sábado, 2 de marzo de 2013

VARIAS VECES, MAQUIAVELO

EL PAÍS, Madrid, 2 de Marzo de 2013
LA CUARTA PÁGINA
Maquiavelo, nuestro contemporáneo
Hace quinientos años, terminó un pequeño tratado, ‘El Príncipe’, que sigue conservando su influencia intacta: nadie supo distinguir con tanta nitidez cómo funciona de hecho la política y cómo nos gustaría que lo hiciera
Fernando Vallespín

Hace 500 años, en el otoño-invierno de 1513, un apesadumbrado Maquiavelo, exiliado en su finca de Sant’Andrea tras la caída de la república florentina, consiguió escribir lo que acabaría siendo uno de los más grandes libros de la historia de la teoría política, El príncipe. Era un pequeño tratado de no más de 30.000 palabras en el que se hablaba de los diferentes tipos de principados y de los atributos que deben acompañar a los hombres de Estado. A los ojos de hoy, tanto el estilo como la continua sucesión de ejemplos históricos no ofrecen una lectura fácil. Esto contrasta, sin embargo, con la vigencia que desde entonces siguen teniendo sus principales mensajes. Ya se sabe, un clásico es un autor del pasado con el que dialogamos como si fuese un contemporáneo, alguien que sigue presente entre nosotros a pesar de la distancia temporal que se abre entre su tiempo y el nuestro. Seguramente porque todavía tiene algo que decirnos y sigue siendo escuchado cuando abordamos ciertos temas o nos adentramos en algunos problemas o discusiones.
Las cuestiones centrales del libro giran todas en torno al poder. Es un perfecto manual de las técnicas de poder, y de cómo toda acción política debe ser evaluada en función de su capacidad para obtenerlo y mantenerlo, no de su ajuste más o menos cabal a los imperativos de la moralidad. Lo que importa es el éxito a la hora de buscar este objetivo, y aquel condiciona la naturaleza de los medios que sean necesarios para alcanzarlo. “El que quiere el fin debe querer los medios”, que diría Nietzsche. Y los medios que se requieren para el sustento y la protección del Estado —o la conservación del poder por parte del príncipe— no siempre se prestan a los dictados de la acción moral. Es más, si un gobernante no está dispuesto a renunciar a la moral cuando las circunstancias así lo exijan, más vale que se dedique a otra cosa. “Un príncipe que quiera mantenerse como tal debe aprender a no ser necesariamente bueno, y usar esto o no según lo precise”. Vicio y virtud serían así categorías de la moral, no de la política. Porque la política exige mancharse las manos, es irreconciliable con una visión de la realidad en la que la acción moral siempre nos ofrece una alternativa a lo que se impone como necesario, que haya algo así como una armonía entre principios éticos y las consecuencias específicas derivadas de aplicarlos .
Es un perfecto manual de las técnicas del poder y nada tiene que ver con imperativos de moralidad
A la vista de esto, no es de extrañar que Maquiavelo fuera visto desde siempre como el “maestro del mal” (L.Strauss), como un a-moralista a quien había que combatir por todos los medios. El cardenal Pole llegó incluso a decir que su libro había sido escrito “por la mano de Satanás”. Otros lo absuelven, porque en sus Discursos, el tratado sobre las repúblicas que comenzara a escribir en ese mismo año de 1513, cambia de perspectiva y traslada el fin de la acción política desde la conservación del poder del príncipe al vivere civile y libero republicano, y subraya la necesidad del apoyo del pueblo como fundamento de la fuerza del gobernante. Aunque, todo sea dicho, con ello no cambia lo más sustancial de su enfoque. La razón de Estado sigue presente —si está en peligro la patria deja de constreñirnos la moral y el derecho—, y, sobre todo, sigue manteniendo que la política, aun bajo condiciones republicanas, no nos enfrenta a un mundo reconciliado. La maldad del hombre es inextricable —“un hombre olvida antes la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”— y nunca podremos liberarnos del engaño y la mentira como medios fundamentales de la acción política.
