viernes, 24 de febrero de 2012

PADURA (3)


EL NACIONAL - Domingo 05 de Diciembre de 2010 Guia Tv/6
Circo de invierno
El enésimo asesinato cubano de León Trotski
BEN-AMÍ FIHMAN

Los entusiastas lectores de Tres tristes tigres suelen recordar el capítulo dedicado a Freddy, la diva de 300 kilos evocada por Guillermo Cabrera Infante con el título de Ella cantaba boleros.
Conservarán la visión de la portada de la primera edición de 1964, el retrato de Beny Moré por Jesse Fernández, que para entonces había puesto pies en polvorosa y sobrevivía indocumentado en Nueva York. Serán menos quienes citen el corolario del libro, barrido del idioma de los cubanos la víspera de la revolución, que concluye con el asesinato de León Trotski tal como lo hubieran podido narrar
una galería de prosistas, dramaturgos y poetas consagrados de la isla.

Para el Infante periodista, crítico de cine y escritor era la forma irreverente de cerrar con una suerte de apocalipsis estilístico
su rutilante crónica coral de La Habana. Juego cruel cuando se piensa que entre los sacrificados en sendas parodias narrativas se contaban autores a años luz de semejante ejercicio de sacristía marxista, llamárense Virgilio Piñera o José Lezama Lima, tan ajenos a las hazañas del Ejército Rojo como al masoquismo edipiano de Ramón Mercader. Aunque entre ellos se encontrara el endomingado Alejo Carpentier, ex ejecutivo de Ars que iba a representar el nuevo régimen en la Embajada de Cuba en París, donde trabajaba la espía moscovita Caridad del Río, madre del asesino de Liev Davidovich Bronstein. Aquí, cuenta La bala perdida de Juan Arcocha, muerto el pasado mes de mayo, seguiría viviendo Carpentier en los años setenta, mientras los cubanos se alimentaban en la isla con los restos fríos del banquete estalinista made in URSS, siempre a sus anchas hasta el dogmático final de su existencia en la realidad maravillosa de Montparnasse.

Entretanto, para los intelectuales se había instalado en Cuba, a raíz de la prohibición del documental
PM en 1961 y, una década después, de la bochornosa autocrítica del poeta Heberto Padilla, ese mal revolucionario que el aspirante a escritor, obnubilado por el martiriologio de Trotski y desencantado protagonista de El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura, bautiza con el inasible pero omnipotente término de miedo.

El sentimiento y el arma que fue reduciendo el país caribeño al rango de latifundio, donde la escasa mercancía de los estantes de tiendas, bodegas y librerías controladas había de adquirirse con un peso de pacotilla y sin valor fuera de los límites de la isla manejada por los capataces de Fidel Castro, su barbudo hacendado, de cuya barbarie dejaba constancia un alucinante Reinaldo Arenas. Así mientras, empujada por la música rock, que la moneda inválida y la revolución silenciaban, la juventud occidental liberaba en masa el intelecto y los sentidos haciendo suya una edulcorada efigie del Che, hippie estalinista, en campus y discotecas ­como comprenderá demasiado tarde el inconsolable Iván Cárdenas Maturell en la novela de Padura, publicada en España hace un año­ los cubanos, que sólo habían conocido el monocorde discurso castrista, se extenuaban en zafras inútiles o en guerras ecuatoriales ajenas.

Sólo un profundo control de la información explica que el desgraciado Cárdenas, que terminará narrando con pelos y señales el aciago final de Trotski con una gravedad de primicia histórica y parroquiana mandíbula caída, no hubiera oído hablar de Liev Davidovich Bronstein o de Ramón Mercader antes de la tarde de 1977 en la que se topa en una playa solitaria con el victimario catalán del líder bolchevique refugiado en La Habana.

Semejante ignorancia es todo salvo una licencia poética. Padura la hará gravitar sobre el verdadero pivote de la novela, el narrador de la ejecución de Trotski, ningún paródico Piñera, Lezama o Carpentier, sino el triste veterinario de barrio improvisado Iván Cárdenas, en combinación con la ingente pesadumbre producida por medio siglo de castrismo. La que separa a La Habana de hace de medio siglo de las ruinas que en su lugar ha dejado el huracán revolucionario. Leonardo Padura, nacido en 1955, se dio a conocer en Francia con el ciclo centrado en el sabueso Mario Conde, un ex policía que, en las entrañas del poscomunismo, se columpia perezosamente entre la nostalgia venenosa del pasado prohibido y el desmoralizado cuando no delictivo presente habanero.

El hombre que amaba a los perros es el título de un cuento de Raymond Chandler, admirado por el infeliz Cárdenas. Que hará el recorrido de la persistente y maltrecha sinrazón de la vieja utopía marxista, folio a folio, desde la estepa siberiana hasta la vía muerta de la Revolución Cubana.

Trotski y su asesino; Iván Cárdenas, doblegado por el miedo, y su mujer Ana, cuya avitaminosis contraída durante el "período especial en tiempos de paz" degenerada en cáncer la llevará a la tumba, todos serán arrollados por las caníbales orugas de la historia.

La novela "empezó a escribirse en el mes de octubre de 1989, mientras el Muro de Berlín se inclinaba peligrosamente, hasta que comenzó a precipitarse y se deshizo, apenas unas semanas después", confiesa Padura a modo de colofón.

Fue durante un viaje a México, en una visita a la casa de Trotski, de quien, como cualquier cubano de su edad poco o nada sabía. Porque el escritor de La neblina del ayer también pertenece a la que Iván Cárdenas Maturell rotula como "generación de los crédulos". Cuya liquidación, más que la tragedia del célebre bolchevique, encarnada aquí por el narrador muerto cuando se le cae encima el techo de su maltrecha casa después de terminar de redactarlas, es la diana de sus 570 páginas.

Una generación ahogada en el "mar de la felicidad".

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