semyon Ignatiev, ministro de Seguridad de Estado. Ignatiev le contestó que llamara a Beria. Obediente, llamó a Beria y este no contestó. A continuación llamó a Melenkov: Starostin no entendió la respuesta de Melenkov.
Unos minutos después de las 11 de la noche, en medio del silencio y la perplejidad, Beria llamó y ordenó no mencionar nada a nadie.
A las 3 de la madrugada, Beria se presentó acompañado por Malenkov. Temido por su mirada brillante, dio un vistazo a la sala y encaró a Longachev: "¿Por qué tienes tanto miedo, Longachev? ¿No te das cuenta de que el camarada Stalin duerme a pierna suelta? No le molestes y deja de alarmarnos".
A las 7 de la mañana el ministro de Sanidad designó al grupo de médicos que lo acompañaría a examinar a Stalin.
A las 9 de la mañana del 2 de marzo, los médicos vieron a Stalin y dictaminaron que había sufrido una hemorragia cerebral masiva. Stalin nunca se recuperó, hasta su fallecimiento el 5 de marzo de 1953.
Sólo más adelante se conoció que la cocinera informó que a las 6:30 de la mañana del 1 de marzo, vio que las luces de las habitaciones se encendieron.
Eso permitió saber que fue a esa hora cuando el dictador se levantó a beber agua y un derrame lo tiró al piso. Que los médicos lo hayan examinado 27 horas más tarde, prueba la enorme eficacia que la paranoia había adquirido en el régimen del terror.

EL NACIONAL - Domingo 03 de Marzo de 2013 Papel Literario/5
Vida y destino
ANA NUÑO