Maquiavelo nos ofrece, en efecto, una política exenta de moralina, que diría Nietzsche, y ha pasado a la historia, como el primer realista político. Nadie supo distinguir con tanta nitidez la distancia que se abre entre cómo funciona de hecho la política y cómo nos gustaría que lo hiciera. Su mensaje no puede ser más meridiano, la política siempre es estratégica, siempre ha de vérselas con actores que tratan de maximizar sus intereses con todos los medios a su alcance, y ninguno de ellos hace aspavientos a los instrumentos que sean necesarios para alcanzarlos. Es preciso observar, sin embargo, que al presentarnos este dato fundamental de lo político, nuestro autor contribuye a desvelarnos la naturaleza profunda del poder, desprovista ya de mitos e ideologías legitimadoras, su rostro desnudo. Y, como ya observaba Gramsci, esto es lo que nos permite actuar para eludir sus peores consecuencias y buscar “otra política”.
La constatación de que Maquiavelo en eso tiene razón es, en definitiva, lo que nos ha llevado a diseñar todos los diques posibles para evitar que la razón de Estado o la persecución del interés propio, tanto por parte de los gobernantes como de los grupos de interés, traspase ciertos límites. Esa ha sido la labor tradicional de la democracia y de las instituciones del Estado de derecho. Hoy, junto con la exigencia de ética pública, funcionan como algunos de los condicionantes externos de la acción política. Exactamente igual que eso que teorizaba en su libro cuando se refería a la necessitá o la fortuna.
Mostró que lo importante es el éxito de la acción y no su adecuación a unos principios determinados
La virtú del gobernante no solo consiste en saber operar bajo esos condicionantes, sino en tener conciencia también de cuál es la qualità de’ tempi, las peculiaridades de cada contexto y el estilo de gobierno que encaja con ellas. En este sentido, la política de los drones de Obama sería más maquiavélica que la de Guantánamo o de las empresas bélicas de Bush. En ambos casos, el fin, la seguridad, condiciona los medios, pero una es mucho más aceptable para la moralidad pública de un país como Estados Unidos que otra y, por tanto, más eficaz. El fin se impone a pesar de su inmoralidad, pero unos son más digeribles para las “circunstancias del tiempo” que otros. Como se ve, lo importante es el éxito de la acción, no su adecuación a principios. O, desde otra perspectiva y por quedarnos en nuestro país, las nuevas medidas dirigidas a evitar la corrupción, que son una respuesta a la tendencia de un sector de la clase política a perseguir sus propios intereses a expensas del interés público, responden a una clara presión ciudadana para imponer un nuevo dique a los políticos. Maquiavelo diría que lo hacen más por ser reelegidos que porque crean en ellos, pero lo que importa a la postre es que existan y constriñan su acción.
Sea como fuere, el mensaje fundamental de Maquiavelo es que el punto de partida de lo político debe ser siempre la necesidad de atender a las consecuencias de las decisiones políticas, una variante, mucho más cruda, de la ética de la responsabilidad weberiana. El problema estriba en que —sin caer en el hipermoralismo— seamos capaces de escoger los medios, que aun permitiéndonos la consecución de un fin concreto, no atenten contra lo que deben ser los objetivos fundamentales de nuestra vida en común y dotan de identidad y sentido a la vida democrática, el vivere civile e libero adecuado a nuestra época. Es algo que no podemos ignorar en estos momentos en los que casi todo vale con tal de salir de la crisis económica, el fin hipostasiado, o en el que los presupuestos básicos de la ética pública aparecen hechos jirones. Puede que el mal no pueda ser erradicado de la política, pero lo que está claro es que el mejor antídoto contra el burdo maquiavelismo es una ciudadanía vigilante con capacidad para la reflexión y la crítica. No podemos olvidar que, como decía el profesor Del Águila, uno de nuestros mayores expertos sobre Maquiavelo, al final “somos nosotros quienes trazamos la línea de lo intolerable”.

