Repentinamente nos dimos cuenta de la presencia de Simón Alberto Consalvi, en el centro de la gráfica. No quisimos molestar. No transcurrieron ni veinte minutos y, ensimismados en nuestro material hemerográfico, Consalvi hizo un genérico gesto de despedida y se marchó, junto a Edgardo Mondolfi. Hemeroteca de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, 06/12/12.
Puede verse: http://lbarragan.blogspot.com/2011/12/contrariedad.html
EL NACIONAL - Miércoles 13 de Marzo de 2013 Opinión/9
SAC
Bastaban unos minutos de trato para que de él emergiera el conversador perspicaz, el practicante de un sentido muy acabado del humor
EDGARDO MONDOLFI GUDAT
Conocí a Simón Alberto Consalvi en los años en que yo trabajaba para Monte Ávila Editores, muy a comienzos de la década de los noventa. Él era por aquel entonces embajador de Venezuela en Washington y yo, en cambio, un recién graduado, y a pesar de tan abismales diferencias, entre ambos comenzó a anudarse una amistad que giró en torno a un libro que MAE acababa de editarle, y que recuerdo haber leído con el desvelo con que suelen leerse los buenos libros: La paz nuclear, un análisis de la situación mundial, cuyo título no podía resultar más atractivo a la luz de los desenfrenos planteados por lo que había sido la rivalidad entre las dos potencias más colosales del planeta durante los delirios de la Guerra Fría.
Quiso entonces la casualidad que, dos años más tarde, mis estudios de posgrado me llevaran hasta aquella ciudad a orillas del Potomac y, desde luego, a reencontrarme con quien continuaba siendo nuestro embajador en aquellas latitudes. Nunca han sido fáciles las tareas para ningún embajador en la capital del Norte; pero algo que sin duda se abona a su cuenta particular es que, al margen de los temas que marcaban en aquel tiempo los insólitos vaivenes de la dinámica diplomática, Consalvi le robaba horas a la noche para encaminar tres largos estudios que, a la larga, formarían parte de su extensa obra bibliográfica.
No es la menor de las artimañas poder vencerle al reloj en Washington, y así, de esa disciplina abacial con que SAC asumió siempre el oficio de escribir, surgió su ensayo sobre Pedro Manuel Arcaya y la crisis norteamericana de los años treinta; Hombres en su punto, un díptico sobre las que fueron quizás las dos grandes figuras que dominaron la diplomacia venezolana del siglo XIX, Alejo Fortique y Rafael Seijas, y su Cleveland y la controversia VenezuelaGran Bretaña, donde a partir de los papeles personales de aquel presidente, Consalvi vino a ponerle un eslabón más al estudio de la reclamación venezolana sobre el Esequibo.
Por si fuera poco, tuvo el rigor de cultivar un género algo ajeno a nosotros: un diario, el Diario de Washington, donde fue consignando pacientemente los grandes momentos de aquel tránsito clave del nuevo orden internacional, entre finales de 1980 y comienzos de 1990, desde la perspectiva del testigo que veía todo a unas cuantas cuadras del epicentro mundial del poder.
Como en Washington resulta imposible sustraerse de la tentación que supone el mundo infinito de libros atesorados por la Biblioteca del Congreso, allí también se encargó Consalvi de darle los primeros contornos a Profecía de la palabra, su biografía de Mariano Picón Salas, una obra en la que, además de documentar con rigor la vida del gran ensayista merideño, comprometió definitivamente a SAC con los avatares del género biográfico.
Seguramente jamás pasó inadvertido, para todo aquel que hubiese tenido la suerte de conocerlo, su carácter severo y reservado; pero bastaban unos minutos de trato para que de él emergiera el conversador perspicaz, el practicante de un sentido muy acabado del humor, el hombre que sabía domiciliarse con gusto en los predios de la ironía, el interlocutor a la vez exigente y bondadoso en el arte del trato humano.
No puedo negar que me he poblado de nostalgia y tristeza al escribir esta semblanza de alguien a quien me unieron veinte años de dicha, trato y amistad iniciados en Washington. Pero con SAC resulta difícil ser nostálgico: seguramente ni siquiera allá, en la mansión de los hombres buenos donde ahora habita, perdonaría semejante debilidad. Pienso que él mismo estaría de acuerdo con que dejásemos al margen cualquier sentimentalismo innecesario. Era, sin duda, demasiado recio para eso. Creo que SAC continuaría prefiriendo que si alguien habla o escribe sobre él lo haga privilegiando lo que él siempre sintió ser: un inquilino de la disciplina que trabajó para alertar sobre lo bueno y lo malo de nuestra inevitable condición de seres humanos, con diligencia y sin aspavientos.
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