El pasado 2 de febrero, para conmemorar el 70 aniversario de la rendición del último grupo de soldados alemanes en la más cruenta batalla de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad de Volgogrado volvió a llamarse oficialmente Stalingrado. El pleno del ayuntamiento de la ciudad había acordado poco antes "que la ciudad recupere" ese nombre durante seis días al año: en la señalada fecha y, entre las otras, el 9 de mayo, Día de la Victoria sobre la Alemania nazi.
A primera vista, parece la típica medida memorialista. Por qué no rendir homenaje, en efecto, a los cerca de tres millones de caídos en lo que ha quedado inscrito en los anales como el enfrentamiento bélico más destructivo de la historia.
Salvo que la medida responde a una serie de intervenciones, auspiciadas desde el Kremlin, que tienen por objeto último la rehabilitación de la figura de Iósip Stalin. Por ejemplo, ese mismo día, el 2 de febrero, los autobuses circularon en Volgogrado, y también en Moscú y San Petersburgo, con el retrato de Stalin estampado en ambos lados de la carrocería. Como ya vienen haciéndolo, por cierto, cada 9 de mayo. También cabe traer aquí a colación el caso del manual escolar de mayor difusión en la Federación de Rusia, donde Stalin es propuesto a la admiración de los escolares, o la decisión del ayuntamiento de Moscú, en 2009, de restaurar, en el hall de la estación de metro Kúrskaya, un relieve con una frase de alabanza a Stalin ­"Stalin nos crió en la lealtad al pueblo, nos inspiró al trabajo y al heroísmo"­ extraída del viejo himno soviético, que había sido retirada a fines de la década de 1950.
¿Puede alguien imaginar que el ayuntamiento de Berlín, para conmemorar a las víctimas de la batalla que asoló la ciudad y selló la derrota de la Alemania nazi ante el Ejército Rojo, pusiera a circular sus buses y tranvías decorados con retratos de Adolf Hitler? Supongo que no. El hecho de que hoy sea posible rehabilitar a Stalin en Rusia, desde luego, testimonia que el ejercicio del poder, en manos de un individuo como Putin, guarda más relación con las tradiciones vétero-soviéticas que con hábitos democráticos. Pero sin duda también es el reflejo de esta dóxa, vigente más allá de las fronteras de la Federación: que todavía hoy es posible y hasta aceptable perdonar los crímenes del comunismo, en nombre de la supuesta bondad de sus ideales. El comunismo, con su aspiración a una sociedad sin clases, perfectamente igualitaria, no merecería el oprobio de ser equiparado al nazismo, que con su concepción jerárquica y excluyente de una sociedad definida según criterios raciales, nos resulta lógicamente abominable. Una dóxa que parece impermeable a los ríos de tinta que han corrido para comparar nazismo y estalinismo y destacar sus similitudes y diferencias como sistemas totalitarios: desde Hannah Arendt hasta Krzysztof Pomian, Nicolas Werth o Henry Rousso, la comprensión del comunismo y el fascismo, el estalinismo y el nazismo como manifestaciones del totalitarismo, ha dado y sigue dando lugar a importantes análisis, contrastaciones y matizaciones.
Parece, por tanto, inútil seguir insistiendo: ¿por qué recomendar la lectura de tal o cual libro, si esa dóxa, ese lugar común es aparentemente inexpugnable? Y, sin embargo, hay que insistir.
Por esta razón: más perdurables que cualquier ideología, régimen o Estado totalitario, la aspiración a la libertad y la búsqueda de la bondad son inseparables de la condición humana.
Pero mejor citar al cultor de esta esperanza: "La aspiración innata del hombre a la libertad es invencible; puede ser aplastada pero no aniquilada. El totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo.
El hombre no renuncia a la libertad por propia voluntad. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro". "La bondad particular de un individuo hacia otro es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad de los hombres al margen del bien religioso y social.
(...) Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alto que puede alcanzar su alma. La vida no es el mal, nos dice".
¿Como Tolstói? Vasili Semiónovich Grossman es el esperanzado autor de esas frases, que pertenecen a Vida y destino. Una novela que ha merecido ser comparada con Guerra y paz de Tolstói. Es un lugar común de la crítica que la descripción del sitio de Stalingrado por Grossman, que como corresponsal de guerra para Estrella Roja, el periódico del Ejército Rojo, cubrió las principales batallas de la Segunda Guerra en el frente ruso, iguala en precisión y vivacidad la que Tolstói hace de la batalla de Austerlitz. Otro tópico, en esta prestigiosa comparación, consiste en decir que Vida y destino es al siglo XX soviético lo que Guerra y Paz al siglo XIX ruso. O que, como en las casi 1.900 páginas de la novela de Tolstói, las 1.100 de Vida y destino están pobladas por decenas de personajes (169 exactamente, en la novela de Grossman), cuyas vidas (y muertes) aparecen entrelazadas por el azar de haberles tocado vivir (y morir) en uno de los momentos más sombríos de la historia de su patria y de Europa toda.
El mismo Grossman ­que escribió Vida y destino más de una década después de la Batalla de Stalingrado y después de la muerte de Stalin, en 1953­ era sin duda consciente de la inevitable comparación. Pero él mismo se encargó de señalar una de las grandes diferencias entre la novela de Tolstói y la suya, en este diálogo entre el histórico general Stepan Guriev y el imaginario comisario Nikolái Krímov (en el que además, con sutil ironía, retrata la cerril ignorancia del militar): "Luego Guriev comenzó a argumentar por qué los periodistas escribían tan mal sobre la guerra.
--Se esconden, los hijos de puta, no ven nada con sus propios ojos, se quedan al otro lado del Volga, en la retaguardia más tranquila, y escriben sus artículos. Si alguien es hospitalario con ellos, entonces hablan de él. Por ejemplo, Tolstói escribió Guerra y paz. Hace cien años que la gente lo lee y lo leerán todavía durante cien años más. ¿Y por qué? Porque participó en la guerra, él mismo combatió. Sabía de quién se tenía que hablar.
--Disculpe, camarada general ­dijo Krímov­. Tolstói no participó en la guerra de 1812.
--¿No participó en ella? ¿Qué quiere decir? ­replicó el general.
--Sencillamente que no participó ­repitió Krímov­. Tolstói no había nacido en la época de la guerra contra Napoleón.
--¿Que no había nacido? ­volvió a preguntar Guriev­. ¿Cómo que no había nacido? ¿Qué quiere decir? Entre ellos se desencadenó una discusión violenta, la primera que seguía a una conferencia de Krímov. Para su sorpresa, el general se negó a creerle." De soviético a ruso Grossman ofrece el atípico ejemplo de un escritor soviético que decide dejar de serlo para convertirse en escritor ruso.
Un escritor que comulgó inicialmente con el sistema, que formó parte desde 1937 de la oficialísima Unión de Escritores y publicó cuentos y novelas ajustados al imperante realismo socialista (como Por una causa justa, publicada en 1952, en la que aparecen los personajes de Vida y destino en el mismo marco de la Batalla de Stalingrado, pero tratados con la prosa, ideológicamente tolerable, de corresponsal de guerra de Grossman). Puede aun decirse que su trayectoria es la inversa de la seguida por Ilya Ehrenburg, el otro gran corresponsal de guerra soviético, que de una postura crítica muy libre (baste recordar su Julio Jurenito) pasó a aplaudir las medidas más liberticidas del estalinismo. Por cierto, Grossman y Ehrenburg redactaron, para el Comité Antifascista de la URSS, el Libro negro, el primer informe sobre las masacres de judíos en territorio soviético y polaco. Cuya publicación no fue autorizada.