EL PAÍS, Madrid, 30 de Octubre de 2009
Las batallas internas en el PP
Maquiavelo escribe a Rajoy
FERNANDO VALLESPÍN 

Caro Mariano:
En mi época no tuve ocasión de conocer a ningún gallego. Lástima, porque dicen que son tan políticos como los florentinos, pero que, a diferencia nuestra, gustan de ocultar su enfrentamiento con la realidad detrás de la ironía. Ah, la ironía y el gusto por las frases que dicen sin decir lo que dicen. ¡Qué desperdicio en un país marcado por la rústica simplicidad mesetaria de Castilla! Sin embargo, observo con sorpresa que una representante de esa aparente simplicidad sigue mejor que tú mis dictados.
Lejos de ser una irresoluta, como es tu caso, ha sabido deshacerse sin titubear de todos aquellos colaboradores que iban siendo señalados por la trama de nombre teutónico. No contenta con ello, no ha dudado tampoco en tratar de tomar el control de uno de los principales medios de poder de ese mundo vuestro. En el momento en el que te escribo no sé todavía si lo habrá conseguido, pero al menos hay que reconocer que ha sido consecuente. Quien quiere el fin, conservar y ampliar el poder, debe querer también los medios.
Si consigues afirmarte en tu partido y limpiarlo de corrupción lograrás una oposición fuerte
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Rajoy se harta del caos en el PP
Ha logrado también que la incontinencia y precipitación verbal de uno de tus escuderos la ubique en la situación que menos te conviene: transformar lo que comenzó siendo un pulso o desafío directo a tu autoridad en una situación de agravio. Ahora estás ante la necesidad de quemarte en una doble decisión, la de la presidencia de la Caja y la solución del agravio. Y esta supuesta ofensa ha dado alas también a tus propios enemigos mediáticos dentro de la derecha, deseosos de movilizarse en tu contra por persona interpuesta; en este caso, el jefe del locuaz escudero. Te ha colocado, en suma, ante el peor de los escenarios, ante un inusitado aumento de los costes de la decisión, que pasa por lo que más debería evitar un líder, la negociación con sus supuestos subordinados.
Todo comenzó en Valencia. ¡Quién diría que es la tierra originaria de mis admirados Borgia, en particular el hijo del papa Alejandro VI, el malhadado César! Bien es verdad que los actuales políticos valencianos no tuvieron la escuela de las intrigas vaticanas, aunque no les faltara el mismo gusto por la intemperancia, la molicie y el lujo. Allí, y en ese preciso momento, a pocos líderes les ha ofrecido la fortuna, siempre voluble y caprichosa, una mejor ocasión de afirmar su liderazgo. ¿Qué mejor oportunidad para hacerlo que unido, además, a la persecución de un fin noble, el combate de la corrupción? Pero como no me he cansado de decirlo en su día, la violencia -en vuestras más civilizadas circunstancias, los ceses-, hay que ejercerlos "de un golpe" y a todos los implicados, sólo así es ejemplarizante.
No lo hiciste, actuaste a medias. Es posible que exigir la cabeza del más alto representante del poder valenciano te pareciera cruel, siendo un fiel aliado, pero es un caso más de buen uso de la "crueldad". Ya sabes, un político tiene que aprender a no ser "bueno". Lo que importa son los efectos políticos que produce su acción. De haberlo hecho te hubieras blindado frente a las ulteriores consecuencias del caso Gürtel y, ¡qué duda cabe!, hubieras ganado en autoridad y en favor popular. Pues en vuestras sociedades democráticas se habla mucho de fomentar el debate interior en los partidos, de permitir las disidencias internas, pero luego se penaliza a aquellos que dan la imagen de división interior. Hubieras ganado también la apariencia de ser un líder resolutivo, algo inestimable en estos momentos de crisis que os acechan. Por no mencionar el precedente, que ahora te sería tan útil, de haber sabido disciplinar los excesos del poder territorial de tu partido.
Todo esto puede parecerte una cínica exhibición de economía del poder. Lo es, sin duda. Si conoces bien mi obra, sabrás que, aparte de advertir de la complejidad del mundo de la acción política, he sentido siempre también una sincera preocupación por los valores de la ciudadanía y porque el gobierno cuente con el favor popular.

Mi consejo parte, precisamente, de esta inquietud por el bienestar general, que en este caso coincide con tu interés personal. Si consigues afirmarte en tu partido y limpiarlo de toda sombra de corrupción conseguirás también lanzar un nítido mensaje de tolerancia cero ante ella. Y, sobre todo, habrás permitido que tu país cuente con lo que es una necesidad ineludible de todo sistema democrático, una oposición fuerte y viable. Mucho me temo, sin embargo, que tu adversaria viene siendo una lectora mucho más atenta de mis escritos.
Afectuosamente, Niccoló Machiavelli.