Grossman no sólo estuvo presente en la Batalla de Stalingrado y en la defensa de Moscú, sino que también acompañó a los soldados soviéticos en su avance al Oeste. Fue el primero en escribir sobre la liberación de Ucrania por el Ejército Rojo, el primero en dar noticia de la masacre de Babi Yar. Como recuerda Robert Chandler, el traductor de Grossman al inglés, "Su noticia `El viejo maestro’ y el artículo `Ucrania sin judíos’ se hallan entre los primeros testimonios de la Shoá en cualquier lengua. Y el vívido, aunque sobrio, artículo de Grossman `El infierno de Treblinka’ (finales de 1944), primer artículo en cualquier lengua sobre un campo de la muerte nazi, fue vuelto a publicar y utilizado como testimonio en los juicios de Núremberg". Grossman, nacido en una familia judía no practicante y fuertemente asimilada, perdió a su madre en la liquidación por los Einsatzgruppen del gueto de Berdichev (20.000 a 30.000 judíos masacrados en tres días de octubre de 1941). "Quizá no exista un lamento por los judíos de la Europa del Este más enérgico ­sostiene Chandler­ que la carta que Anna Semiónovna, un retrato en clave de ficción de la madre de Grossman en Vida y destino, escribe a su hijo y saca a escondidas de un pueblo ocupado por los nazis".
También Grossman fue el primero, en Todo fluye, su última e inacabada novela, en relatar el Holodomor, la gran hambruna provocada en Ucrania por la colectivización estatal de la agricultura y la expropiación masiva de tierras, que dejó un saldo de millones de muertos.


Y last but not least, en el capítulo 15 de la Segunda Parte de Vida y destino, Grossman pone en escena el interrogatorio de un prisionero de guerra ruso por el comandante SS del campo, en el que, con claridad meridiana, establece un paralelismo entre el sistema soviético y el nacionalsocialismo: "Somos formas diferentes de una misma esencia ­le dice el SS Liss al comunista Mostovskói­: el Estado de Partido".
Como Chéjov Más que de Tolstói, Grossman es el heredero de Chéjov. De quien dice en Vida y destino, por boca del historiador Madiárov, que "levantó sobre sus espaldas la democracia rusa que todavía no se ha realizado".
Secuestrada por las autoridades en 1961, publicada por primera vez en Suiza, en Lausana, casi veinte años después de muerto su autor, Vida y destino, con todo y ser una colosal novela anclada en la historia, está escrita con una mirada chejoviana, es decir atenta a lo que acontece entre los seres humanos. Por eso es una novela hecha de fragmentos de encuentros, plasmados en diálogos; lo milagroso es que de esta proliferación coral emerja un universo tan complejo y diverso como la vida, pero unificado por la común humanidad de un destino compartido.
Entre tantas otras, retengo hoy esta lección de Vida y destino: que ante la violencia y el terror de Estado, contra la pretensión de erigir en culto supremo la aplastante adoración de un tirano, hay que recordar y reivindicar nuestra común y diversa humanidad. Parece poca cosa, pero ese respeto a la compleja realidad de nuestras vidas y destinos es el escollo que ningún régimen autoritario es capaz de sortear.

No hay comentarios:

Publicar un comentario