EL PAÍS, Madrid, 17 de Enero de 2013
TRIBUNA
Sin palabras
El sistema bascula entre dirigentes sin alma y ciudadanos sin esperanza
Hay que resetear la democracia para evitar su corrupción definitiva
Fernando Vallespín 

De no haber sido demasiado extravagante, hubiera dejado esta columna sin texto, con el título desnudo sobre la caja que la acompaña, en blanco. Porque ya no nos quedan palabras a través de las cuales manifestar nuestra perplejidad e indignación ante la proliferación de tantos casos de corrupción, ante el espectáculo de una información política en la que cada día nos desayunamos con nuevos asuntos de políticos que se valen o se han valido de sus cargos para el beneficio económico propio o de su partido. Hasta ahora siempre hemos tenido mucho cuidado en diferenciar nítidamente entre unos u otros supuestos, entre los muchos que tienen una actitud ética y ejemplar y quienes denigran a su profesión. Hemos procurado advertir de que las prácticas desviadas eran la excepción y que determinados supuestos aislados no podían proyectar una visión unívoca de la política, que el hartazgo y el descreimiento general que se destilan ante todo lo político no podía, no debía, contaminar la legitimidad del sistema democrático como un todo. Pero ya apenas sabemos cómo hacerlo. Hemos entrado en una fase en la que, en efecto, es tan grande el desánimo que sobran las palabras, que estas se nos antojan huecas y vacías de tanto ser reiteradas. Estamos, como diría Sandor Marai, en uno de esos momentos en los que “las palabras se han vuelto inútiles, como los monumentos... se han convertido en ruido... su sonido se ha distorsionado, como cuando las gritan a través de un altavoz”.
Sí, no es el momento de las palabras, es el momento de la acción. Este país requiere una catarsis ética. Tanto o más que salir de la crisis económica. Precisa poder volver a confiar en aquellos que nos representan y que se erigen en portavoces de los intereses de todos. El problema es que aquellos destinados a llevarlo a la práctica han consumido el crédito del que hasta ahora gozaban, y una nueva clase política no se improvisa. Desaparecida la confianza, el más valioso de los intangibles en la política democrática, el sistema aparece desnudo y escindido entre unos dirigentes sin alma y una ciudadanía sin esperanza. El paisaje se nos antoja desértico y sin ningún oasis a la vista. Y bajo estas condiciones de poco sirve esperar que la redención venga por la vía de la recuperación económica. No, el problema es estructural, ya no se arregla con medidas cosméticas.
La crisis ha tenido el efecto de haber desenmascarado todo un conjunto de prácticas y componendas entre determinadas élites que bajo otras condiciones quizá hubieran pasado desapercibidas. Ha vuelto a poner en el centro del debate político el paradigma de la redistribución, la cuestión de quién se queda con qué parte de los recursos sociales, la justicia distributiva. Ha provocado una nueva re-politización de la desigualdad, algo inevitable en momentos de escasez y en los que los más menesterosos están cargando también con los mayores sacrificios. Una de sus consecuencias más inmediatas ha sido la toma de conciencia del dispendio de dinero público, su uso abusivo para satisfacer a clientelas electorales. A eso lo podemos calificar como gestión imprudente e interesada, aunque en sí misma no fuera la expresión de prácticas corruptas. Pero ahora sabemos también, si es que alguna vez lo ignoramos, que ha habido otra utilización de posiciones de poder y autoridad, con clara transgresión de la ética pública más elemental. Muchas veces asociada, además, a esa disposición tan libérrima de los recursos de todos.
Lo que comenzó en perplejidad acabó en indignación para desembocar después en una situación próxima al nihilismo político. Y la gran cuestión que se abre es cómo se va a encauzar este descontento, el indudable malestar provocado por la sucesión de escándalos que están salpicando la política española. Volvemos a la pregunta de antes. ¿Ahora qué? ¿Cómo se sale de una crisis moral e institucional que pone en cuestión los fundamentos mismos sobre los que se sustenta el sistema democrático? En sus Discorsi, el viejo Maquiavelo creía tener una respuesta para estos supuestos de “crisis de la república”: emprender su rinovazione mediante la búsqueda de un nuevo comienzo. En el lenguaje más vulgar de nuestros días, hablaríamos de resetear la democracia, de arrancar de nuevo el motor que le dio origen y aplicar las reformas necesarias dirigidas a evitar su corrupción definitiva. Para ello, siempre según el autor florentino, debería volverse al espíritu y las virtudes que permitieron hacerla durar, y restablecer los consensos sobre los que se erigió. Sin nostalgias, pero sí con la firme convicción de que es una tarea de todos y para todos. O sea, un nuevo pacto constitucional.

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